Por Andrés Felipe Giraldo L.
En las últimas noches he sido un cúmulo de recuerdos que divagan en la búsqueda de mi esencia. De mis largas deliberaciones con el techo han salido discusiones profundas, complejas y misteriosas sobre quién soy y para qué existo en el universo. Las conclusiones son tan diversas y tan inciertas como todas aquellas que surgen de las preguntas que uno se hace y las respuestas que uno mismo se da. Además, todo se queda en el campo de la metafísica y la especulación, porque nuestro alcance sobre los misterios es tan limitado y nuestra existencia tan efímera, que todos nuestros vacíos los tenemos que llenar con un misterio aún más grande al que llamamos fe. En todas sus acepciones y variables, desde las más estructuradas hasta las más simples y escépticas, fe. Porque todos creemos en algo, hasta en lo que no creemos, porque negarse a creer ya es una creencia tan especulativa, válida e incierta, como todas las demás.
La pregunta que más me desvela (y que no tiene respuesta, por supuesto), es por qué fuimos dotados de razón. Qué fuerza perversa nos instaló esa capacidad para comprender que sabemos poco y entendemos menos, que nuestra interpretación de eso que llamamos “realidad” es restringida y que la definición de la palabra sensatez es aceptarlo. En lo personal, creo que la vida a nivel racional es un péndulo entre el “solo sé que nada sé” de Sócrates y la duda metódica de Descartes. Aceptar nuestra ignorancia con resignación y al mismo tiempo dudar, incluso, de esa ignorancia.
Por eso, mis dudas metódicas sobre la razón, la inteligencia, las creencias y sus porqués, me angustian, me desesperan y me aburren rápido, porque soy consciente de que las respuestas son todas y ninguna. Esa sensación me bombardea y me abruma, alcanza a sacarme las babas mientras caigo en el letargo de saberme (aceptarme) ignorante, y prefiero concentrarme en algo quizás más complejo pero que requiere menos elaboración: los sentimientos. Porque los sentimientos, aunque queramos interpretarlos, simplemente se sienten. Sé que esto que digo es una tautología, un perro corriendo detrás de su propia cola sin saber que es su cola, pero voy a tratar de explicarlo. Cuando recordamos, o al menos me pasa a mí, recuerdo mucho más lo que sentí que lo que pensé. Porque pensar hace parte de los sentimientos, no de la razón. Los pensamientos y los recuerdos están guiados por los sentimientos, como de manera sabia, hábil y hermosa lo representó la película Intensamente. Ya empecé a divagar, mi ejercicio dialéctico favorito. En fin.
Recuerdo momentos alegres y tristes, y los recuerdos me hacen sentir. En esos momentos, cuando recuerdo, el techo de mis noches deja de ser cielo raso para convertirse en una pantalla de proyección de mi propia vida, no como fue, sino como la recuerdo. Gabriel García Márquez, pocos años antes de morir, enfatizó que la vida no es la vida como uno la vivió sino como una la recuerda para contarla. Concuerdo con ello. Y recuerdo, con mayor intensidad, los momentos en los que más sentí. La felicidad de tener a Nicolás y a Felipe recién nacidos en mis brazos, en un intervalo de casi veinte años, o la madrugada en la que Patricia llegó a la puerta de mi casa con los ojos encharcados a contarme que mi papá ya se había muerto. Recuerdo esa sensación de asombro y maravilla cuando atravesando una simple calle de El Cairo apareció ante mis ojos la majestuosa pirámide de Keops, por allá en el año 92, cuando yo era un recluta colombiano en el Sinaí, momento del que no tengo registro alguno porque en esa época no tenía cámara ni me interesaba tenerla. Esa foto jamás se va a borrar de mi memoria. Ahora las cámaras vienen incorporadas a las personas para dejar constancia de su existencia. Recuerdo sentimientos y eso me lleva a mi esencia, sentir. Por eso creo (con ignorancia, escepticismo e incertidumbre racional) que mi esencia está en sentir. Sentir le da significado a mi vida, a mi presencia en el universo, es la única razón que me mantiene anclado a mis latidos y a mis respiraciones, por más duro, difícil y doloroso que a veces sea sentir.
Me quedé por elección estancado en contemplar, no en trascender. La contemplación es suficiente aliciente para mí porque me mantiene con la curiosidad de querer saber qué va a pasar mañana, qué voy a ver, qué voy a palpar, qué voy a oler, es decir, qué voy a sentir. Y de mañana en mañana, de noche en noche, a punta de curiosidad, transcurro mis días hasta que ellos decidan, por el desgaste de sus giros, irse para siempre de mí. Contemplo las cosas sencillas sin la pretensión de habitar en memorias colectivas o en hechos históricos. Vivo con disimulo, tras bambalinas, más preocupado por el estrés del consueta debajo del tablado leyendo en la penumbra, que por el éxito de los actores que en el escenario se llevan los aplausos.
Contemplar y sentir, allí está mi esencia, mi vínculo con el universo, la respuesta muda a todas mis preguntas. La razón simplemente me sirve para saberlo (aunque no quisiera) y para ser consciente de mis limitaciones, de mi finitud, de la insignificancia de la vida humana dentro del todo cósmico y de lo absoluto que significa la vida para quienes la estamos viviendo. Porque cuando dejemos de existir, inevitablemente, todo va a morir con nosotros, razones, sentimientos e instintos. Esa es mi convicción, esa es mi fe, que solo la podré comprobar cuando me vaya, como se prueban todas las fes, en la ausencia del cuerpo que ya no vuelve, de las almas creyentes o escépticas, de las que van hacia la eternidad o hacia la extinción, que es igualmente eterna.
Mis conversaciones con el techo volverán de nuevo cuando el silencio y el insomnio me dejen sin alternativas. Quizás esta noche.
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