Por Francisco Javier Méndez Giraldo
A veces me imagino que soy otras personas. Cuando voy en el bus mientras anochece y miro las luces prendidas de los apartamentos, pienso en cómo sería mi vida si yo fuera el tipo sentado en su computadora que aparece a través de la ventana. Luego detallo los parques y me imagino de niño revoloteando por ellos, mientras mis padres me gritan que hace frío y es hora de entrar. No me malinterpreten, no es que no esté conforme con lo que he sido en estos 25 años, simplemente en ocasiones me aburre ser el mismo de siempre. Para eso estarán los libros, supongo, para ponernos en piel de otro y sacarnos de nuestras rutinas de vez en cuando.
A pesar de estas fantasías y de la lectura de algunas novelas, cuando me miro al espejo sigo viendo a un tipo ojeroso, de pelo largo y con un poco de sobrepeso. Un tipo que cuando saluda a un desconocido, lo hace intentando mostrar una seguridad en sí mismo que posiblemente ni siquiera posee. Y menos aún, después de lo ocurrido durante estos últimos meses, con la aparición de Javier González en mi vida.
Era uno de esos días en los que estaba corriendo con los trabajos de la universidad, pues tenía la costumbre de dejar todo para última hora. Mi carrera de historia era una constante procrastinación que me pasaba factura a final de semestre con semanas en las que apenas dormía. Aquella tarde redactaba un ensayo, cuando me atacó el sueño. Salí de la biblioteca con la intención de comprar una bebida energizante, cuando a mitad del camino me paró un señor flaco y canoso, con pinta de rockero de los 80´s: “Buena mechudo, ¿se toma un chorro?” Miré alrededor y al sentir que había mucha gente como para que me robaran, tomé la botella envuelta en una bolsa de supermercado, que impedía ver la etiqueta del trago, y le di un sorbo.
Nos sentamos en la acera que daba al frente de la biblioteca y el hombre se presentó: “Mucho gusto: Ernesto”. Después de un apretón de manos repliqué: “Mucho gusto, mi hermano: Esteban Molina”. Ernesto era un tipo amable y conversador, que caía bien de entrada. Me habló sobre algunos fenómenos paranormales que ocurrían en su apartamento, mientras yo asentía con la cabeza en señal de que le estaba prestando atención. En esas estábamos, cuando vi venir hacia nosotros a un tipo calvo y cuarentón, que tenía en su rostro una permanente expresión de auténtico desprecio por el resto de la humanidad. Era Javier, quien saludó a mi acompañante con un apretón de manos, antes de sentarse a nuestro lado, sin siquiera dirigirme palabra. Cuando Ernesto se percató de la situación, intentó mediar presentándonos: “Vea, Javi, le presento a mi nuevo parcerito”, Javier simplemente hizo un gesto con la cabeza y se unió a la conversación.
Aquel primer encuentro fue breve, pero en él me pude dar una primera impresión de Javier, quien me pareció un personaje resentido y arrogante. De hecho, lo único que recuerdo haber escuchado salir de su boca fue: “Es que en mis épocas éramos duros, esos punkeros de ahora son unos maricones”. Pensé que lo “maricón” de los punkeros que pasaron a pocos metros de nuestras narices, tenía más que ver con que estábamos al frente de una institución privada de élite, donde estudian los hijos de políticos y empresarios, que con la época en que estábamos. Sin embargo, no estaba de ánimos para discutir y debía terminar mi escrito en dos horas, por lo que me despedí y me fui.
En el transcurso de las semanas siguientes, me topé con Javier varias veces de camino a clase. Yo lo saludaba levantando la mano y él se limitaba a mirarme con ese aire de superioridad que lo caracterizaba, por lo que opté por ignorarlo. Hasta un jueves en el que salí a tomar con mis amigos, en una rockola cercana a nuestra Universidad. Era un sitio pequeño e incómodo, que vivía lleno de estudiantes por ser el lugar más barato de la zona.
Estábamos hablando y compartiendo unas copas, cuando se acercó Javier y nos dijo: “Qué se dicen los estudiantes, ¿se van a gastar un trago?”. Después de unos segundos incómodos, en el que mis compañeros y yo nos miramos extrañados y sin saber qué hacer, aceptamos la compañía del inoportuno visitante. “Con que acá es donde vienen los ricos a creerse del pueblo”. Fue lo primero que dijo mientras se acomodaba en la canasta de cerveza que hacía de asiento. Nadie le contestó.
