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La envidia que la luz le tiene al sol 

Por Ana Milena Negrette

No quisiera extremar, pero en la intimidad familiar se gesta y reproduce el sistema social que administra el machismo. Esta historia enmarca la ética del cuidado y describe la envidia que alimenta a una mujer capaz, hasta de morir, por desear lo que tenía su mejor amiga.

La noche dejaba ver destellos de la luna llena parda que iluminaba el camino desconocido para Azucena. Leónidas apareció con picardía y seguridad, conduciendo un viejo campero Nissan que los llevó, a Azucena y a él, por el camino viejo hasta la nueva casa, que sólo parecía ser más un lugar de paso que el nicho de un amor prometido. Las noticias se regaron rápidamente en el pueblo de La Bonguita: Leónidas nuevamente se había “sacado” a otra hembra, esta vez, una linda jovencita de 18 años que creía tocar el cielo con sus dedos. Esta bella joven, al final, no sería una conquista más. Esta es la historia:

Leónidas Luján Saldarriaga era un exitoso hombre del campo, guapo, de unos 35 años, algodonero y ganadero de tradición. Había adquirido experiencia en el cultivo de moda, alcanzando los niveles de rendimiento más altos de la región, lo que lo había hecho merecedor del reconocimiento a la “mota de oro”. Su atractivo físico era indiscutible: destacaba su estatura, espalda ancha, piernas fuertes y abundante cabello negro, que hacía contraste con sus expresivos ojos verdes, enmarcados en unas cejas pobladas que conquistaban sin esfuerzo, especialmente cuando lucía el tradicional sombrero vueltiao de la sabana.

Azucena, el floral nombre dado a una hermosa y dulce mujer con prototipo mestizo, de baja estatura y torneada figura, tenía cabello negro y liso que llegaba abajo de su encantador trasero, con pequeños senos que emperifollaban un cuello largo que armoniosamente combinaba con un atractivo rostro de facciones únicas: nariz fina y expresivos ojos que emanaban una dulzura que parecía oler a flores. Tenía una hermosa voz que endulzaba y entonaba alegres melodías de porros de Lucho Bermúdez, mientras solía cargar tinajas llenas de agua desde el río Sinú. Todas las tardes iba a bañarse con cinco primas más, que también hacían honor a su excelsa belleza, comentada en toda la región. En la casa de la viuda Taboada había media docena de mujeres que encantaban hasta a los peces del Sinú con su belleza. Pero, sin duda, Azucena Cruz de la Ossa tenía la gracia más encantadora.

Era una tarde de verano durante el mes de enero, cuando el Sinú cambia su diseño y deja ver las playas cobrizas que combinan con el cielo rosado, como retando al mar a concursar por quién es más espléndido. Leónidas arribó a la casa de la viuda Taboada en busca de tierras para expandir su cultivo de algodón. Bastó solo una mirada para que Leónidas imaginara rasgando el vestido mojado que Azucena exhibía adherido a su esbelto cuerpo, que solo protegía su intimidad por la ropa interior. Ella sintió pudor, y el rubor de sus mejillas solo exaltó más su exótica belleza, intentando ocultar bajo el agrado de sentirse observada por el bello y atractivo hombre que lanzó habilidosamente su ser a la conquista. El destino de asociarse con aventajados arrendatarios de tierra, de las más productivas del planeta, a orillas del emblemático río Sinú, había conducido a Leónidas hasta la casa de la viuda Taboada, quien disponía del activo y ahora corroboraba que también allí alojaban representantes de la belleza caribeña. Así conoció a Azucena.

Tan solo alumbraron dos lunas llenas y se llevó a cabo la fuga que llevaría a Leónidas y Azucena al lado de quien sería su maldición. Después de dos semanas del escandaloso acto de fuga, Azucena entró en desespero por regresar a la casa de su tía, con sus primas, a buscar resguardo y el apoyo de otras mujeres, junto a la tía Taboada. El deseo por regresar no era porque Leónidas hubiera perdido sus encantos; por el contrario, ahora parecía resplandecer aún más su viril y masculina presencia, y eso la hacía amarlo con pasión. Este hombre no parecía estabilizarse en su regazo. Llegaba cada cuatro días, básicamente, a satisfacer el deseo carnal del macho costeño. Familiares y allegados aconsejaban a Azucena para que aceptara que había conquistado al hombre más buen mozo del pueblo. Ello tenía un precio y, quizá para su tranquilidad, debía aceptar que había una docena de hijos con otras esposas, y esa era la verdadera justificación de por qué no podía llegar y dormir todas las noches a su lado.

