En primer lugar, perdón por no saber tu nombre. Es mi culpa no saber tu nombre. Ahora eres uno más de los niños anónimos que quedan en la orfandad por cuenta de la violencia de ese país maldito en el que te tocó nacer. No sé tu nombre, pero ayer te vi impotente y adolorido, mientras pateabas el suelo, golpeabas las paredes y gritabas desde lo más profundo de las entrañas mientras el cuerpo de tu mamá, Maria del Pilar, estaba yerto en el suelo con dos disparos en la cabeza después de que un sicario le arrancara la vida a ella y te desgarrara el alma a ti.
Perdón por no comprender cuánto dolor se puede sentir al ver cómo el ser más amado del mundo es arrebatado frente a tus ojos sin poder hacer nada. Mientras ella agonizaba en tus brazos a ti se te iba la inocencia para siempre. Has tenido que padecer la peor cara de la crueldad humana que sin compasión rompe los afectos de un solo golpe ¡Pum! ¡Pum! y a cobrar. No importa cuánto sufrimiento se vaya regando en el camino. Qué tendrá en la conciencia la persona que ve a una madre despedirse de su hijo de nueve años y allí, sin más trámite, le dispara ante la mirada atónita del crío, que no sospechaba ni siquiera que ese sería el último abrazo que tendría de su mamá. Cómo se puede ir tan tranquilo y subirse en la moto del encomendero de la muerte y largarse así, sin más, cuando en solo unos segundos segó una vida y destrozó otra. Qué veneno ha de correr por esas venas.
Perdón niño por no poder explicarte nada de lo que estoy escribiendo. No tengo palabras para explicártelo y si las tuviera ni tú ni yo podríamos comprenderlo. Naciste en un país enceguecido por el odio, el poder y la sed de venganza. Quizás lo sabías, pero ahora, a pesar de tu corta edad, estás seguro. Y de la peor manera.
Naciste en un país que se ensaña con los más pobres que mueren por millares ante la mirada indiferente del establecimiento solo por eso, porque son pobres. Si el ejército necesita mostrar resultados, no pasa nada, allí están los muchachos pobres para ser asesinados y así inflar las cuentas de los gendarmes de la guerra para posar con la “v” de la victoria al lado de bolsas ensangrentadas, como si eso fuera el símbolo de un triunfo. ¿Cuál triunfo? Son muertos, hijos de gente pobre. Ese solo es el triunfo de la barbarie, de una sociedad enferma y desquiciada que desprecia la vida.
Naciste en un país que se ensaña con los pobres mil veces desplazados de un lugar a otro, arrancados a la fuerza de pedazos ínfimos de tierra porque el latifundista siempre quiere más hectáreas y hectáreas de potreros para un par de vacas allí pastando hasta el cansancio, en donde cabrían familias enteras para procurarse apenas la subsistencia. Quien se atreva a permanecer en esa tierra para reclamarla como suya porque la ha regado con su sudor, la ha labrado con sus uñas y la ha hecho germinar con sufrimiento, será masacrado en nombre de los propietarios, de “la gente de bien”, el eufemismo con el que se autodenominan los dueños de todo en Colombia. Y estará bien, porque no ha muerto un campesino procurándose la vida, sino un vulgar usurpador. Un usurpador que había sido en vida mil veces despojado, desplazado y humillado. Esa tierra volverá a alguna vaca echada, rumiando pasto ensangrentado, en nombre de la seguridad democrática.
Naciste en un país que discrimina, segrega y oprime, que evita cualquier intento de los pobres por organizarse y que tiene élites poderosas, públicas por la mañana, clandestinas en la noche, moviendo sus hilos macabros para que cualquier intento de la comunidad por reclamar sus derechos sea reprimido por el plomo, para que cualquier voz que se alce para pedir lo justo sea silenciada. En ese país que te quitó a tu madre, los políticos crean las necesidades que ellos mismos prometen resolver, una y otra vez en cada elección, jugando con las ilusiones de la gente pobre y aprovechándose de su ignorancia. Esas élites que destrozan el tejido social de comunidades pobres, dividiéndolas y haciéndolas odiar, como odian ellos a los pobres, con la diferencia de que ellos, los ricos, casi nunca ponen los muertos y cuando los matan, por alguna extraña circunstancia, esos muertos sí valen, sí se lloran, sí son importantes. Esos muertos sí indignan, porque eran de “la gente de bien”.
Perdón niño por no haber podido cambiar nada de tu país en lo que llevo de vida. Lo siento mucho, me duele mucho, pero eso no sirve de nada. Mi voz ha sido tímida y mis letras cortas. Perdón niño por no haber hecho lo suficiente para evitar la muerte de tu madre ayer, cuando salía de tu abrazo a sus labores diarias. Perdón niño porque otra vez dejamos ganar a los mismos, a los de siempre, a los que acaparan la tierra, la riqueza y el poder. Perdón niño porque tu país en realidad es de ellos y lo van a seguir demostrando a sangre y fuego.
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