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Pesadumbres

Por María Claudia Londoño Villamizar

“Todo te lo tragaste, como la lejanía.

Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio!”

(Pablo Neruda, La Canción Desesperada)

El día había comenzado muy temprano, como es usual en el campo. Entre cacareos y mugidos, la mañana transcurría en sus ires y venires alrededor del horno. Se podía oler que algo maravilloso, delicioso, estaba por llegar: chocolate. El aroma invadía los rincones de la casa mientras ella escarbaba en sus pensamientos. No lograba disipar aquello que tanto le abrumaba: ¿sería capaz de encontrar aquella fórmula que le devolviera la alegría? Su forma de amarlo, a la que le había acostumbrado y con la que le había conquistado, provenía de la dulzura de sus manos y del calor de sus hornillas. 

Sobre la mesada, la mantequilla se derretía mientras ella miraba al horizonte. Amaba su cocina, ese espacio tan suyo, tan propio, que no compartía con nadie y en el que celosamente se dejaba llevar por sus reflexiones. A lo lejos, alcanzaba a ver la cordillera. Y, a su espalda, se alzaba plácida la majestuosa Iguaque, su amada montaña, esa que parecía protegerla y a la que tanto respeto le tenía. Sólo había subido una vez, cuando el andar no le causaba dolor y aún conservaba ese espíritu aventurero que la había traído de la enorme ciudad en la que vivía a esta alejada vereda que se había convertido en su hogar.  Era un día caluroso, perfecto para hornear pan. 

El sonido de la alarma llamó su atención, corrió hacia el horno y se dejó envolver por el dulce aroma de las tartas en sus manos mientras las acomodaba amorosamente cerca de la ventana para que enfriaran.

Despertó inquieta, pensativa. Fue una noche de sueños perturbadores. Aquella palabra susurrada al oído por su cuñada, al despedirse luego del almuerzo familiar, martillaba cruelmente su cerebro. Una sola palabra: «Quiérase», le dijo, abrazándola con ternura. Desde entonces, cada vez que el nudo que apretaba su estómago se retorcía, un frío helado la recorría. Le costaba tomar decisiones, evitaba las confrontaciones por encima de todo y solía aplazar conversaciones incómodas.

Suspirando se acercó a la mesa de trabajo, hundió los dedos en la masa y se dejó llevar por los recuerdos. Si bien había transcurrido casi una década desde aquel día en que el sueño en que vivían se había transformado en una dolorosa realidad, cada vez que volvía en el tiempo sentía el mismo dolor que desgarraba sus entrañas. 

Su mente la llevó a aquella mañana de noviembre en la que todo era algarabía en la pequeña cabaña. Los amigos habían llegado la tarde anterior, y luego de una noche de vinos y añoranzas, habían decidido ir de paseo a la montaña. El sol, escaso por aquellos días, se dejó ver tímidamente. Por fin había dejado de llover luego de una larga temporada invernal, y el desayuno, como prometía, estuvo salpicado de bromas y sonrisas, entre café y panes «hechos en casa», presumió.

Emprendieron el viaje a bordo del viejo Land Rover que habían comprado apenas hace un par de semanas con el único fin de poder explorar los viejos caminos reales y las trochas del Valle de Zaquencipá. Unos y otros iban arrebatándose la palabra. Cada uno tenía una historia por contar, pues hace rato no se veían,  y quería hacerse escuchar por encima de los gritos, las risas y el rugido del motor. No había prisa por llegar, la montaña les esperaba y el lugar escogido tendría una sorpresa para los visitantes: una caminata por el filo de las colinas que rodean al pequeño pueblo de Santa Sofía. 

El Paso del Ángel era el gran desafío. ¿Se atreverían a cruzarlo, ellos, citadinos todos?, ¿vencerían sus temores y, vacilantes, azotados por el viento, seguirían adelante?

Dejando de lado las memorias, volvió a la masa que poco a poco se iba haciendo más elástica en sus manos, lentamente le dio forma, la cubrió de aceite y la tapó con un paño de cocina. Conectó la tetera y la encendió, tomaría un té en tanto la levadura hacía lo suyo. 

