Por Andrés Felipe Giraldo L.
Todos los días me pregunto (y a veces me preguntan) si Colombia podría ser un mejor lugar para vivir. Más ahora, que me encuentro lejos, con el regreso en el horizonte, como si fuera un reloj en retroceso o una mecha que se extingue. Me duele decir que me agobia el regreso. Y la verdad no sé qué responder. O sí sé. Pero también me duele la respuesta.
Y es que las cosas que suceden en la cotidianidad de un país tan convulsionado como Colombia descorazonan a cualquiera.
Se llamaba Juan Carlos Galvez, tenía 27 años y estaba en su primer día de trabajo como domiciliario. Llevaba unas hamburguesas al sur de Bogotá y después de dejarlas fue abordado por un sujeto que iba a robar su celular. Juan Carlos hablaba con su hermano Kevin en ese momento. Kevin escuchó todo, hasta el disparo que acabó con la vida de Juan Carlos. Cuando llegó a socorrer a su hermano él todavía estaba con vida, pero ya era demasiado tarde. El asesino disparó a quemarropa, con total sangre fría.
Se llamaba Anderson Arboleda, tenía 19 años. Estaba en la calle e iba para su casa en Puerto Tejada, Cauca. Como no cumplió con el confinamiento por la pandemia, y discutió con las autoridades que le reclamaban, un par de policías lo agarraron a bolillazos en la cabeza. Anderson se acostó esa noche a dormir entre lágrimas, le dolía la cabeza. Jamás volvió a despertar. Las investigaciones están embolatadas. Hasta ahora los responsables no asumen las consecuencias y la policía se escuda en que nadie había puesto la denuncia, como si no existieran razones para que les tuvieran miedo.
Se llamaba Luz Amparo García Álvarez, tenía 56 años y vivía en el barrio los Ciruelos de Ibagué. Su expareja le propinó una puñalada en el abdomen en medio de una discusión. El asesino se entregó a la fiscalía después de grabar un video en el que decía que amaba a Luz Amparo y pedía perdón a sus hijas. El “amor” es la excusa de la mayoría de feminicidas.
Se llama Alejandro López, (este sobrevivió) y fue arrollado en su bicicleta en la carrera séptima de Bogotá por un taxista, después de que López le hiciera un reclamo porque el taxista había hecho un giro en U que estaba prohibido. Steven Romero, el agresor, terminó su faena diciéndole a Alejandro, quien sostenía su bicicleta destrozada, “siga con su vida que acá no pasó nada”. Y es que nunca pasa nada, y los que quedan vivos siguen con su vida, porque qué más se puede hacer.
Estos hechos son recientes y se hicieron visibles porque alguna cámara de celular estaba encendida en el lugar o porque algún periodista se interesó en el caso. Son muchos, muchísimos hechos más de este tipo sobre los cuales solo se enteran implicados y dolientes.
Todas estas personas eran ciudadanos comunes, que viven con el peligro permanente, casi que natural, de un país inseguro, en el que la justicia es ineficaz y lenta y las autoridades son tremendamente abusivas y corruptas. La desgracia les sorprendió en cualquier momento, sin previo aviso. Colombia es un país en el que la vida vale muy poco. Por eso fue fácil graduar de héroe al médico que mató a las tres personas que lo iban a atracar, y hasta la propia alcaldesa, que debería garantizar la seguridad de los ciudadanos, terminó aplaudiéndolo.
Sería un acto de hipocresía pura de mi parte decir que esto podría mejorar, porque la violencia, la hostilidad y el miedo se perciben como elementos propios de una cultura paranoica. En las calles las personas caminan prevenidas, asustadas, con la mirada dura y los dientes apretados, como aguantando la respiración. Me lleno de una energía terrible solo con recordarlo.
Mi apartamento en Bogotá queda cerca de un parque que a su vez queda entre dos calles cerradas. A ese parque sacaba a mi bebé a jugar o a tomar el sol. Era normal ver cómo las motocicletas, en vez de dar la vuelta por la calle para seguir su camino, se subían por los andenes del parque para cortar el trayecto que había entre las dos calles cerradas. Yo les hacía el reclamo, pero nunca escuchaban, no les importaba. Un día decidí pararme al frente de una de esas motocicletas para no dejarla pasar. Obviamente el tipo me echó la motocicleta encima y pasó. Una vecina que veía el cuadro, me preguntó que por qué yo había tenido esa reacción violenta, que si me quería hacer matar. Yo era el violento, el insensato. Cómo se me había ocurrido hacer eso. El cabrón no era el tipo que se pasaba por los senderos de un parque lleno de niños. Era igual cuando le hacía el reclamo a las personas que parqueaban sus carros sobre los andenes y no me dejaban espacio para pasar con el coche de mi hijo. Cuando les reclamaba me miraban como si el loco fuera yo, me tachaban de intolerante y de irrespetuoso. Qué desgaste, qué impotencia, qué rabia tan inútil, qué mierda una sociedad que se comporta así y qué absurdo que hayamos naturalizado esos comportamientos como parte de la normalidad.
Debo confesar que esta columna la escribo con una desazón infinita, extrañando mucho a las personas que quiero y que me quieren en Colombia, pero con un masacote amargo en la garganta de tener que volver a estas microviolencias diarias, que unidas forman un ambiente tremendamente hostil y conflictivo en el que perdimos la capacidad de resolver los conflictos de manera pacífica porque siempre andamos con los puños cerrados esperando a ver desde dónde nos van a atacar para defendernos. Me podrán decir que estoy exagerando. Yo solo les digo que acudan a sus propios recuerdos. Si esto no les pasa, si no se sienten así, pueden considerarse privilegiados, en un país en el que hasta un poquito de tranquilidad es un privilegio.
A diario temo por las personas queridas que están en Colombia. Tampoco creo que acá esté inmune. Pero sí se reduce en un gran porcentaje la incertidumbre de las cosas malas que me podrían pasar. La violencia es la excepción, no la regla, como debería ser en cualquier sociedad sana.
Entonces cuando me preguntan que si en Colombia se podría vivir mejor no encuentro más respuesta que el silencio y unos suspiros muy profundos que me traen recuerdos malucos. Solo sé que con no andar por ahí jodiendo la vida de los demás, ya se hace mucho, muchísimo por una sociedad más potable. Pero también hay que saber defenderse, reclamar derechos y evidenciar atropellos. Ahí es cuando la pirámide de los valores se invierte y se vuelven difusos los límites entre lo correcto y lo incorrecto. Cómo encontrar la justicia sin convertirnos en un país de vengadores en el que entre una víctima y un victimario solo hay un disparo de diferencia. Cómo lograr un mejor ambiente para vivir en el que la injusticia y la impunidad no sean la regla. Tengo muchas preguntas y muy pocas respuestas, mientras la mecha que me lleva de regreso se sigue extinguiendo. Ya veremos qué pasa. No sé, es la respuesta a todas mis preguntas cuando de Colombia se trata. Y me da tristeza.
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