Por Andrés Felipe Giraldo López
Mi nombre es Pamela. Siempre pensé que la cárcel era peor que la muerte. Y soy alguien que sabe de la muerte. Desde que tengo uso de razón me estoy suicidando porque la distancia que existe entre lo que soy, lo que quiero ser y lo que la sociedad me permite ser me ha hecho perder las ganas de vivir. Pero siempre, en el momento definitivo, desisto. No sé si por masoquismo, cobardía o curiosidad. Creo que es curiosidad. Siempre quiero saber qué pasará mañana a pesar de la tristeza. Supongo que un día voy a ser feliz y no me quiero perder ese día. Ilusión, le llaman. También me ilusiona saber que voy a morir sí o sí, así no sea por mi propia mano.
En este momento estoy presa de dos maneras. No sé cuál es peor. Estoy presa en una cárcel de pueblo porque le corté el pene a un depravado que quiso abusar de mí. Yo no era prostituta. Nunca lo he sido. Pero los habitantes de este infierno dan por descontado que un hombre que se viste de mujer y le salen tetas es puta. O puto, porque todavía tengo mi pipí en donde nació. Como te ven depende del deseo del aberrado. El juez municipal me condenó a cinco años de prisión. De nada sirvieron los alegatos de mi abogado que reclamó el derecho a la legítima defensa teniendo en cuenta que el cuchillo que usé para atacar a mi violador era el mismo con el que él me había intimidado para que cediera a sus pretensiones. El abogado también quería que le pagara en especie. Afortunadamente tenía unos ahorros. Pero no me defendió con mucho interés. Mi condena lo demuestra. Y además estoy atrapada en este cuerpo de hombre que vuelve a llenarse de vellos y rasgos masculinos que detesto porque no soy yo. Acá encerrada no me puedo aplicar las hormonas para feminizarme. Aunque lo tengo autorizado, la mafia del penal hace que sea demasiado costoso y no tengo con qué pagar ahora. Ni siquiera en especie.
Creí ser feliz alguna vez, me enamoré de un buen hombre, pero ya no está.
Fue amor a primera vista. Edwin Huertas Benavides, el dragoneante de turno de la modesta cárcel de Anapoima a donde me llevaron desde el principio, me abrió la puerta de la celda. Yo venía caminando con el director de la prisión, un hombre rollizo con la barba descuidada, el cuello de la camisa raído y con un pronunciado olor a tufo de cerveza y aguardiente que ya hacía parte de su aroma natural. El director me balbuceaba algunas palabras incomprensibles al oído mientras me mandaba la mano a la cola y se burlaba de mí. Le quise romper la nariz de un puño, pero ya tenía suficientes problemas.
Edwin me dejó entrar a la celda y le cerró el paso al director. -Señor, me disculpa pero el director no debe pasar a la celda. Corre peligro con los internos. Usted comprenderá. Acá hay gente muy peligrosa que no lo quiere. Lo hago por su bienestar, señor- le dijo al manteco ese con mucho respeto. Desde ahí me encantó. Sin mayor resistencia y diciendo groserías, como siempre lo hacía, el director volvió a su oficina, un cuchitril descuidado con una silla y un escritorio al terminar el pasillo que llevaba a las celdas.
Edwin me preguntó el nombre sin sostenerme la mirada, con una timidez que me pareció ternura.
-Me llamo Pamela- le dije susurrándole al oído. Se sonrojó.
-Siga con los demás reclusos- Me dijo en voz baja.
A los demás presos les gritó: -¡El que la toque se las ve conmigo! Acabé de brillar el bolillo, ¡Crápulas!-.
Uno de los prisioneros se burló y en tono afeminado respondió -Como diga mi dragoneante-.
Edwin no dudó en clavarle el bolillo en las costillas. La celda quedó en silencio. Nadie dijo nada. Nadie se burló más.
La prisión de Anapoima solo era de una celda para personas sin condena. De paso, nada más. Pero quedé atrapada allí indefinidamente porque me resistí a ir a una prisión de hombres que era lo que ordenaba el juez. Esa fue la primera tutela que me ayudó a escribir Edwin en sus ratos libres. Por eso supe que estudió cuatro semestres de Derecho y que se retiró porque no tenía con qué pagar la carrera después de que se murió su papá. Otro juez me otorgó medidas cautelares ordenando no moverme de Anapoima hasta que el Tribunal Administrativo de Cundinamarca no se pronunciara de fondo sobre su lugar de reclusión. Esa decisión sigue esperando en la desidia institucional que todo lo deja para después. Así han pasado dos años. Por eso quedé allí, en el limbo, viendo entrar y salir hombres de una celda. Siempre me maltrataron de palabra, obra y omisión. Y siempre Edwin tuvo su bolillo listo para hacerme respetar, sin importar lo que pensaran de él.