Con la taza en las manos, abrió la puerta de la terraza y se acomodó en una banca. A lo lejos, ladraban  sus perros persiguiendo las gallinas de la vereda o, con suerte, un conejo silvestre, en cuyo caso no tendría un vecino enojado golpeando en su puerta como ocurría a menudo.

Una mueca triste, un amago de sonrisa, se dibujó en su rostro y volvió a aquel 6 de noviembre de 2010.  En un abrir y cerrar de ojos la vida de todos nunca volvería a ser la misma. Todo se pondría a prueba: el amor, la amistad y la valentía.

Emprendieron el ascenso y apenas se detuvieron para la foto oficial: «Tomemos esta foto antes de subir, porque no sabemos cómo vamos a bajar», fueron las palabras de ella y se abrazaron todos, sonrientes y ansiosos. Lentamente, retomaron el camino, en fila india, asombrados ante la belleza del paisaje y el silencio de la montaña, hasta llegar al famoso «paso», que no era otra cosa que un estrecho del filo montañoso en el que la erosión, a lo largo del tiempo, había convertido en un espacio en el que, por poco, cabían los dos pies. El viento soplaba con fuerza. A la derecha, trescientos metros abajo, avanzaba por su cauce el río; a la izquierda, cien metros y, al fondo, arbustos y vacío. Temerosos, todos cruzaron y siguieron el ascenso. Ellos, los anfitriones, a la cabeza de la pequeña caravana, habían ido allí muchas veces y solían llevar a sus amigos por aquel sendero presumiendo su recién adquirido conocimiento sobre plantas y pájaros silvestres. Las colinas, una tras otra, iban quedando atrás, hasta llegar a una enorme roca en la que el camino terminaba para dar paso a la maravillosa vista: ante sus ojos la enorme cadena de montañas, inmutable en el transcurrir de los siglos, abría sus enormes brazos. No era fácil describir aquella sensación de pequeñez ante tal magnificencia, no existían palabras suficientes; ¿cómo explicar lo abrumador del silencio que apenas era interrumpido por el susurro de las hojas cuando soplaba el viento? Por aquella época, el lugar no era muy conocido, apenas los lugareños sabían del paso y uno que otro turista se atrevía a cruzarlo. Se hablaba de alguien que había caído al vacío y no había sobrevivido. 

Cerró los ojos, sorbió el té que se enfriaba en sus manos y detuvo sus pensamientos. ¿Qué habría sucedido si no hubieran continuado?

Uno a uno posaron para el recuerdo: los brazos abiertos, la sonrisa enorme y esa sensación de libertad que les embargaba y que no habían sentido en años. Después siguieron adelante por el estrecho camino. Para llegar al río era necesario bajar lentamente por ese angosto sendero que se había ido formando por el caminar de quién sabe cuántos otros.

No se cruzaron con nadie en el camino. 

Matías, el gato que se restregaba contra sus piernas llamando la atención, la trajo de vuelta. Lo tomó en los brazos y lo acomodó en el regazo acariciándolo con suavidad. Había transcurrido más de una hora y su mente volvió al trozo de masa que crecía lentamente. Tendría tiempo para otra taza de té. Durante años había evitado recordar los detalles que marcaron aquel día, ¿por qué ahora la imperiosa necesidad de evocarlos?, ¿acaso buscaba alguno que le permitiera entender la tristeza de quien amaba?, ¿había sido un castigo divino, como alguien se atrevió a insinuar?, ¿o sólo había sido una terrible imprudencia?, ¿importaba eso ahora? Tal vez sí. ¿Qué era lo que hacía que se sintiera responsable de la felicidad de otro? ¿Por qué ahora pesaba tanto?

Descendieron tomados de las manos. El sonido del agua que corría quince metros abajo  hacía presentir el tamaño de la caída. Había llovido mucho ese año, no sería fácil atravesar el usualmente pequeño río, por lo general permanecía poco caudaloso; de seguro habría resbalones y tropiezos como la última vez, cuando por poco se lesiona la mano izquierda. Pensar en ello revivió el dolor, frotó su muñeca y siguió el camino. Era de las últimas en la fila; él, su compañero de vida, iba detrás, y por último, el más joven de los integrantes del grupo.