Tratamos de seguir en nuestra conversación como si nada. Acabábamos de salir de una clase donde el tema tratado fue el papel del individuo en la sociedad, por lo que seguimos con la discusión. Al principio Javier se limitó a escucharnos con atención, hasta que rompió su silencio opinando que en realidad cada cual actúa para su propio beneficio y que la sociedad es una mentira para controlar nuestros impulsos. Hacía gala de cierta erudición forjada, como me enteraría más tarde, a punta de libros de segunda mano. Para sustentar su punto de vista citaba, no sé si bien o mal, a autores como Nietzsche.
El tiempo transcurría y, entre copas de aguardiente, la charla se fue tornando menos académica y más mundana. Hablamos de música, contamos algunas anécdotas de borrachera, discutimos cuál era el mejor licor barato. La tensión inicial entre Javier y nosotros se fue disolviendo. Aun así, seguía haciendo comentarios con respecto a nuestra posición social, llamándonos “niños consentidos” o “hijos de papi”. En ese punto él estaba borracho y nosotros también, por lo que no me lo tomé personal. Hacia las once de la noche, nos despedimos de Javier y cada uno se fue para su casa.
Desde entonces, las cosas cambiaron. Cuando me encontraba con Javier en los alrededores de la universidad, era común que nos fumáramos un cigarrillo mientras conversábamos unos minutos. En esos encuentros, me enteré de que trabajaba en la construcción de un edificio cercano como obrero. Si bien ahora el trato era más amable y las conversaciones solían ser fluidas, toda la vida he sido alguien desconfiado con las personas que recién conozco, por lo que siempre sacaba una excusa cada que me preguntaba: “¿Qué hay pa´ hacer hoy?”.
Pero la rutina es una cosa extraña, y a fuerza de ver tan seguido a Javier le fui tomando cierto afecto. De hecho, cuando me empezó a decir “gomelo”, en vez de Esteban, lo tomé más como un gesto de camaradería que como una ofensa. Un buen día decidí, finalmente, seguirle la cuerda con la idea de tomarnos unos tragos. Salí de clase a eso de las seis de la tarde y nos encontramos en el mismo sitio donde nos emborrachamos esa primera vez. Más que una charla entre dos personas, lo que hubo aquella vez fue un monólogo en el que Javier me contaba algunas de sus hazañas. Sus historias eran bastante exageradas y parecían irreales en la mayoría de los detalles. Sin embargo, esto no era impedimento para que yo las siguiera cuidadosamente con una sonrisa en el rostro, imaginándome que era yo y no él quien se había enfrentado a cinco tipos con cuchillos, saliendo del combate con tan solo unas cuantas heridas en el brazo. Sus palabras alimentaban mi ya comentada afición por querer sentirme en piel ajena.
Ya estaba bien entrada la noche, cuando Javier de repente dejó de hablar por unos instantes. Me miró a los ojos y quizás debido a los efectos del alcohol me dijo: ¿Sabe qué, gomelo? Usted se me hace una persona elegante, bacana. Severo que a pesar de sus privilegios de estudiante universitario, quiera gastar su tiempo conmigo”. Yo, que siempre he sido malo para recibir halagos, simplemente atiné a dedicarle la misma sonrisa bobalicona que había tenido hasta ese momento. Luego procedió a contarme acerca de su vida: Tenía dos hijas con una mujer que lo había dejado por su afición a la bebida y al sexo casual. La plata que ganaba en la obra no le alcanzaba para los gastos y vivía permanentemente endeudado. Mis respuestas eran monosílabos, o frases genéricas tipo: “Qué video”, pues realmente no sabía qué decir ante semejante situación.
Regresé a casa pensando en lo extraño que resultaba que una persona tan cerrada al mundo como Javier se hubiera abierto así ante mí. Nuestras vidas no se parecían en nada, yo era un joven que aún vivía de la plata que le daban sus padres y que jamás había pasado por necesidades económicas. No tenía hijos y mi gusto por beber jamás me había acarreado problemas serios. Ni qué hablar del sexo casual, mi intimidad se reducía a haberme metido a la cama con dos mujeres, con las que además tenía ya un vínculo amoroso previo. Eso sin contar mi hábito a masturbarme casi a diario y mi culposo consumo regular de pornografía.
