No recuerdo cómo suena la voluntad cuando se rompe, pero creo que a la mía la oí crujir hace un tiempo, mucho tiempo. Esta inercia de la vida que me va llevando sin que yo oponga resistencia o me quiera sobreponer, solo habla de un ser tirado en el asfalto, revolcado en el fango o absorto en el pasto esperando a que los días le pasen por encima hasta su último suspiro, sin saber cuándo va a llegar esa exhalación de libertad.
Hasta escribir me cuesta, como me cuesta hace tiempo organizar las ideas para echarlas acá relativamente ordenadas para que usted me entienda, para que al menos yo me entienda. He vuelto a los estanques panditos en donde mis pies hacen ondas y chapoteos sin ir a ninguna parte. Ya perdí la cuenta de cuántos textos he escrito solo por escribir, cuánto tedio se me ha escurrido por los dedos en este teclado, cuánta espiral difusa he recorrido escribiendo en párrafos inocuos que no vienen de, ni van para ninguna parte. Es como si a un tubo atascado le tirara piedras para romper el taco pero así solo logro que se atasque más y más, con piedras cada vez más pesadas que se acomodan mejor para no dejar pasar nada, ni siquiera una pizca de ingenio, un resquicio de imaginación o alguna gota de coherencia.
Lo peor es que ya perdí la vergüenza y vengo acá sin pudor a jugar a las letras de la nada, sin temor de perder y sin ganas de ganar. Soy un éxito fracasando. Siempre pensé que escribir me liberaba, me aclaraba, me exorcizaba, pero acá estoy una vez más bailando con mis demonios al compás de mis falanges pegándole a las teclas. Y mientras bailo al son de la percusión de estas letras sin rumbo, veo a las musas borrachas y a mi inspiración perdida.
No tengo la menor intención de hacer de esto algún manual para salir de la angustia y el desespero, no, solo estoy acá desesperado y angustiado viendo escritas esas palabras una y otra vez como si se me las estuviera tatuando en el alma, sin contenerme y sin remordimiento. No puedo dejar de leerme sin enredar mis manos en el pelo llevándolas hasta el rostro para que se queden posadas sobre mis ojos por un instante porque no quiero ver más las diatribas acá plasmadas. Pero cada vez que cierro mis ojos me encuentro de frente con lo que llevo dentro, que tampoco me gusta tanto. Entonces abro los ojos de nuevo, me quito las manos de la cara y miro por una ventana para encontrar algo de horizonte. Solo veo precipicios y cumbres, y tengo miedo de caer y pereza de subir, entonces me quedo acá de nuevo, encerrado, otra vez mis manos al pelo, a la cara, sobre los ojos y sobre mi miseria como si apagara y prendiera frenéticamente la luz de un cuarto desordenado, pequeño y húmedo para ver si de pronto en una de esas, cuando vuelva la luz, todo estará organizado de repente, sin que yo haga nada, solo porque prendí la luz o porque se fundió el bombillo.
Ni siquiera estoy gritando para pedir ayuda, porque no la necesito, no me falta nada, la inercia de la que hablo no me lleva al mundo de las necesidades ni las privaciones. No me lleva a ninguna parte, al menos por ahora. Tampoco quiero encontrar el camino, porque no sé camino para qué ni para dónde, solo quiero un lugar sosegado para contemplar el paisaje, sin estar cerca de los precipicios ni las cumbres, no quiero tener que levantarme ni quiero ser el ave Fénix que renace de las cenizas. Quiero ser cenizas y que me lleve el viento a donde se le dé la gana. En fin, solo quiero recostarme como ave o como cenizas sobre mi pesado cuerpo al vaivén de una mecedora de mimbre que no esté rota con un perro viejo a mis pies que no me pida cariño y que esté tan aburrido como yo, mirando lo mismo, pensando lo mismo, sintiendo lo mismo que yo. Prefiero usar el aire de esos gritos atascados tarareando canciones de las que ya se me olvidó la letra para no pensar porque con el pensamiento vuelven el desespero y la angustia.