Poco a poco, Azucena iba entendiendo y aceptando su nueva realidad de mujer con marido en el entorno de soledad de un pueblo costeño en verano. La casa, el hogar de paso que había elegido Leónidas para llevar a Azucena, era una construcción de bahareque con techo de palma y corredores altos que eran bordeados por plantas de hojas anchas y avivados colores que apaciguaban el calor y daban un ambiente protector. Allí vivía una solitaria mujer con sus dos hijas, sin padre pero con necesidad de comer. Una habitación con una pequeña cama y una mesa fue enseñada a Azucena cuando llegaron, y allí se empezó a consumar lo que había sido la promesa de un amor de verano sinuano. Sin necesitar mucho tiempo, se encariñó con la mayor de las niñas, una graciosa criatura de 13 años que jugaba a vestir muñecas, cuyos cuerpos eran mazorcas de maíz o, algunas veces, botellas de leche. Lo que nunca sospechó Azucena es que cuando Leónidas y ella explotaban de amor, siempre eran espiados por esa niña llamada Miranda, que por ese entonces experimentaba la transformación biológica de su cuerpo, soñando humedamente en la posibilidad de que alguna muñeca se convirtiera en un hijo de verdad, cuyo padre imaginario siempre era Leónidas.

Luego de dos años, cinco embarazos fallidos que desesperanzaban el deseo de Azucena de consolidar su hogar, nació el primer hijo, fruto de la activa y constante práctica de amor entre Leónidas y Azucena, cuya relación cada vez más se fortalecía, y que ocurría paralelo al traslado a la nueva casa merecida por ser la madre de un hijo que reafirmaba la relación marital, consolidada en el imaginario costeño. Tener un hijo hace a una mujer merecedora de un espacio, no solo social sino económico. De lo contrario, la relación es oculta, estigmatizada y segregada del culto social y religioso que se impone en la región. Pronto, la casa estaría llena de cuatro niños más, lo que justificó que Miranda se uniera a la familia, con el propósito de apoyar en la crianza y acompañar los embarazos y partos de Azucena. La prosperidad económica de la familia Luján Cruz los hizo acreedores de una gran finca de 1.200 hectáreas de tierra rojiza arcillosa, donde el ganado se multiplicaba, engordaba y prosperaba. Fueron los mejores años de la familia, que veía crecer a los hijos propios y allegados que apoyaban el trabajo e iban al colegio con el propósito de escribir otra historia desde la educación.

La prosperidad en la familia Luján Cruz iba en aumento cada día. A la recién adquirida propiedad, se sumaban terrenos que Leónidas recibía como parte de la herencia de su padre, un reconocido ganadero famoso por la bravura de sus toros que daban el mejor espectáculo de corraleja en la región y cuyo legado era ovacionado por habitantes y foráneos. El esfuerzo laboral de Leónidas era complementado por el liderazgo de Azucena en la administración de los campamentos destinados a la alimentación de trabajadores vinculados al sostenimiento de la gran empresa agropecuaria. A las labores de cría de especies menores, cuidado de perros y gatos, mantenimiento de la huerta, el aprovechamiento de frutas de temporada y cosechas, se sumaba la elaboración de 100 kilos diarios de queso, de distintas variedades, lo que implicaba la distribución eficiente del trabajo femenino entre mujeres y niñas. Estas últimas, desde temprana edad, apoyaban el trabajo doméstico como legado de la cultura femenina. Miranda era la mujer de confianza, la mejor amiga de Azucena, que sin gimoteo, acompañaba las arduas jornadas de trabajo impuestas por el ritmo productivo de las cosechas y el ganado.

Corrían los años 80, y parecía que tanto hombres como mujeres que apoyaban el trabajo en la casa Luján Cruz tomaban la decisión de encontrar pareja, crear familia y tener un hogar propio, todas excepto Miranda, quien, no estando exenta de gracia, no parecía atraer ni dejarse atraer. Era de cuerpo redondo, espalda ancha y piernas robustas, en armonía con una cara abombada y una sonrisa sutil. Su cabello corto al cuello no dejaba espacio a la feminidad. De personalidad seca y tajante, su actitud de servicio y fuerza física podrían desafiar las cargas de testosterona del ambiente masculino que la rodeaba. Un atributo que no debía pasarse por alto era su obsesión por el cigarrillo, una costumbre en la que humeaba su obsesión por Leónidas que crecía cada día, así como se reforzaba su apariencia masculina. Reconocía amarlo cuando olía su ropa y buscaba la forma de atenderlo cuando Azucena se ocupaba en otras labores, tomaba un descanso o cuando tenía que asistir a la escuela como madre de familia de cinco niños.

Después del último parto, fue muy notorio el deterioro de salud de Azucena. Los embarazos fallidos y los cinco hijos, un marido brioso, sumado a las arduas jornadas de trabajo, ya dejaban una marca de desgaste físico y prontamente empezó a sentirse cansada y con desánimo. El último hijo del matrimonio Luján Cruz marcó el inicio de lo que Azucena empezó a manifestar con los primeros malestares de diabetes, tiroides, hipertensión y algo más que no parecía dejarse descubrir. Como consecuencia, Azucena empezó a rechazar a Leónidas. Su deseo sexual extraviado justificaba las frecuentes escapadas nocturnas del lecho conyugal, de las cuales Leónidas huía a velocidad aparatosa, notoria y sin el menor escrúpulo. Su agotada y quejosa mujer se acostaba tempranamente, abrazada por el sueño y el agotamiento, mientras el marido buscaba consuelo en el dormitorio de otras, incluida Miranda, siempre lista para satisfacer sus instintos carnales. La empresa, la familia y el hogar seguían sosteniéndose, mientras cada día se continuaba una historia perfecta a los ojos públicos, pero que se rompía continuamente en los parajes de la luna.

