Servicios editorialesTalleres de creación literaria

La 19 con Cuarta

Por Juan Francisco Florido

“La librería más grande del mundo” era el nombre de una pequeña tienda de libros usados. Estaba ubicada sobre la calle 19 entre carreras 5 y 4, justo en frente de un centro comercial clausurado. Se trataba de un puesto callejero construido a modo de carreta itinerante por el que don Jaime, quien atendía el puesto, pagaba un arriendo de 280.000 pesos a uno de los dueños del centro comercial. Para ese año, aquella cuadra había dejado de ser la zona rosa del centro de Bogotá y se había transformado en una de las más peligrosas de la ciudad. Don Jaime nos contaba esa historia totalmente lleno de orgullo. No le sobraban motivos. En un lapso de más o menos seis años, había pasado de tener una carreta ambulante a ocupar uno de los locales del centro comercial. Ahora no vendía únicamente libros, sino también café y cerveza. Si no fuera por esto último, es muy probable que yo jamás hubiera entrado a su local. No soy precisamente una persona muy devota de la lectura. No tengo nada contra la gente que lee. Es más, me parece admirable. Allá ellos. No gastaría mi plata en libros a menos que lo considerara necesario. Si fuera un asunto de vida o muerte, lo haría, pero en realidad no me interesa. La verdad es que soy un poco más apasionado a la cerveza en mis tiempos libres. Tal vez demasiado. Pero eso ya es otro asunto.

Mi interés en ese centro comercial estaba más relacionado con plata que con otra cosa. No ignoraba todas las historias que se contaban alrededor del sitio y de alguna manera las consideraba interesantes. Incluso hice parte de algunas cuando estudiaba en la universidad, pero fue otro motivo por el que llegué ahí. El centro comercial estuvo clausurado durante algún tiempo porque mucha gente lo consideraba un foco de inseguridad. Por muchos años estuvo lleno de bares y discotecas, lo cual atrajo una enorme cantidad de peleas, robos, drogas y muchas otras cosas. Fue cuestión de tiempo para que la DIAN, la Alcaldía local y los bomberos entraran en acción y terminaran llevando a remate muchos de los locales. Mi oficio, si se le puede llamar así, consiste en comprar inmuebles rematados para después ponerlos en arriendo o revenderlos. Y así fue que me hice dueño del local más grande, ruinoso y difícil de arrendar del centro comercial Nutibara en Bogotá.

Reconozco que a ciencia cierta no sabía muy bien qué se estaba rematando cuando lo compré. Llevaba bastante tiempo sin ganar un remate y gastando más dinero del que tenía solamente al entrar en las subastas. Por esos días no andaba bien el negocio y me sentía un poco intranquilo. Mejor dicho, preocupado. La verdad es que estaba completamente desesperado. Agarré entonces la plata que me quedaba del último préstamo y la metí a ciegas en un remate de un local en el centro que me gané. Pero cuando supe lo que había comprado, me quise matar. El local estaba en el último piso de un centro comercial de pésima fama, sin servicios de agua o luz y totalmente lleno de polvo e insectos. Todavía me acuerdo de la expresión de don Jaime cuando llegué a hacer el reconocimiento del local. Apenas entré por la puerta del centro comercial, me lo crucé de frente con su “librería más grande del mundo” y lo primero que me dijo fue:
– ¿Usted es el del remate? Qué encarte tan berraco en el que se metió. Luego me cuenta cómo le fue con eso-. Después de eso se echó una carcajada y me dio la espalda.

Mientras iba subiendo las escaleras hasta el último piso, me acordé de todas las historias que me contaron de ese lugar. Me acordaba de cómo robaron a varios conocidos a la salida, de supuestas historias en las que los meseros de los bares les indicaban a los ladrones qué personas tenían plata, el extraño litigio de una familia por la sucesión del centro comercial, en fin. Se decía que incluso llegó a haber una muerta en medio de una pelea y que la abandonaron en un ascensor. Recordé que en mis años de universidad me intentaron atracar a la salida de uno de estos bares y si no fuera porque llevaba chaqueta de cuero, probablemente hubiera salido herido. En todo eso pensaba cuando por fin llegué al local que ahora me pertenecía. Apenas abrí la puerta, noté que también estaba inundado. No tenía servicio de agua, pero sí tenía goteras. Y en el tiempo que duró cerrado, nadie se había tomado la molestia de arreglarlas o al menos de sacar el agua estancada, por lo que al abrir la puerta, toda el agua estancada me mojó los pies y bajó hasta el primer piso del lugar por las escaleras.