Por fin leí el libro de Viktor Frakl “El hombre en busca de sentido” que tantas veces me dejó mi padre debajo de la almohada cuando me veía deprimido. Lo leí cuando él ya no está y no le puedo preguntar qué quería que yo encontrara. Parece obvio, pero las respuestas que encontré allí fueron como acertijos que ahora no puedo resolver. O no los quiero resolver. En líneas gruesas el mensaje del libro es que el sentido de la vida está en el propósito que le demos a la vida, sin mayores pistas. Por ejemplo, para Frankl el sentido de su vida en el momento más crucial y difícil de su existencia era salir vivo del campo de concentración en el que lo tenían los nazis en condiciones infrahumanas para poder ver de nuevo a su esposa y a sus padres. Eso lo mantuvo vivo. Cuando por fin salió del campo de concentración al cabo de los años, gracias al fin de la guerra y la derrota de los nazis, supo que sus padres y su esposa habían muerto en otros campos de concentración. ¿Entonces? Lo mantuvo vivo una ilusión, no un propósito. ¿Es la ilusión un propósito? No sabemos que nos espera al final de nuestros propios túneles, simplemente los pasamos de un extremo a otro, no sé si por el propósito, la ilusión o por mera curiosidad. En mi caso creo que es lo último. En el caso de Frankl, si bien no encontró a sus familiares jamás, encontró el sentido de la vida bautizando a la ilusión como propósito y haciendo un libro de ello. En cambio yo todo lo que termino, lo poco que termino, lo hago por la curiosidad de saber qué habrá al final, no por voluntad, no por ilusión, no por un propósito. A mi vida la mueve la curiosidad. Quizás satisfacer la curiosidad es para mí el propósito, como lo era para Frankl mantener la ilusión. No sé, lo sabré cuando termine todo esto, por pura curiosidad. Como pueden ver, lo que menos se me da es la claridad.
Mi voluntad anda rota y no la quiero reparar. No quiero mirarme otra vez al espejo con cara de intención y la mirada triste, porque los ojos dicen la verdad así el rostro nos engañe. No quiero vivir en el reino del hubiera sido que habita en mi imaginación pegado de una voluntad atrofiada en un cúmulo de promesas sin cumplir, de tareas sin hacer, de largas noches de insomnio pensando y de días insoportables en donde ando a rastras para sobrevivir con la voluntad quebrada. No quiero aparentar que esto le va a servir a alguien para algo, ni siquiera me sirve a mí. No quiero decirles que todo estará bien y que mañana será mejor, no lo sé. Yo solo vivo por la curiosidad de saber qué va a pasar mañana. Quizás sea mejor, quizás peor, no lo sé, solo lo sabré mañana si es que ese mañana llega. No quiero ser un modelo a seguir para nadie, ni un referente, ni nada que me implique una responsabilidad con los demás, solo quiero regar mi bilis en esta pantalla para sentirme más liviano, menos ebrio de mis propios fluidos plagados de incertidumbre.
Parece que tuviera vacío el espíritu pero no es así, lo tengo lleno de dudas. Algunos llenan su espíritu con algún dios y dios para mí sigue siendo una duda. Ahora que mi hijo Felipe, el pequeño Felipe tiene tres años, y sus preguntas son un hilo interminable de porqués, he comprendido que dios, ese que es el camino, la verdad y la vida o el mío, que es una incógnita eterna, o todos los demás que son lo que cada uno percibe de ellos, surgieron de las preguntas de un niño que en algún momento, después de tantos porqué, se quedaron sin respuesta.
Perdón por venir otra vez ante sus ojos sin nada novedoso que darles, yo solo he venido a mostrarles la fractura abierta que dejó mi voluntad cuando se rompió, a decirles que no sé si es que no me duele o que estoy anestesiado y que me da miedo despertar con dolor, que sigo escribiendo solo por escribir pero que me estoy cansando de no escribir nada porque hasta la pereza cansa. He pasado por acá a presentarles mi cinismo rendido vacío de voluntad. Porque el cinismo es el refugio en el que nos escondemos quienes agotamos las excusas y a pesar de todo tenemos que lidiar con ello porque seguiremos viviendo, por pura curiosidad. Perdón si los he cansado, no era mi intención. No tengo ninguna intención, solo tengo la voluntad quebrada, muchas preguntas y muy pocas respuestas.
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