Caminaban cuidando cada movimiento, no era fácil descender. 

Un giro inesperado, imprudente, equivocado, un paso en falso luego de advertir a los amigos que no podrían cruzar el crecido río, una sensación extraña. Después, unas pequeñas ramas que rozaron su rostro. El desconcierto, el cuerpo cayendo, vacío y nada más. La inconsciencia y luego la oscuridad.

De ahí en adelante todo cuanto sucedió era una mezcla confusa de situaciones, unas sabiamente olvidadas con el paso de los años, otras presentes en el dolor físico que habría de acompañarle para siempre en cada paso que diera.

El despertar, el volver a tomar conciencia y esa primera sensación: el agua fría corriendo por las botas de caucho le confirmó que sentía y que sus piernas estaban bien a pesar de que no le respondían. Apenas podía levantar la cabeza y sólo atinaba a ver aquel brazo ensangrentado que le pedía ayuda. 

Allá arriba, desde la roca en la que se había detenido a abrazar el mundo hacía apenas unos minutos, divisaba los rostros de sus amigos. No podía escuchar sus voces. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Iba caminando y de repente se la había tragado la tierra.

¿Qué había sucedido?, ¿cuánto tiempo había transcurrido?, ¿qué estaba pasando?, ¿en dónde estaba? El correr del agua, el sonido de su caída a unos pocos metros, le dejaba saber lo cerca que se encontraba la caudalosa cascada. 

Aún después de tantos años podía sentir aquellos momentos, el dolor, los gritos, el abrazo amoroso del amigo que trataba de ayudarles. Qué lejanas se escuchaban las voces de los amigos. No pensaba en nada, trataba de entender por qué no podía darse la vuelta, en qué momento su cuerpo adoptó la posición fetal y luego no pudo moverse porque en cada intento algo se enterraba en sus entrañas y la devolvía a la misma postura. Por momentos su mente quedaba en blanco, por ella jamás pasó la idea de que podía morir allí mismo, de que su ausencia de heridas visibles ocultaba algo más grave dentro de su cuerpo. 

Volvió al presente, a la inquietud que la aquejaba, a la tristeza, la suya y la de aquel que no vaciló en saltar al vacío tras ella. Aquel que hoy, abatido y derrotado, se negaba a salir del hoyo profundo en que se iba enterrando. ¿Se rendiría ante el dolor? La taza vacía en sus manos la devolvió a la realidad y, desechando sus memorias, se aplicó en la tarea. Galletas, panes y confituras ocuparon sus horas durante el resto del día y sólo al final de la tarde retomó el hilo de los acontecimientos que marcaron ese 6 de noviembre. 

Con el delantal aún puesto se acomodó en el sofá frente al gran ventanal. Echó la cabeza hacia atrás y siguió buscando en cada detalle de lo sucedido alguna señal que le permitiera entender en qué momento se había quedado sola, con su dolor y el ajeno.

Lo que sucedió con los demás caminantes, esos amigos tan esperados, lo iría sabiendo después; la sorpresa, la angustia, el miedo que sintieron. Tan pronto lograron entender la magnitud de lo que estaba sucediendo unos corrieron de regreso en busca de ayuda mientras los demás se abrazaban y buscaban una explicación. Era mediodía y no había nadie en los alrededores. Andrea, la más valiente y atrevida, corría desandando pasos sin saber a ciencia cierta qué hacer. En su loca carrera tropezó con un niño de unos doce años,como les contaría más tarde, y le imploró por ayuda, el chico le explicó a quién debía llamar y le dejó saber que no tenía minutos, ella entonces procedió a marcar el número que el muchacho le dictaba, pero sus manos temblaban tanto que no atinaba a comunicarse y le entregó el teléfono para que fuera él quien hiciera la llamada. Le respondieron, era la emisora del pueblo y serían ellos los encargados de reportar el accidente a la estación de policía. Mientras Andrea explicaba de manera entrecortada lo que había sucedido, perdió de vista a su benefactor. Confundida y asustada retornaba al lugar del suceso cuando sus ojos divisaron algo en la montaña del frente, personas vestidas de color naranja: ¡rescatistas!  Agitando los brazos logró atraer su atención y hacerles entender que algo había ocurrido y que se necesitaba su ayuda. Fue entonces cuando abandonaron la búsqueda del joven ahogado que les ocupaba y cuyo cuerpo aparecería días después río abajo, y se dirigieron hacia ella. Poco o nada conservaba su mente de aquellos momentos, sólo el dolor, ese dolor punzante que laceraba sus entrañas cada vez que trataban de moverle para acomodar su cuerpo en la tabla que haría las veces de camilla. Su cuerpo apenas presentaba pequeños rasguños, lo que no mostraba eran los nueve pedazos en los que se había convertido su cadera.