En ese momento, mis medias eran lo que menos me importaba. Al fin y al cabo, ya necesitaba comprarme unas nuevas. Mientras hacía cálculos aproximados de qué tan costoso me iba a salir el arreglo, noté algo que no percibí al principio. Cuando ya podía dejar de pensar en el agua, mi atención se atrajo por un olor desagradable que provenía de adentro del lugar. Tomé algo de aire y comencé a buscar bajo los escombros mojados qué podría ser lo que apestaba de esa manera en el lugar. Luego de quince desagradables minutos de búsqueda, di con un gato negro muerto, o al menos era algo que se le parecía mucho con un crucifijo colgado a su cuello. Todo eso ya era bastante extraño. Lo insólito fue encontrarme otros tres exactamente iguales. Todos en avanzado estado de descomposición, además de unos huesos que hasta hoy no sé de qué eran. Como pude los saqué y los metí a una bolsa de basura. Al seguir el recorrido del agua escaleras abajo, me encontré de frente con un charco inmenso frente a la carreta itinerante de don Jaime que me miraba con más lástima que hace rato y con más risas. Cuando me vio mojado y con la bolsa de basura en la mano, se me acercó y me dio una tarjeta.
–Ellos le limpian ese mal que le acaban de hacer. Véngase con guantes y botas.

Tal vez no haga falta aclarar que este tipo de oficio es inestable. Puedo pasar por temporadas muy exitosas, así como pueden resultar terriblemente negativas. De igual manera, mi vida es inestable. Por esos días, la única propiedad que tenía, aparte del nuevo local, era un inmueble cerca a la iglesia del voto nacional, sobre la calle 11 entre las carreras 15 y 16. Local que a la vez arrendaba y habitaba al no tener más opciones. El inmueble estaba arrendado a un grupo de cuatro comerciantes que vendían herramientas, palas, guadañas, podadoras y demás cosas para construcción, algunas manuales y algunas eléctricas. Al fondo del local había una escalera que subía al segundo piso de esos edificios antiguos que apenas se sostienen en esa zona. Había logrado adaptar en ese piso una especie de pequeño apartamento y oficina que convivía con cajas de mercancía para el negocio, un mar de cientos de boletas de chance de los cuales recuerdo haber ganado más o menos veinte y pilas de revistas de los juzgados. Había improvisado una cocina con una estufa eléctrica y una neverita pequeña con lo mínimo. Tenía un baño con ducha eléctrica y, además de un colchón, lo más valioso que poseía: un armario con varios trajes y zapatos. Los suficientes para acudir a las audiencias sin repetir demasiados trajes. Todos los trajes y zapatos eran comprados en Plaza España, pero mi tiempo libre lo invertía en lavado y planchado. El ser inestable no era motivo para parecerlo.

Lo primero que hice al llegar fue dejar secando la ropa mojada y cambiarme. No lo mencioné, pero del local a mi casa la lluvia no me dejó en paz. Colgué de una cuerda todo lo que se mojó del maletín, incluyendo los documentos, algunos billetes, mi baloto y el mismo maletín. Luego de eso, busqué en el armario un cambio de ropa. Al abrirlo, descubrí que algo estaba fuera de lugar. Tomé uno de los ganchos y en lugar de un traje, encontré una camisa blanca que nunca había visto con un escrito en la espalda. “LE QUEDA UN MES PARA PAGAR O YA SABE. NO SE OLVIDE DE LOS INTERESES.” Ya me habían notificado. Si no conseguía esa plata, ya podía despedirme de este mundo.