Quizás el motivo de haberme ganado la confianza de aquel tipo tan diferente a mí era el hecho de parecer inofensivo en un mundo lleno de personas hostiles. Me mostraba como un ser humano amable, que se preocupa por los demás y no busca hacerle daño a nadie. No veo esto necesariamente como una virtud, sino más bien como un lujo que nos podemos dar aquellos que no tenemos que luchar día a día por nuestra supervivencia, compitiendo con otros que están dispuestos a quitarnos el pan de la boca para dárselo a los suyos. Por su parte, Javier era un personaje que me causaba curiosidad, alimentando mi morbo de saber cómo es que viven las personas que no tienen mis privilegios. Tal parece que, paradójicamente, lo que nos unió fueron precisamente nuestras diferencias; las mismas que luego nos separarían para siempre.
En los meses siguientes mi amistad con Javier se hizo más fuerte. Salíamos con frecuencia y él seguía contándome sus historias épicas en las que era el héroe, mientras yo disfrutaba poniéndome en sus zapatos. Esto hasta que los grados de alcohol subían en la sangre y volvía el Javier melancólico e iracundo que se veía obligado a enfrentarse a un mundo injusto en el cual no encajaba. “Es que yo no he tenido oportunidades, gomelo, a mí me ha tocado duro desde chinche; a veces a lo bien a uno le dan ganas de coger un arma e irse al monte” solía decir. Su voz cambiaba cuando me hablaba de sus dos “princesas” y podía leer en ella un afecto genuino hacia sus hijas.
En una de esas borracheras caí en cuenta de hasta qué punto le había cogido cariño a ese sujeto calvo al que ahora consideraba mi amigo. Estábamos sentados en un parque tomándonos una botella de ron con Javier y Ernesto, cuando vimos acercarse a lo lejos a tres hombres. Javier en ese momento se puso nervioso y nos dijo que ya venía que iba a hablar con ellos acerca de unos asuntos pendientes. Yo me quedé con Ernesto, sin perder de vista lo que estaba pasando a varios metros de nosotros. En un punto vi que uno de los tipos levantó la mano y le clavó un puño a Javier. Sin pensarlo dos veces me levanté y salí corriendo hacia ellos. Yo jamás había peleado en mi vida, pero la adrenalina y el trago se me subieron a la cabeza de repente, por lo que al llegar le di un empujón al agresor. Este retrocedió unos pasos y no se alcanzó a caer, luego avanzó lentamente hacia mí y me miró de arriba a abajo durante unos segundos que se me hicieron eternos. No sé qué detuvo a ese tipo de apalearme con sus acompañantes o de sacar un cuchillo y clavármelo, o lo que sea que tuviera a la mano, ni siquiera sabía si estaba armado. Pero el caso es que se dio media vuelta y se fue.
Cuando entré en razón, las piernas me temblaban y estaba pálido. Pensaba en lo que había acabado de hacer, cuando una carcajada me devolvió a la realidad. Era Javier quien entre risas dijo: “Nos salió aletoso el gomelo, quién lo diría”. Yo me limité a mirarlo todavía aterrorizado, por lo que pudo haber pasado. Al ver mi rostro dejó de reírse y me dijo: “gracias, mi hermano, venga se toma un chorro pa´ que quite esa cara de tragedia”. Volvimos con Ernesto y no hablamos más del incidente, no me atreví a preguntar quiénes eran aquellos sujetos y Javier tampoco se molestó en contármelo.
A raíz de aquel incidente me empecé a cuestionar hasta dónde estaba dispuesto a llegar por andar con Javier. Lo cierto era que yo, alguien normalmente nervioso que intenta evitar el conflicto, había arriesgado mi pellejo por una persona que había conocido hace apenas algunos meses. También me preocupaba la idea de que no sabía a ciencia cierta quién era ese misterioso ser que se había colado en mi vida de un momento a otro. Todo lo que sabía de él era por sus palabras y jamás había visto a sus hijas ni ido a su trabajo.
