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Un mar de vómito

Por Francisco Javier Méndez

A mi modo de ver, las redes sociales se parecen cada vez más a un mar de vómito. Las personas ingieren la información, no la mastican y vomitan una opinión. Luego, otras personas leen esa opinión y vomitan sus respuestas. Y así sucesivamente en un bucle de nunca acabar. Todos vomitando sobre todos sin ningún tipo de pudor ni de consideración.

Yo también he sucumbido a esa urgencia de vomitar, todo bajo la ilusión de que quizás lo que pienso pueda llegar a ser de gran importancia y cambiar en algo la realidad, esa realidad que está por fuera de la red. De hecho, de esa urgencia es que nace esta columna. En los últimos meses me he retorcido varias veces de la ira y la impotencia al ver cómo un montón de personajes han usado las tragedias nacionales e internacionales para lanzar acusaciones sin fundamento. Estas acusaciones no son inocentes, sino que van guiadas por unos intereses en los que descubrir la verdad es lo menos relevante. Por lo tanto, he tenido el impulso de comentar o publicar sobre los acontecimientos recientes movido por la emocionalidad. Pero, en un ejercicio de tratar de darle coherencia a lo que pienso con lo que hago, me he calmado y he pensado en escribir algo con mayor tranquilidad y profundidad.

Y no es porque esté de acuerdo con todos los supuestos que fundamentan el llamado a “desescalar el lenguaje”. Los argumentos que esgrimen quienes hacen este llamado muestran a las personas como entes sin discernimiento ni voluntad. Entes que leen, escuchan o ven cualquier cosa, la creen y luego actúan en consecuencia. Es como si los seres humanos fuéramos una horda de descerebrados que atendemos el llamado de cualquier líder sin cuestionarnos en lo absoluto. Si existen personas así, es por falta de responsabilidad sobre sí mismos. Son personas que se quieren deshacer de la incómoda tarea de pensar, como bien lo decía Kant hace siglos. Honestamente, me parece grotesco que el llamado sea a la autocensura y no al pensamiento crítico, siempre y cuando se parta de la base de que lo que se afirme tenga fundamento. Pero así no lo tenga, un público crítico sería capaz de darse cuenta.

Lo anterior no quiere decir que uno no deba cuidar lo que dice. Pero ¿qué significa cuidar lo que se dice? Para muchos, puede ser no utilizar palabras ni gestos malsonantes y/o calificativos. Yo no lo veo así, hay insultos bien puestos y no le veo inconveniente en decirle genocida a un genocida. Tampoco creo que hablar con diminutivos cambie una situación: decirle “finquita” a una hacienda de mil hectáreas no reduce el tamaño de la tierra poseída por una o varias personas; decir que me tomé unos “traguitos” no reduce mi borrachera cuando me paso con el alcohol.

Desde mi perspectiva, cuidar lo que se dice en un debate consiste en expresar con la mayor claridad posible lo que se quiere transmitir. No faltará quien de todos modos mal interprete, incluso a propósito, pero eso ya es responsabilidad de esa persona. Para hablar o escribir con claridad, es necesario conocer, y en ocasiones explicar, las palabras y conceptos que se usan. No en vano Durkheim gastó tinta y papel en definir el suicidio antes de estudiarlo como fenómeno social.

Así, podemos ver que un concepto tan manoseado como el de “lucha de clases” está mal utilizado por una gran cantidad de personas que se valen de él para explicar la actualidad. La lucha de clases, para quienes creen en ella, existe independientemente de que los individuos piensen que es real. Por lo tanto, decir que se puede promover la lucha de clases como fenómeno, es como decir que se puede promover la existencia de Dios. Para los creyentes, Dios existe independientemente de las opiniones de las personas y su poder no está definido por cuántos adeptos tenga, puesto que Dios es por definición omnipotente; del mismo modo, la lucha de clases es por definición lo que mueve la historia para sus defensores. Lo que se puede promover son las ideas de que Dios y la lucha de clases existen, que es muy diferente a promover su existencia como tal. Teniendo esta claridad, se pueden refutar todas esas afirmaciones de que hay políticos, periodistas, influenciadores, artistas y académicos que promueven una lucha de clases con sus discursos y acciones. Ya si la lucha de clases existe o no, o si el concepto es criticable, es otro asunto.

El uso indiscriminado y equivocado de conceptos como el de lucha de clases va muy atado a todo el discurso acerca de la “polarización” que intenta mostrar que esta última es relativamente reciente en la historia colombiana y que es producto del actuar de un puñado de políticos contemporáneos en nuestro país. Basta con estudiar la historia y la composición poblacional de Colombia para darse cuenta de que las cosas son al revés: Colombia ha sido y es un país polarizado en todos, o casi todos, los ámbitos de la vida social, y los políticos son un reflejo de ello. Saber esto nos ayuda a entender mejor esta polarización evitando atribuirla a unos cuantos individuos, algo que es fundamental si se quiere acabar con la violencia de raíz.

También es poco ético usar frases de cajón sin ahondar en qué se quiere decir con ellas. El slogan tan de moda de que “la educación es la solución” no es más que una frase hueca, porque “educación” es un término demasiado amplio que abarca muchas formas de socializar y hacer aptos para la vida a los seres humanos, algunas incluso contradictorias entre sí —nada más es ver el debate que generalmente se forma acerca de la pertinencia de las clases de religión en los colegios para darse cuenta de ello—. Y una frase hueca se puede llenar con cualquier cosa, ya sea por ignorancia o por conveniencia.

Me podría extender mucho más en ejemplos que muestran que vivimos en un país donde la forma ahoga el fondo —donde es más grave decir “imbécil” que utilizar palabras “correctas” y eufemismos para expresar la primera idiotez que a uno se le ocurra—, pero creo que con los que expuse es más que suficiente. Por eso, mi llamado más que a “desescalar el lenguaje” es a “cuidar lo que se dice” para hacerlo transparente al otro. De todos modos, y como pintan las cosas, no se les olvide la próxima vez que naveguen en redes sociales que están navegando en un mar de vómito.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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