****

Sí, claro que me acuerdo del muchacho. Lo conocí cuando arrendó el local de arriba a los teatreros. Ese es cliente. Cada día llega con una nueva deuda. Pero eso sí, toma pola a ritmo bien parejo y a mí, al menos a mí, no me debe. Hace rato no viene y pues pa’ qué le miento. Hace falta en el negocio. La librería más grande del mundo. ¿Lo conoce? Ese es mi local. Justo frente a la tienda de los barristas. Por si algún día le gustaría tomarse una cervecita o leer alguito. Este local todavía no es mío pero al menos puedo organizarlo a mi manera. Este es de uno de mis clientes que me propuso venderlos aquí y montar un café. Le voy a confesar algo. Este local lo conseguí con ayuda de una bruja. O bueno. Bruja no. A ellas como que no les gusta que les digan brujas. Ni idea de cómo les gusta que les digan. Pero sí. Una de esas señoras que hacen limpias y hechizos y esas cosas.

Mi mayor frustración es no haber acabado de estudiar. No por falta de iniciativa, pero usted sabe. Cuando se es pobre, el que no camella, no come. Y pues yo necesitaba comer. La cosa fue tan grave que cuando no podía conseguir dinero ni trabajo, me tocaba vender mis libros, uno a uno. Eso me daba para pagar cuentas y a veces, me sobraba un poquito de plata. Y eso que no era fácil conseguir libros. La gente los bota a la basura muy seguido y a veces era cuestión de revolcar basura para encontrar algunos. No hay derecho a botarlos a la basura. Si no le gusta un libro, regálelo o véndalo. Luego de rescatar varios, los fui comprando.

Fue mi hermano el que me dijo que podía hacer negocio con eso. A punta de venderlos logré hacerme una red de gente que me los compraba y que a su vez me los vendía y así comencé. Y duré años con el berraco carrito hasta que me cansé. Decidí que tenía que formalizarme sí o sí. Usted sabe. Aquí lo joden a uno por cualquier vaina como vendedor informal.

¿Se acuerda de cómo era esta vaina antes? ¿Así llena de bares y de drogas? Pues le cuento que yo habitaba por aquí cerquita y sí. Era un problemita serio el asunto de la seguridad. Con decirle que yo tenía que cambiarme de andén para poder sentirme seguro. Menos mal la policía se fijó en esto porque ya estaba bien llevado del putas. En el barrio decían que todo ocurrió por un problema de sucesión. Cuando don Yeison, el dueño de esta vaina, se murió, dejó todo esto en sucesión dizque para un sobrino y cuando su hijo se enteró, le echó un hechizo al sitio. O eso dicen. Lo que sí es cierto, es que se fue al carajo el lugar.

El caso es que todo esto lo cerraron y pusieron los locales en remate. Ahí fue que conocí a la Maira. Una pelada que vivía por ahí cerquita de mi casa. Yo no tenía plata para entrar a pujar a un remate, ni mucho menos. Pero de pronto con ayudita de los de arriba, podría conseguirlo. Usted sabe. Yo no creo en las brujas pero de que las hay, las hay.

Mairita es bien linda. Yo la veía de lejos y tenía pinta de ser así delicadita como una muñequita de porcelana. Por esos días, apenas y nos saludábamos como vecinos. Pero un día, apenas llegué a la casa y ella iba saliendo, me dijo lo siguiente:
– Llámeme a este número. Yo puedo hacer que su librería sí sea la más grande del mundo-. Luego de eso, sin ni siquiera saludar, me dió una tarjeta y se fue. Esa fue la tarjeta que le di al muchacho. Si lo ve, mándele mis saludos. Que cuándo vuelve a tomarse unita por aquí.

Le sigo contando. Cuando llamé a Maira y agendamos una cita, ella sabía perfectamente de mi problema. El carrito no daba para pagar algunas deudas y yo me estaba poniendo demasiado mayor para seguirlo arrastrando. Le juro que no le dije ni una palabra. Ella prácticamente adivinó todo. Se lo juro. Cuando llegué a la cita, solo fue cuestión de que me mirara a los ojos, me pusiera una mano en la cabeza y me leyera las líneas de la mano para que supiera cuál era mi problema.

El consultorio de ella (así le llama a su oficina) es verdaderamente chiquito. ¿Sí ubica la carrera 10? Pregunto porque uno nunca sabe. No es que lo crea bobo ni nada, pero sumercé pareciera que no conoce nada de la 63 para el sur. No se me ofenda. Solo pregunto. Bueno. Por toda la carrera 10, frente a la Contraloría, al otro lado de la calle hay una tienda de ropa. Métase al fondo, sube por la escalera hasta el quinto piso y busca el 506. Ahí está ubicado. Ella me estaba esperando con la puerta abierta e incluso con chocolatico y almojábanas.

