Por Francisco Javier Méndez
La alarma sonó a las 4 de la mañana, como era habitual. Simón se despertó de mala gana, sin saber que poco antes del amanecer estaría muerto. Odiaba su trabajo y no quería ir, pero no podía faltar. Mucho menos con la enorme deuda que había contraído después de contratar a un abogado para demandar a la empresa en la que sufrió un accidente laboral que le mutiló tres dedos de la mano derecha. El abogado le pedía más y más dinero para continuar con el caso, pero un día simplemente desapareció y Simón perdió la demanda. “Ni abogado será ese estafador hijueputa”, solía repetir cada que le preguntaban por el caso. Así que la mayoría del sueldo se le iba en pagarle a los bancos, los mismos que le tenían el celular reventado con llamadas perdidas para cobrarle las cuotas en las que se colgaba todos los meses porque el dinero que ganaba no le alcanzaba para pagar tanto.
Después de levantarse, Simón se duchó con agua fría; se le había dañado el calentador eléctrico hacía varios meses. El frío de la madrugada era inclemente y el agua helada cayendo se sentía como pedradas que chocaban contra su piel. Luego se puso el overol sucio y las botas gastadas que le habían dado como dotación. Desayunó un pan duro con café, que era lo único que tenía de comer en casa. Finalmente, se cepilló los dientes mirando en el espejo su reflejo cansado y salió a la calle a tomar el bus en el que se tenía que embutir por alrededor de una hora para llegar a la fábrica.
Simón vivía en un caserío en la periferia de la ciudad y parte del trayecto hasta el paradero del bus estaba rodeado por potreros. A esas horas el camino era solitario y la niebla le daba un aire de película de terror al paisaje. Sin embargo, en el año que llevaba viviendo en el apartamento estrecho y maloliente al que se tuvo que mudar por no tener para el arriendo en otro lado, a Simón nunca le había pasado nada en ese recorrido. Pero ese día fue diferente. Iba casi a mitad de camino cuando tres adolescentes mugrientos y notablemente drogados se le acercaron. No tuvo miedo, pues le parecieron como niños desamparados. Por eso fue toda una sorpresa cuando lo rodearon y uno de ellos le mostró un cuchillo grande al tiempo que le decía:
—Bájese de todo lo que tenga.
Simón se quedó unos segundos observando al ladrón que tenía el arma sin pronunciar una palabra. Lo había robado la empresa en la que tuvo el accidente al no pagarle la indemnización, lo robó el supuesto abogado que lo dejó endeudado y sin apoyo jurídico, lo estaban robando los bancos con los intereses tan altos que le cobraban y ahora lo iban a robar tres “peladitos” que no tenían ni la mitad de su edad. “Esto era lo que me faltaba”, pensó. Quizás fue el colapso de su sistema nervioso ante tanta desgracia, quizás fue lo absurdo de toda la situación, o quizás fueron ambas cosas las causas de que a Simón le diera un ataque de risa. Los jóvenes atracadores lo miraban estupefactos y cada vez más nerviosos, hasta que el que tenía el arma decidió clavársela en el pecho “para que sea serio”, antes de que los tres salieran corriendo.
Pero la puñalada no hizo que Simón dejara de reír. Se tiró en el suelo boca arriba y ahogándose con su propia sangre se reía a carcajadas imaginándose a los empleados del banco cobrándole las cuotas restantes de la deuda a su cadáver putrefacto y sonriente, mientras él, finalmente, descansaba en paz.
*Fotografía por Katerin Prado.
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