Pasaban  las horas y el rescate se hacía más difícil a medida que avanzaba la tarde, no parecía haber otra forma de salir de allí como no fuera por aire y, sin embargo, la ayuda no llegaba. Luego de evaluar la situación, lo sacaron a él del río, su cabeza sangraba, se había golpeado contra la laja que cubría el fondo,  sus heridas eran apremiantes y había que actuar con rapidez, amenazaba con llover lo que haría más difícil cualquier labor.  Finalmente, lo estabilizaron y emprendieron el regreso. Las ambulancias habían llegado, pero había un largo trecho por recorrer hasta ellas, volver a cruzar el Paso del Ángel, esta vez, tal vez la última, en una camilla.  En medio del shock, él se negaba a que le alejaran del lugar, la ambulancia no se movía, no podían irse, él esperaba por ella mientras la sangre brotaba de sus heridas. 

Allá abajo, junto al río, yacía ella, en la misma postura, temblando, aullaba de dolor con cada intento por inmovilizar su cuerpo. Comenzaba a llover cuando la esperanza de salir de allí llegó en una voz amiga: «Llegó el helicóptero, estarás bien, vamos a sacarte», le dijo Juan Pablo, uno de sus amigos y quien había sido el único que había podido llegar al lugar en el que se encontraban. Entonces ella levantó su cabeza esperanzada para ver el helicóptero entre las nubes justo en el momento en que se alejaba, impotente, bajo el torrencial aguacero que impedía cualquier acercamiento. Fue en ese momento, el que recordaba más vívidamente, cuando comprendió que había perdido la batalla, y, acostándose de nuevo en la piedra, tuvo conciencia de que todo había terminado, la posibilidad de salir de allí se alejaba con la lluvia. El sentimiento que la embargó, la desolación, la entrega tranquila ante la posibilidad de la muerte, la había acompañado desde ese momento. La paz con que aceptó la cercanía de la muerte aún hoy la sigue sorprendiendo. 

Comenzaba a caer la tarde cuando la sacaron, atada a una tabla que izaron ante la dificultad de subir por el estrecho camino. Seguía lloviendo. El frío estremecía su cuerpo inmovilizado, a tal punto que cada sacudida hacía que el dolor fuera insoportable. La vieja ambulancia le esperaba, a los gritos él preguntaba por ella, mientras ella lloraba por él. Emprendieron el regreso, el doloroso regreso hacia el pueblo. De aquel viaje nada queda en su memoria, la ambulancia, el dolor, la llegada al pueblo y la gente que esperaba en la puerta del hospital,  pues la noticia había corrido de boca en boca, y muchos, amigos y desconocidos, acudieron a ofrecer su apoyo. 

De lo  que vino después sólo tiene presente la angustiada voz de su hija cuando le dijo que había tenido un accidente; la de su madre llorando cuando, con tranquilidad, le contó que había tenido un percance y que probablemente se había «partido las piernas», la incapacidad del pequeño hospital, que era poco menos que un puesto de salud, ante la tragedia; el dolor y, de nuevo, la ambulancia. Esta vez el viaje sería más largo, tan largo como lo fue esa noche para los que les acompañaron en la fallida aventura. 

Entre médicos, decisiones, cirugías, medicamentos y el dolor, siempre presente, insoportable, comenzaban lo que serían años de recuperación. El miedo, la posibilidad de no volver a caminar y las heridas, eran temas de los que no se hablaba. Los habían ubicado en la misma habitación, su historia era conocida por todos en aquel hospital y, si bien era trágica, conmovía lo romántico de la misma: ella cayó a un abismo, él no lo pensó y se arrojó tras ella. ¿Podría haber una muestra de amor más grande?, ¿era ese gesto lo que la hacía hoy sentirse responsable de su felicidad?, ¿había sido un acto de amor o de profunda estupidez?