Luego de hacerme todas esas vainas que ya le conté, Mairita me dijo que me tomara con cuidado el chocolatico y que si quería, también me comiera una almojábana con confianza. Yo, ni corto ni perezoso, aproveché. No estaba tan buena pero igual a caballo regalado… en fin. Me tomé esa vaina y Mairita miró al fondo de la taza.

-¿Sí ha visto alguna vez ese centro comercial clausurado? Ese que queda cerca a dónde vivimos.

Yo le respondí que sí con la cabeza. No le había dicho ni una palabra hasta el momento. Luego de eso me dió un frasco con un líquido. Me dijo que debía regarlo en la puerta del local que más me gustara. Y que no intentara nada más. Solamente esperar. Me dijo que si tenía paciencia, pronto iba a tener mi negocio en ese local. Y como a una muchacha así de linda como la Mairita uno no le puede decir que no, le pagué la consulta y me fui directo al Nutibara esa noche.

Me dio mucho escalofrio entrar de noche. Sobre todo porque ese lugar me daba mala espina. Pero igual lo hice y me caminé todos los locales hasta que lo encontré. Ahí mismo frente a la puerta regué el líquido que me dió Maira y me fui a dormir de una. Y qué bueno que resultó el hechizo de la Mairita porque al mes el dueño del local ya me había ofrecido la idea de montar el café y la librería. Pero usted sabe cómo es esto. Todavía no soy el dueño. Pero voy por el buen camino. Si sigo así, en un par de años lo podré comprar.

Al día siguiente me fui con mi carreta a probar suerte al lugar. Estaba una gente de un juzgado ahí. Parece que habían comprado uno de los locales. El del último piso donde, según cuentan, el hijo de don Yeison puso la maldición. Ese mismo día conocí al muchacho y le di la tarjeta. Si lo de la maldición era cierto, la iba a necesitar.

Al mes, sin decirle mentiras, me enteré que uno de mis primeros clientes se había ganado este local en un remate. Fue él mismo quien me propuso tomarlo en arriendo. Así usted no me crea, mijo. Yo no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay.

****

La noche anterior a la limpia, una semana después de que él me llamó, comencé a tener sueños muy extraños. Soñé con mi hermano, con mi padre y con mi primo. Se estaban peleando como lo hicieron durante toda su vida. Ojalá la muerte les haya dado la paz que necesitaban.

Llevaba tiempo sin soñar con nadie. Años, diría yo. Lo cual era muy extraño. Desde muy pequeña tengo sueños en los que gente del pasado me habla. Muchas veces son desconocidos con mensajes para alguien más. Me tomó un tiempo entre despertar y ponerme de pie para saber cuál es el mensaje. ¿Cómo transmitirlo a la persona? El destino siempre se encarga.

Y ese día el destino se encargó. Recibí una llamada de alguien que no esperaba. Obviamente tenía que ver con el Nutibara. Odio profundamente ese lugar. Me trae unos recuerdos supremamente desagradables. Supuse que la cuenta aún no se había saldado y que ya era hora de ponerle fin.

La verdad es que olvidé su nombre. Luego de la limpia, nunca lo volví a ver. Cuando me llamó, me dijo que “el tipo de los libros” le dió una tarjeta con mi número. Don Jaime, me imagino. Es la única persona que conozco cuyo trabajo tenga relación con libros. No hace falta ser clarividente para saber que todo lo relativo a don Jaime y a nuevos clientes, tiene que ver siempre con el Nutibara. No me alegra mucho saberlo pero me tranquilizaba saber que ya había comenzado a renovarse.

Él llegó a mi consultorio vestido de traje elegante, pero con los zapatos mojados y caca de paloma en un hombro. Posiblemente uno de los personajes más curiosos que haya conocido.  Era evidente que la ropa que estaba usando no era de él. Probablemente la había comprado de segunda mano. Esas energías son muy sencillas de percibir. No me explicaba por qué estaban mojados sus zapatos. La caca de paloma, en cambio, es una eventualidad muy factible en una ciudad como Bogotá en la que parece haber más palomas que personas. Pero no era tan sencillo.