Edwin decidió sacarme por las noches de la celda, después de que el director salía para su casa. Pidió que solo le dejaran el turno de la noche, el que menos se peleaban sus compañeros que tenían familia y el que menos querían. Edwin era soltero y sin responsabilidades familiares. Me protegió cada noche llevándome al cuarto de descanso de los guardias sin pedirme nada a cambio, sin tocarme un pelo. Me enamoré de Edwin. Nunca me habían tratado con tanto respeto, con tanto cariño, con tanta consideración, como la dama que yo era, que siempre había sido y que empezó a vestir de mujer cuando un médico endocrinólogo le confirmó a mi mamá que tenía más hormonas femeninas que masculinas. Esa noticia le cayó muy mal a mi mamá que jamás dejó de decirme, una y otra vez, que sobre su cadáver sería Pamela. Para ella siempre seré Raúl. Pero Raúl se murió. Yo lo maté. Sobre el cadáver de Raúl yo soy Pamela.
Tomé la iniciativa del romance una de esas noches en las que Edwin me trasladaba de la celda al cuarto de los guardianes. Le tomé la mano con suavidad y le di un beso en la mejilla. Edwin captó el mensaje y me devolvió el beso en la boca, con pasión. Lo demás sucedió cuando cerramos la puerta del cuarto de los guardias. No les cuento más. A nadie le debe importar lo que sucede en la intimidad. Desde ese momento fuimos de día un guardia respetuoso y una mujer transgénero cautiva, cuidandero y prisionera. Nada más. De noche éramos el uno para el otro, mientras el sosiego de la noche en una cárcel lo permitiera y Edwin tuviera un turno tranquilo.
Con el paso del tiempo la situación se hacía insostenible. Las miradas eran delatoras y no podíamos evitar el roce de las manos que los demás internos veían con sospecha. Entonces, Edwin decidió contarle al director de la cárcel lo que estaba pasando. Estaba dispuesto a todo por mí, su amor, la mujer que lo hacía feliz en esas noches que antes eran la mata del aburrimiento extremo o de los problemas que lo podrían matar. El director lo miró a los ojos entre confundido y sorprendido. Le respondió a Edwin con una carcajada y le dijo -Al fin ¡Maricón! Hasta que saliste del clóset. Te enamoraste de un hombre con tetas. Yo sabía que eras loca. Tanta formalidad es de maricas-. -No señor, me enamoré de una mujer que tiene más güevas y más carácter que usted- respondió Edwin sosteniendo su mirada fija en los ojos rojos del director enguayabado. El director alzó la mano y Edwin levantó el bolillo.
Lo echaron al instante, sin un proceso de por medio, sin nada que nos pudiera salvar de vernos alejados para siempre. Muchos prisioneros declararon contra Edwin por los golpes que les dio al defenderme y se fue sancionado. Nunca más lo volví a ver. Los presos que llegaban me decían que traían cartas de él pero nunca pasaron la requisa y después de que golpearon a varios por hacer el intento nadie más se animó a servirle de correo. Ahí murieron las cartas. Con el tiempo murió el amor.
Un día el director me citó a la oficina para preguntarme cómo era lo de las hormonas. Parece que le habían llamado la atención porque al INPEC le habían llegado las quejas de Edwin denunciando todos los derechos que me estaban violando acá dentro. Le conté y a la semana siguiente llegaron de nuevo las hormonas, me pude inyectar y fui recuperando de a poco la feminidad que tanto había extrañado. Adiós vellos, bienvenidas de nuevo tetas. Mis rasgos naturales son más bien femeninos, con algunas excepciones en la mandíbula y los pómulos que sé disimular con buen maquillaje. Cada vez me sentía más bonita, más mujer. Pero no fui la única que lo percibió. El director me llamaba con más frecuencia a su oficina. Primero con cualquier pretexto para ver si tenía implementos de aseo u otras cosas. Después me empezó a acosar y como no cedí, un día cerró la puerta de su oficina y con arma en mano me obligó a practicarle sexo oral. Asco. Asco y rabia. Rabia y tristeza. Tristeza e impotencia. Otra vez estaba en manos de un depravado sin poder hacer nada, sin poder defenderme, sin Edwin para que alguien me hiciera valer. Se lo quería morder pero sabía que sería mi último mordisco con el cañón de su revólver en la cabeza.