Un sábado en el que me disponía a prender el computador y ponerme a ver películas sin siquiera bañarme, me entró una llamada al celular. Era Javier, quien me pidió que lo acompañara a comprar unos tenis en un almacén cercano de mi casa. Me encontré con él en la entrada del local y, luego de un cigarrillo, entramos. En el lugar había zapatos de todo tipo y precio e imaginé que mi amigo compraría algo modesto, teniendo en cuenta que vivía endeudado. No pude disimular mi sorpresa cuando lo vi dirigirse a la caja con uno de los modelos más costosos. No me parecía correcto que desperdiciara el dinero en algo tan superficial y así se lo comuniqué. Javier, visiblemente molesto, me replicó: “Vea, gomelo, yo me mato trabajando y quiero este puto par de tenis. Yo veré cómo los pago, es mi hijueputa problema, no el suyo”. Tal reacción me cogió fuera de base, por lo que decidí guardar silencio.
Cuando salimos a la calle, Javier me dijo con total naturalidad, como si el episodio de la tienda jamás hubiera ocurrido, “oiga llave, debería como gastarse un cigarro”, a lo cual, aún no sé por qué, accedí. Después de fumar, el tipo que se había gastado una barbaridad en un par de tenis, me insinuó que fuéramos a tomar y que yo pagara la cuenta, pero ya había tenido suficiente por ese día, así que le dije que debía estudiar y me fui para mi casa. Allí reflexioné acerca de este suceso y decidí no ponerle tanta tiza al asunto. “Sus razones tendrá para ser así” fue lo que pensé.
Esta forma de pensar tan laxa me duró hasta que me metí a la cama, donde me entró la pensadera. Recordé que en todas nuestras salidas Javier jamás había puesto un peso, excusándose en que tenía que pagar deudas, y que incluso yo le había prestado plata que daba por perdida, pero que entendía como una ayuda para alguien que lo necesitaba. ¡Y ahora el malparido se gastaba un montón de plata en unos tenis ostentosos! Me llené de rabia y tomé en ese momento la determinación de confrontarlo. Sin embargo, esos arranques que me dan en las noches de insomnio no suelen pasar de la puerta de mi cuarto, por lo que al otro día al ver a Javier lo saludé como si nada.
Lo que sí pasó, fue que empecé a alejarme de Javier, retomando mis viejas amistades, de las cuales me había separado casi sin darme cuenta. Igual a él me lo topaba con frecuencia y salíamos a tomar de vez en cuando. Ya no confiaba tanto en aquel tipo, pero no creía que su conchudez fuera motivo suficiente para cortar el vínculo del todo.
El verdadero punto de quiebre se dio en una noche en la que, estando tomados, Javier sacó un celular de alta gama del morral que tenía y me lo mostró. “Me lo encontré en el bolsillo de alguien, se lo saqué al man y se dio cuenta. Me tocó meterle una cuchillada, yo creo que no se murió” me dijo sonriente. Yo lo miré extrañado y le dije: “Hermano, no haga eso, si está afanado con algo de las niñas me avisa y miramos cómo hacemos”. Él se puso serio y me replicó: “No, loco, la verdad es que estoy mamado de esta vida de mierda”. Me quedé callado unos segundos intentando asimilar la situación, está bien querer cambiar de vida, pero hacerles daño a otros con ese fin, era algo para mí repugnante. Más aún teniendo en cuenta que ese “man” podría ser perfectamente yo. Finalmente atiné a decir: “Parce, esa no es la forma. Si necesita ayuda acá estamos Ernesto y yo”. Mi interlocutor me miró con enojo y me enfrentó: “Vea, gomelo, es que usted no entiende. Usted siempre ha tenido todo y no ha pasado necesidades, yo quiero plata y la quiero ya. No me importa llevarme por delante al que sea”. No había caso, jamás llegaríamos a un acuerdo, pero si ese era el camino que había escogido, yo prefería dar un paso al costado.