Los días pasaban. Lo urgente, lo vital, había sido reconstruido. Ahora había que esperar, evolucionar y evaluar las secuelas. Los médicos habían sido claros: ella, con su cadera destrozada, se enfrentaba a la posibilidad de no volver a caminar, a pesar de los innumerables esfuerzos por reconstruirla. Él, con veintidós fracturas en su cuerpo, era un costal de remiendos. El peligro había pasado. Los ortopedistas, cirujanos plásticos, internistas y demás habían concluído su trabajo. Volverían a casa, había llegado el momento en que todo dependía de ellos, de su fortaleza y de su mutuo amor.

Entretanto, en casa, esa cabaña a la que habían rodeado de flores y que había sido hasta el momento su hogar, todo eran preparativos para su regreso. Había que adaptarla a una nueva vida. Sus habitantes, los que habían partido de paseo un sábado temprano no eran los mismos que retornaban. Se hacía necesario abrir unos espacios y cerrar otros. 

El diario vivir que hasta ayer era rosa se había tornado gris, un gris frío e incierto. ¿Qué vendría ahora? Por el momento, amigos y conocidos entraban y salían, turnándose una terapia aquí, una inyección allá, siempre una palabra cálida, un abrazo entrañable y toda clase de terapias convencionales y alternativas. Todas fueron recibidas con el mismo generoso amor con que les fueron entregadas. 

En esas largas noches de desvelo en las que el dolor físico era la constante que no permitía al cuerpo mantener la misma posición por más de diez minutos, ella repasaba la historia de ese romance que había comenzado un par de años antes y que les había traído hasta el pequeño pueblo donde fijaron su hogar y comenzaron la aventura de compartir el proyecto con el que ella soñaba desde hace tanto. Él, ese hombre amoroso y cálido que le había devuelto la confianza y la capacidad de soñar, sería el compañero perfecto. Le amaba, intensamente, locamente, sin responsabilidad alguna. En su madurez había encontrado de nuevo el amor en aquel hombre al que admiraba por su calidez, porque la hacía reír, porque tenía unas hermosas manos y una amable sonrisa pero, sobre todo, porque le había demostrado que nunca era tarde para hacer realidad los sueños. Y así, enamorados como adolescentes, se habían embarcado en la aventura de vivir en un  pueblo en el que compartirían el sueño de ella: abrir un pequeño café y hornear, experimentar, deleitar con esa magia que salía de su cocina. Fue así como exploraron hasta hallar el viejo apartamento que sería su casa los primeros meses y se instalaron a solo unos metros de donde abrieron el café. Todo iba bien, el negocio crecía y se había convertido en poco tiempo en un referente al que acudían toda clase de personajes, esos que caracterizaban al pueblo como uno de los más interesantes en los alrededores. No en vano, algunos se referían al pequeño municipio como el «lugar donde viven más locos por metro cuadrado». 

Los viejos amigos, esos de la ciudad que solían venir de visita, se maravillaban de su osadía. Pocos se aventuraban a dejarlo todo atrás y comenzar una vida a su edad, enamorados y desafiantes. En tanto ellos simplemente lo vivían, habían pasado por encima de prejuicios y temores ajenos y propios y sólo les importaba lo que sentían. Sus días solían terminar en largas noches en las que hablaban, bebían, reían y bailaban hasta el amanecer. Ella amaba escuchar sus historias, largas historias porque él las adornaba con tantos detalles que parecían no tener final.

Poco tiempo después, se mudaron al campo a esa preciosa cabaña, a unos minutos del casco urbano, alejada del bullicio del pueblo, y fue allí en donde la tragedia se les atravesó.

