Las imágenes son escalofriantes. Crueles. Hombres vestidos con uniformes negros, pasamontañas y armados con bolillos, bastones y machetes, atacaron a algunos habitantes de calle en el municipio de Floridablanca, Santander. Los hombres iban en gavilla y se lanzaron como hienas sobre sus presas, sin misericordia. No importaron los gritos de auxilio de las víctimas y mucho menos los gritos de dolor. Por el contrario, en uno de los vídeos se escucha la risa cínica y despiadada de quien lleva la cámara para filmar ese acto aberrante, como si esa grabación fuera un souvenir, un trofeo de guerra en el que solo hay un bando armado.
Estos grupos no son nuevos en Colombia. Por el contrario, hacen parte de una larga tradición de justicieros y vengadores patrocinados por la “gente de bien”, en complicidad y con el beneplácito de las autoridades del Estado, quienes ven en estos grupúsculos clandestinos la extensión de sus tentáculos oscuros para mantener el orden (su orden) y la autoridad (su autoridad). No son pocos los testimonios de los paramilitares de vieja data que recuerdan cómo el general del ejército Farouk Yanine Díaz, a finales de los años 80, les decía a los comandantes de estos grupos que ellos eran los que podían hacer lo que las Fuerzas Armadas no podían. Es decir, pasar por encima de la Constitución, la Ley y los Derechos Humanos para imponer por la vía del terror y de la fuerza todo el peso del establecimiento en donde hubiere el menor conato de insurrección o foco de inmoralidad (de acuerdo con su moral), así este no fuera real.
Si bien los criminales que se ven en los vídeos del pasado 14 de junio moliendo a palos a los habitantes de calle en Floridablanca, podrían no tener relación directa con los grupos paramilitares que se formaron en la segunda década de los años 80, la lógica sobre la cual operan es básicamente la misma: imponer como sea lo que ellos consideran como “justo” y “bueno”, es decir, la defensa a ultranza del estatus quo imperante y los privilegios de unos pocos, que no son más que una confederación de intereses particulares concentrados en una minoría. En otras palabras, estos chacales que aparecen como sombras largas en las noches para arrasar pueblo, actúan para proteger los bienes y las propiedades de unas élites que tienen poder de alguna índole, ya sea económico, político o de prestigio social, a nivel regional o nacional.
A este ejercicio de imponer el miedo por la vía de la agresión y el terror se le ha llamado coloquialmente como “limpieza social”, cuyo fin es deshacerse de los seres pobres y desposeídos que rodean un entorno exclusivo para relegarlos a la marginalidad por el camino de la aniquilación y el desplazamiento continuo. Muchas de estas “limpiezas” encuentran apoyo en amplios sectores de la población, ante la ineficacia de la seguridad estatal y del sistema judicial, porque consideran que las personas marginadas a su vez son focos de delincuencia. En una escala superior, las fuerzas oscuras del establecimiento se encargan de mantener amedrentados a quienes desde sus cargos políticos o desde las organizaciones sociales denuncian esos atropellos, especialmente a quienes logran develar los vínculos siniestros entre los poderosos y sus máquinas de muerte. Entre tanto, los que están detrás de esas dinámicas violentas acaparan a pasos agigantados el territorio, la riqueza, el poder político y por supuesto, la burocracia estatal. Por eso los panfletos de las llamadas “Águilas Negras” (que todos sabemos quiénes son menos las autoridades que las promueven y las conforman), siempre aluden a esos términos de “limpieza” y exterminio para intimidar y provocar terror entre quienes osan resistir los embates del establecimiento unido, organizado y armado.
Para nadie es un secreto que “la gente de bien” (así, entre comillas), gobierna a Colombia con especial sorna desde que Duque se posesionó como Presidente. Por eso los mensajes que se mandan desde el gobierno para demostrar quién está al mando son inequívocos. Nombrar al hijo del temido paramilitar Jorge 40 para atender a las víctimas en el Ministerio del Interior, delegar a un negacionista del conflicto armado interno en la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica como Darío Acevedo y poner al Fiscal General de bolsillo Francisco Barbosa para manipular las investigaciones, entre muchas otras movidas, son la demostración clara de un establecimiento que, muy lejos de ceder sus privilegios o de reconocer la profunda desigualdad social que subyace en un conflicto centenario, está dispuesto a usar todas las herramientas que brinda el Estado para proteger sus intereses. Solo hay que recordar la foto de la campaña de Duque para la segunda vuelta: Los representantes de los partidos políticos tradicionales, de los gremios económicos y de terratenientes más poderosos, las asociaciones de exmilitares (porque los militares no pueden votar) y los más grandes empresarios del país; cerraron filas alrededor de Duque y el Centro Democrático, con el objetivo claro de defender lo que consideran les pertenece, a través del movimiento político que mejor encarna sus ambiciones.
“La gente de bien” está envalentonada, dolida y agresiva. Están dispuestos a demostrar desde lo local hasta lo nacional quiénes son los que tienen el poder. Por eso levantan a palos a los habitantes de calle en las aceras de Floridablanca y exigen “bombardear día y noche” ese territorio colombiano que creen que les pertenece. Colombia está en las garras de los paramilitares una vez más, no hay duda. El trayecto que se avanzó para avizorar un país un poco más justo y equitativo a través del texto de los acuerdos de paz de La Habana se está desandando y desintegrando a sangre y fuego. Más allá de que esos acuerdos se hubiesen logrado con las FARC, que no representan a ningún pueblo como se demostró en las urnas, sí encarnan el anhelo de un país cansado de la guerra, aburrido de la injusticia social y que añora por fin la reconciliación con base en el reconocimiento de responsabilidades y culpas de todos los actores durante un conflicto absurdo, mezquino y despiadado.
Pero es claro que el establecimiento no está dispuesto a reconocer su parte de responsabilidad en el conflicto ni a ceder en sus privilegios que ya asumen como derechos. Por eso en vez de preguntarle al desvalido en el andén qué necesita y cómo se le puede ayudar, prefieren golpearlo, humillarlo, vejarlo y deshumanizarlo. Porque no me cabe duda, aunque nunca se sepa (y los dos o tres giles capturados digan que todo lo hicieron por iniciativa propia para evitar retaliaciones de sus jefes como lo hicieron los que compraron votos para Maria Fernanda Cabal), detrás de esas acciones execrables que vimos en los vídeos de Floridablanca (o detrás de los panfletos de las Águilas Negras), está esa “gente de bien” haciendo de las suyas, muy orgullosa, empoderada y arrogante, creyendo que eso es lo correcto, que les tenemos que agradecer.
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