Esa fue la última vez que hablé con Javier. A partir de entonces, cuando me lo cruzaba volteaba la cabeza hacia otro lado, mientras él me miraba con una sonrisa burlona. También tomaba rutas alternas en mi camino a clase para no pasar por los sitios donde generalmente me lo encontraba. A veces me preguntaba si había hecho lo correcto, o si quizás con un poco más de empatía hubiera podido sacarlo de ese mundo en el que se había metido. Tenía esa manía de sentirme el salvador de las personas a las que conocía. El debate interno duraba hasta que me imaginaba a mí mismo con el estómago rajado, sangrando a borbotones y pidiendo ayuda por no entregar mi celular.
No recuerdo el día exacto en que dejé de ver a Javier del todo. Simplemente, dejó de estar en los lugares de siempre. La sensación que me dio su desaparición era confusa: por un lado, sentía alivio de saber que ese ladrón había salido de mi vida. Por el otro, he de admitir que echaba de menos sus historias traídas de los cabellos y que en ocasiones me preguntaba cómo estaría el que había sido mi amigo, si finalmente había pagado sus deudas o si había dejado de robar. “Bueno, menos mal que ese ya no es mi problema”, me decía a mí mismo para tranquilizarme.
Nunca voy a olvidar aquella tarde de lunes en la que una llamada de celular interrumpió mi ya de por sí débil concentración. Era un número desconocido y en aquella época tenía la costumbre de no contestar a personas que no estuvieran entre mis contactos de teléfono, porque generalmente al otro lado de la línea había un vendedor tratando de convencerme de que compre alguna pendejada que no necesitaba. Dejé que sonara el tono del móvil. Hubo una segunda llamada y luego una tercera. A la cuarta vez, ante tanta insistencia por fin atendí, algo irritado. Era Ernesto y la noticia que me dio me dejó frío: habían encontrado a Javier muerto en un caño de la ciudad.
“¿Cómo así?” pregunté exaltado. “Sí, mi hermano, a Javi le metieron tres tiros, no se sabe quién fue. La velación va a ser en una capilla cerca de donde vivía el man, si quiere ir”. Sabía que no iría, no conocía el barrio y la verdad es que perderme en un lugar marginal de la ciudad era algo que me llenaba de pavor. Además, las personas cercanas a Javier, exceptuando a Ernesto, me eran ajenas y no quería soportar miradas raras ni tenerle que dar el pésame a hombres y mujeres que jamás había visto. “Si algo le aviso”, dije y me despedí inventándome que estaban timbrando en la puerta de mi casa.
Al colgar, traté de tomarme las cosas con calma, pero me fue imposible. Me culpaba a mí por no haber estado pendiente, lo culpaba a él por haber elegido robar en vez de ser una persona honesta, pero por sobre todo culpaba a este mundo por no haberle dado a Javier las oportunidades que en vida reclamaba. Estaba desesperado, no sabía qué hacer, un sentimiento de impotencia me oprimía el pecho. Me fumé un cigarrillo tras otro, con los ojos aguados, mientras daba vueltas en mi habitación de manera compulsiva.
Los recuerdos de los momentos vividos con Javier llegaban inconexos. En mi mente desfilaban comentarios sueltos, gestos y momentos sin ningún tipo de orden. Era como si alguien estuviera haciendo zapping dentro de mi cabeza en tres televisores al tiempo. La frustración me invadía mientras daba vueltas y vueltas en mi habitación sin parar. Deseé no haber conocido a ese tipo que me había sacado de mi torre de marfil desde donde los estudiantes acomodados solemos ver el mundo, pretendiendo ser “objetivos” con lo que sucede a nuestro alrededor. “¡Qué objetivos ni qué hijueputas¡, lo que somos es una manada de pusilánimes” dije en voz alta. Sentía que la sangre me hervía en las venas.
Miré el celular y tenía un mensaje de un compañero de la Universidad: “Oiga, marica ¿ya hizo la lectura para mañana?”. Lo arrojé contra la pared con rabia, no iba a hacer ninguna lectura ¿De qué servía tanta palabrería? ¿Para qué tantos estudios y análisis, si al final ni siquiera éramos capaces de cuidar a las personas que nos rodean? Quería mandarlo todo a la mierda, quería dejar mis estudios y salir corriendo sin rumbo, quería gritarles a mis profesores que mientras ellos debatían sobre cosas que ya pasaron había seres humanos de carne y hueso muriéndose en las calles. Pero por lo pronto lo mejor era dormir, al otro día tenía clase de siete y no podía llegar tarde.
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