La casita fue ajustada a las nuevas necesidades de sus habitantes: las puertas se desmontaron y se hicieron rampas de madera para dar paso a las sillas de ruedas, de las vigas de los techos se colgaron lazos que una amorosa amiga había forrado con retazos de mantas de colores y que les permitían incorporarse del sofá. Al  final de la tarde, cada día, por muchos meses, Carlos, el vecino de al lado, llegaba con un atado de leña, encendía el fuego, las velas, les acomodaba a cada uno en un sofá, y entre aromas y masajes, llegaba la hora del descanso.

Luego de un par de largos e interminables meses, cuando ya las heridas comenzaban a cicatrizar, empezó la etapa de las terapias. Era necesario bajar al pueblo a diario y enfrentarse a la realidad: volver a ser los de antes, o de lo quedaba de ellos. Cada uno debía asumirlo desde su coraje, era el momento de poner a prueba su fortaleza.  El uno se apoyaba en el otro, le ocultaba sus temores, minimizaba sus angustias, sus propios dolores, pero mientras ella crecía con la certeza de que lo lograría, como le dijo alguna vez «de esto salgo, caminando, contigo o sin ti», él se hundía en su incapacidad justificando su debilidad en sus heridas.

Con la valentía de quien se enfrenta a lo irremediable, fueron recuperando la movilidad. De los muchos meses de ejercicios sólo tenía registrado el momento cuando temblorosa y llorando de miedo logró dar sus primeros pasos, allí en el estrecho corredor del consultorio, entre vivas y aplausos de los pacientes que esperaban su turno. En ese momento, si bien derrotó a la adversidad, entendió también que en adelante sus pasos serían como los que había descrito Andersen en La Sirenita: cada uno sería como caminar sobre cuchillos.

Apenas se dio cuenta de que la noche había llegado y seguía allí, sentada en el sofá, cuando un golpe seco la estremeció. Un rayo había golpeado la casa, o al menos así lo sintió. Se avecinaba una tormenta y era probable que se quedara sin luz. Ubicó la linterna que estaba siempre a mano, desconectó la computadora, verificó que hubiera luz en todas las habitaciones y se ocupó un rato en los quehaceres del anochecer. Alimentó su pequeña manada compuesta por un viejo golden, una cachorra callejera y  Matías, el gato. Terminó de recoger el desorden propio de un día de trabajo en su cocina. Nada de lo que hacía, sin embargo, le distraía de lo que había ocupado su cabeza todo el día: ¿de veras tenía responsabilidad en la frustración de él?, ¿en su incapacidad de aceptar la realidad y asumir que lo sucedido había sido un accidente y no una tragedia? Algo en su cabeza rondaba hace rato pero no lograba tenerlo claro. ¿En qué momento comenzó a sentirse culpable?, ¿lo era realmente?, ¿le faltaba compasión?

Buscó en la memoria los años que siguieron a esos primeros pasos. No fue fácil aprender a caminar con muletas por las calles empedradas del pueblo temiendo dar un mal paso y caer. Un día a la vez hasta liberarse. Sin embargo, transcurrieron muchos hasta que su columna encontró el balance y su pierna alcanzó los centímetros perdidos. No fue fácil para ninguno, ambos tenían graves y dolorosas secuelas que pondrían a prueba su coraje en adelante. Había que adaptarse a lo que viniera. La resiliencia era su mayor virtud. No se trataba de demostrarle nada a nadie que no fuera a ella misma. ¿Estarían dispuestos a acompañarse en ese camino?

Volvieron al café, convertidos ellos en leyenda, comenzaban de nuevo, con limitaciones. Había que vivir y hacer realidad ese sueño interrumpido, ese sueño que le pertenecía, que era de ella, sólo de ella. Lo iba entendiendo. Era ella quien crecía, la que construía y mantenía el hogar, la que se esforzaba cada día por aliviar el dolor que él sentía. Se iban alejando, en silencio, en esos silencios cada vez más largos, más ausentes, ella en su cocina, él en cuanta oportunidad de salir corriendo se le aparecía. Al principio lo apoyó, creyendo ingenuamente que si lo hacía sería con el tiempo el mismo del que se había enamorado.

