Siento que nací para ser viejo. Para mí la juventud no ha sido el frenesí de vivir rápido e intenso, aprovechando cada instante para descubrir el mundo, sus tentaciones, sus encantos y sus excesos. No, mi juventud ha transcurrido en gran parte echado en una cama, en un prado, en un sillón o por ahí, caminando entre árboles y gente, imaginando mi vejez, que de a poco se acerca.
Es paradójico construir desde la imaginación algo tan incierto como la vejez. Porque antes de la vejez está el resto de la vida que es impredecible, cambiante, traumática, compleja y que en cualquier momento se acaba. Incluso y con muchas probabilidades, antes de la vejez.
Yo no me imagino una vejez responsable, sosegada y quieta. Tampoco me imagino esa vejez que se la pasa añorando la juventud, que intenta recuperarla a punta de bisturí, ejercicio, medicamentos y bálsamos de mentiras y fantasías que se compran con dinero. Que hace que lo demás envejezca para que uno parezca joven o que desnuda lo pueriles que podemos ser en el desespero por cambiar lo que ya no cambia.
Mi vejez la imagino como mi juventud, esperando algo más de algo posterior. Es decir, quizás imaginando mi muerte y lo que habrá después de esta. Y no porque crea necesariamente en la vida después de la muerte o en la reencarnación o en todos esos mitos creados por las religiones para mitigar el temor que provoca el más allá y hacer un negocio de ello. Pero sí me causa curiosidad pensar qué puede pasar con el alma cuando se le cae el edificio. También imagino mi vejez recordando. Recordando esa juventud cuando añoraba ser viejo. Recordando esas camas, prados, sillones, árboles y gente que me sirvieron de escenario para verme canoso y arrugado, proyectado en mi letargo de caminar cansino, de mi respiración forzada, de mi chasquear de quijada y crujir de articulaciones. Voy a recordar mi juventud imaginándome viejo.
Espero con mucho optimismo tener un lugar mío. O de mi esposa, quizás, en donde aún quepa yo. En ese lugar, en su corazón y también en muchos de sus recuerdos. Ojalá ese lugarcito sea una finca clavada en una montaña, con vista a otras montañas, lejos del ruido y de la gente, porque presiento que el tiempo y los hechos me van a acercar más a los árboles y me van a alejar de las personas. Ojalá pase cerca una quebradita que me arrulle el pensamiento.
Me veo sentado, mi posición favorita en el universo, en una silla mecedora cuyo vaivén acompase el ritmo de la enfermedad que a esa edad me haga temblar. Quisiera un perro grande que se eche a mis pies. Igual de viejo y gruñón que yo, que le dé pereza correr. Que se deje acariciar inmutable y que no demuestre mucho cariño. Quisiera también un bastón macizo, que me lleve de la silla a la baranda de un balcón que me permita mirar el mundo que se muere a mis pies. Porque cuando uno muere, todo muere con uno. Y que me lleve de la baranda a mi cama, a dormir muchas veces al día, con el anhelo hermoso de no volver a despertar. Quiero unas encías fuertes para cuando me falten los dientes y una pipa antigua camuflada en una mata que me recuerde a mi padre. Fumaría tabaco picado a escondidas, de a cuatro o cinco chupones por tarde, hasta que la tos me delate.
Quiero la compañía de alguien que no sienta mi ausencia. Que no resienta mis horas metido en mí mismo, jugando con las gafas bifocales, variando entre el paisaje a lo lejos con un cristal y la mariposa posada en mi brazo con el otro. Que no se asuste cuando hable sólo y que sepa que mi locura y mi amargura sólo hacen parte de mí. Alguien que con el tiempo, mucho tiempo, se acostumbre a mis estupideces y se ría de mis torpezas. Que mis hijos y nietos vengan a visitarme de vez en cuando para que me cuenten cómo es el mundo que han tragado con sus ojos y que yo les cuente cómo es el mundo que he tragado con mis vísceras.
Cuando sea viejo, quiero masticar todos los días mis remordimientos, mis resentimientos, las sensaciones rancias que se quedaron en mi paladar eternamente, mis dolores perpetuos, el arrepentimiento por lo que hice y por lo que no hice y hacer con todo eso un mazacote para bajarlo despacio con vino en sorbos pequeños, al son de música vieja que, quizás, sea esa música que escucho ahora.
Nací para ser viejo. Transcurro mis días esperando a que el cuerpo me avise que el momento llegó. Que me diga que la codiciada juventud se ha acabado del todo, que ni rastro queda de ella. Y entregarme así a lo único a lo que hemos venido al mundo, a esperar ese instante mágico en el que volveremos a ser lo que siempre hemos sido: Nada.
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