Apenas lo examiné, supe que a este hombre le había ocurrido una desgracia. Tenía una energía extremadamente pesada y al parecer, el tener mojados los zapatos, la caca de paloma y muchas otras pequeñas desgracias que le ocurrieron estaban conectadas con una misma causa. Había desatado algo.

Luego de examinarlo, me dijo quién era y a qué se dedicaba. Me causó mucha curiosidad saber que había personas capaces de vivir de los remates judiciales. Nunca había conocido a nadie que se dedicara a esto. Y en un oficio como el mío, no es inusual encontrarse a personas muy extrañas.

Pensaba mucho en mi papá mientras oía hablar a este hombre. Mi padre también había invertido una fortuna en bienes raíces, además de otros negocios. De ahí heredé mi consultorio y el apartamento en el que vivo. Pero este hombre era distinto. Estaba acosado por las deudas y su mala suerte había ido en aumento desde que compró un local en un remate. Yo sabía perfectamente de qué local se trataba. No lo pensé dos veces. Lo cité para una limpia en el local la semana siguiente. Me dijo que no tenía dinero para pagarme la consulta y le dije que me conformaba con una moneda. Es riesgoso hacer este tipo de trabajos a cambio de nada. Además, mi motivación era más fuerte que el dinero.

Me preparé psicológicamente durante una semana. No había puesto un pie en Nutibara en años. Sabía que tenía que volver eventualmente. Pero a pesar de mis dones, nunca imaginé que estaba a una semana de mi regreso. Es cierto que vivo a pocas cuadras y paso cerca todos los días cuando voy al consultorio. Pero eso es muy distinto a entrar.

A la semana siguiente, crucé la puerta de entrada y muchos recuerdos llegaron a mi cabeza. Ahí estaba don Jaime que me saludó con mucha efusividad. Le pregunté si ya había llegado el dueño del local del último piso y me dijo que aún no. Yo sencillamente subí y esperé en la puerta. Recordaba todo. Esas noches de trabajo pesado, la clientela sórdida y también recordaba a mi familia. Seguramente el dueño ya había desenterrado los gatos. Eso explicaría su mala suerte.

Cuando llegó, tenía un ojo morado. Me dijo que lo habían golpeado de camino hasta aquí y que le habían robado el celular y la billetera. Le quedaba la moneda de cien pesos con la que podía pagarme y la ropa que llevaba puesta. Le revisé el golpe y le pedí que abriera el local. Yo entré primero.

Estaba muy distinto a la última vez que lo ví. Claro. Ya había pasado mucho tiempo. Ahora estaba destruido e inundado. Puse en cada esquina un incensario y prendí cuatro palos santos en cada uno. Justo en los lugares en que mi hermano enterró los gatos. Obviamente el cliente no lo sabía y yo no tenía por qué decirlo. Abrí las ventanas y dejé pasar el aire unos minutos.

Me causó mucha tristeza ver ese lugar así. Todo el trabajo de mi padre botado a la basura. La pelea por la sucesión fue espantosa y le costó la vida a mi hermano y a mi primo. Era momento de reconstruir ese lugar. Luego de varios minutos de llanto y de rezo, sentí que todo estaba listo. Ya era muy poca la pesadez que percibí en el local. Ahora era momento de reanimarlo.

El dueño, que no puso ni un pie adentro mientras rezaba, me miró y me dió las gracias, un poco extrañado. Le dije que era yo quien tenía que agradecerle, sin darle más explicaciones. Únicamente que, si aún le quedaba algo de dinero, lo usara para remodelar el local y esperara a quien quisiera arrendarlo. Gradualmente su deuda se sanaría y todo saldría bien. Lo último que supe del local fue que se lo arrendaron a un grupo de teatro prácticamente a la semana de haberlo remodelado y que justo cuando recibieron el inmueble, los teatreros pagaron dos meses por adelantado. Del cliente supe que ese pago le permitió salir de deudas. Ahora no lo van a matar, pero no  creo que pase mucho tiempo antes de que se vuelva a endeudar. No sé cómo les esté yendo en la actualidad a los del teatro. Desconozco también el rumbo que haya tomado ese lugar, pero por lo menos espero haberlo liberado. Yo estoy un poco más en paz. Al menos quiero creer que es así.

Comment here