Las largas horas que pasaba entre fogones y sartenes se iban llenando de desilusión. Necesitaba la fortaleza del otro. Le extrañaba ahora que él había abrazado causas perdidas que ocupaban sus días. No le reclamaba, no le reprochaba nada. Quería verle sonreír, escuchar sus historias, reír con sus ocurrencias, pero nada le devolvía a ella. 

¿Era ella la desconocida?, ¿la que se alejaba poco a poco? ¿Por qué sentía que no valdría la pena? ¿Todo no era más que una mala película que ella había construído desde su juvenil romanticismo?

Ya no tenía veinte años, ¿por qué había convertido en su cruzada la felicidad de otro? Ya no creía en ese amor romántico y telenovelesco con el que soñaba en su adolescencia.

Era casi medianoche y seguía allí, en la oscuridad, pensando, enroscando un mechón de pelo una y otra vez como hacía siempre que algo la inquietaba. Sabía que la conclusión era inevitable y aun así su cerebro no se atrevía a procesarla.  

Decepción. No era él quien la había decepcionado. Era ella la que lo había idealizado de más. 

El ulular de los búhos, ahora que la noche había despejado, subía de tono, habría cortejo. 

Sonrió tristemente. 

«Quiérase», en su mente retumbaba esa sola palabra. Lo había entregado todo y había perdido lo más importante: a ella misma. Las reflexiones que durante el día habían rondado por su mente comenzaban a esclarecer sus decisiones. No dolía.  Llevaba meses elaborando el duelo. Sola. En silencio. Observando desde la distancia, sintiéndose culpable. ¿Por qué? «No es egoísmo hacer el duelo anticipadamente», le dijo su hija, «es una forma de protegerte, mamá». 

Se sirvió una copa de vino y se detuvo frente al ventanal de la sala. Las dudas se iban disipando y su mente se debatía entre el miedo y las decisiones que debía tomar. Era más de medianoche. Podía sentir el frío penetrando en sus huesos. A lo lejos, divisaba las luces de un auto que bajaba con lentitud y rodeaba el oscuro lago. Era el viejo jeep acercándose vacilante por la difícil trocha que accedía a la casa. El nudo que apretaba su estómago se estrechaba más a medida que el camino se acortaba. 

No. No era su responsabilidad. En ese momento vio lo que tantos que la rodeaban habían querido advertirle desde el amor que le tenían y que ella, ciega en su enamoramiento, se había negado a aceptar: la tristeza y el abatimiento de él no eran más que la careta con la que protegía su desidia.

Con la copa en la mano caminó hacia la puerta mientras iba encendiendo las luces del salón. Le abrió como siempre que le esperaba ansiosa. Esta vez no hubo abrazo, esperó a que entrara y saludara a los perros que le atropellaron con inusual alegría. Se saludaron con un distraído beso en la mejilla, cruzaron unas pocas palabras y se acomodaron uno frente al otro, con el mesón de la cocina entre los dos. Era parte de la rutina: una copa mientras reían y comentaban los acontecimientos del día y los chismes del pueblo. Él de pie; ella, de frente, se acomodó en una de las altas butacas. Le ofreció el vino que sirvió en silencio. 

Él no paraba de hablar, ¿qué decía? Apenas le escuchaba, su cabeza repetía una y otra vez la misma frase que sin embargo no salía de sus labios. Sentía como bajaba la temperatura de su cuerpo, sus manos heladas sostenían la copa con dificultad. La dejó a un lado. Inhaló profundamente llenándose de valor, esperó a que terminara de hablar, le miró a los ojos por primera vez y la frase que había estado buscando en sus elucubraciones del día brotó de sus labios sin emoción, fría y despiadada: «No quiero vivir más contigo». 

Él palideció y ella sintió que el frío que la helaba le había abrazado también a él. Enmudeció y balbuceó algo que ella no entendió o no quiso entender. No le interesaba ya. Bebió el vino que quedaba en la copa y se bajó de la butaca.

«Quiérase», repetía su cerebro.  

Dobló cuidadosamente el sucio delantal que había dejado olvidado en el mesón, verificó, por enésima vez, que las hornillas no estuvieran encendidas, abrazó su soledad y sin mirarle se marchó. Sabía que algún día escribiría su historia.

*Fotografía aportada por la autora y editada por Nicolás Giraldo Vargas.

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