La mamada se volvió un ritual de medio día. Cada día entre la 1:30 y las 2:00 pm el director llegaba hasta la celda y gritaba: -¡Raúl, venga para acá!- Yo iba. La vez que me negué un par de guardias me sacaron por la noche, me empelotaron y me bañaron con agua fría antes de cogerme a patadas. Odiaba que el manteco ese me dijera Raúl, sabiendo que yo era Pamela, cada día más Pamela a pesar de lo duro que era para mí ser Pamela y no Raúl. Ni a mi mamá le permitia que me dijera Raúl, que insistía con el Raúl hasta cuando me le ponía las medias veladas y me le echaba el maquillaje. Un día me dijo “en esta casa solo hay espacio para Raúl. Pamela se va para la mierda”. Entonces me fui. Yo era Pamela, me sentía Pamela, quería ser Pamela.
Un día no aguanté más y me emputé con el director por una palabra mal dicha en un momento inoportuno. Le respondí con toda la ira que me cabía entre la espalda y las tetas frente a los demás reclusos y los guardias que lo acompañaban:
-¡Pamela! ¡Dígame Pamela! Si me vuelve a decir Raúl le rasguño esa cara de monja rechoncha que tiene usted, director de mierda, como la gata que soy ¡Pirobo!. Por eso dígame Pamela director ¡Pamela! Por culpa de mi mamá me fui para la mierda y llegué hasta acá, lo más mierda de la mierda, junto a usted, que es la mosca de la mierda. Entonces no me diga Raúl que usted bien sabe que me llamo Pamela. Cuando me obliga con su fierro a la mamadita diaria me dice entre gemidos “sí, así Pamela, mamacita” y hasta me acaricia el pelo como si fuera su mujer. Hasta besitos de lengua me ha dado. No se me haga el marica ahora, malp…-. Esas fueron mis últimas palabras antes de que el director Pedro Libardo Casallas Monterrosa me callara con un bolillazo en los testículos. El bolillo que le quitó a uno de los guardias mientras yo le daba mi discurso. Me revolqué en el suelo de dolor con la mirada perdida en el cielo y mis dos manos agarrándome el vientre. El director Casallas me dijo después de escupirme: -Usted podrá tener esa boquita mamadora de Pamela. Pero esas güevas que le acabo de reventar son de Raúl. Usted se llama Pamela cuando me lo mama o cuando yo quiera. Pero para que me obedezca acá adentro, es Raúl. Sépalo y no se le olvide. ¡Raúl!-
Como pude me agarré de una de las rejas de la celda para levantarme y lo miré con odio, caminé hacia él con determinación y le hablé directo, sin rodeos. -Si a alguien le tengo que decir hijueputa se la voy soltando sin adornos, porque los hijueputas son hijueputas. Los hijos de las prostitutas no son hijueputas. Esos son niños que nacen con la inocencia frágil. Y usted director, usted es un hijueputa-. Aún tenía los ojos llorosos y la respiración entrecortada. El director levantó el bolillo otra vez pero el guardia lo desarmó y otro le pidió que se calmara. Los demás reclusos se estaban amotinando y la cosa pintaba mal.
El director no me volvió a buscar y a los meses lo cambiaron. También desaparecieron las hormonas y los privilegios para Pamela, la puta. Los demás reclusos le perdieron el miedo al gordo desagradable y por ahí derecho el respeto. El director nuevo había trabajado con Edwin, fueron muy amigos y le prometió cuidarme y protegerme. Ha cumplido todo este tiempo, pero dice que las hormonas son muy caras y que el presupuesto no alcanza para ello. No es verdad, pero qué más da. Luego me las compro yo. Mi pena se cumple en un par de meses porque Edwin apeló la condena con la firma de un abogado y redujeron la sanción. Pronto saldré de acá. Yo solo quiero salir para seguir siendo Pamela, la mujer, no la puta que los depravados creen que soy. Me da pesar por Edwin, sé que él me quiere pero yo ya no. Acá me sacaron a bolillazos el corazón. El corazón y las güevas. De todo eso ya queda poco. Libre seguiré viviendo. Al menos por curiosidad.
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