Las relaciones paralelas que Leónidas sostenía permanentemente eran una razón más de la eterna angustia emocional que aquejaba a Azucena. Ella defendía su hogar, por encima de cualquier recusación, en un irónico beneplácito que camuflaba la aceptación de las funciones de su marido como padre proveedor de los hogares que alguna vez fundó antes de conocerla. Como producto de esos hogares, existían otros hijos, mayores que los suyos, los sucesores del legado Luján. Leónidas, como arquetipo proveedor de la cultura y el entorno caribeño, nunca abandonó su dejo picarón de hombre mujeriego que, en contraste, no dudaba en reconocer que su hogar era su mejor refugio y confirmaba esto cuando afirmaba que solía evitar, a toda costa, dormir fuera del mismo, y si lo hacía, era por razones justas y conocidas. Azucena estaba convencida de que el único motivo era ella y sus cinco hijos. 

Por otra parte, Leónidas hacía frecuentes visitas dominicales a una amiga especial: Teresa Beltrán, con quien desde los 15 años mantenía una profunda y libre relación, sellada por un compromiso de fidelidad fuertemente blindado como el caparazón de una longeva tortuga morrocoy. La molestia de Azucena, cuando Leónidas llegaba los domingos, y percibía las señales de que su marido había sido compartido, era notoria pero no verbalizada. Sin violencia, a manera de reclamo auto culposo, solo lo justificaba diciendo: “Esa no debe trabajar mañana y tampoco atender a una familia”. Este distanciamiento entre Leónidas y Azucena fue aprovechado por Miranda para adecuar sus aposentos, y cóncavamente recibir al fastidiado marido de quien decía ser su “mejor amiga”, a quien satisfacía desde delectaciones pornográficas de las que no se cohíben ni las moscas. Mientras tanto,  Azucena continuamente confesaba a su amiga Miranda lo que sentía, el alejamiento de su marido que justificaba por su edad, su enfermedad, su desgano y su apariencia física.  Los encuentros íntimos de la pareja Luján Cruz, eran cada vez menos frecuentes. Miranda reía internamente de regocijo por lo que estaba logrando.  

Los bajos instintos entre Leónidas y Miranda se practicaban cada vez con más frecuencia, mientras el deterioro físico y la salud de Azucena empeoraban. Los hijos Luján Cruz iban a la universidad y volvían a pasar vacaciones en la “casa mágica”, donde todo parecía ocurrir de acuerdo con los ciclos circadianos de un dios machito caribeño que cerraba los ojos ante lo indebido, pero dejaba suceder el rito carnal. Miranda, cada día más cercana a Azucena, solo la acompañaba a la iglesia y a hacer diligencias de la casa, pareciendo desinteresarse cuando se trataba de asuntos médicos de Azucena. Miranda se emperifollaba para acompañar a Leónidas en los recorridos taciturnos cerca al ferry que conecta las orillas del río Sinú de extremo a extremo, con vehículos y ganado a bordo. El ambiente era propicio para el romanticismo, pero Leónidas solo deseaba la compañía de su Azucena, de los hijos que había criado pero que hacían vida en otro lugar; quería a su familia de vuelta, pero ya no estaba. Leónidas tuvo que desconfigurar una nueva realidad, ante el progresivo deterioro físico de su mujer y los intentos fallidos por lograr su sanación.

La crisis a la que se enfrentaban los algodoneros en el país ante las nuevas políticas económicas, marcó el inicio de un periodo de declive, lo anterior sumado al envejecimiento de la mano de obra de confianza que no previó el alistamiento de relevos generacionales, lo cual complicó aún más la situación. Las reclamaciones de derechos laborales de sus trabajadores ante instancias que las reconocieron legalmente, agotaron los recursos de Leónidas, y con ellos su espíritu emprendedor, de liderazgo, jefe protector y dador de techo y alimento a quien se acogiera en su regazo. La soledad física de la pareja Luján Cruz parecía no tener solución, sólo persistía la compañía de Miranda, quien se desesperaba porque Leónidas no acudía a sus aposentos con la frecuencia que ella había marcado.  Pero su cercanía era muy reconocida, siendo la más leal de todas las personas que trabajaban y la mujer que acompañaba de cerca los pasos de la patrona Azucena y quien le daba fuerzas cuando se agotaban. Tanto ímpetu dio Azucena a Miranda que le permitió saborear las mieles del poder, que sintió disfrutar, que deseó tener, que planeó conquistar.

 Pese al estado de salud de Azucena, persistía en el ejercicio de sus labores.  Las remesas que empezaban a enviar sus hijos aliviaban un poco la crisis económica, pero el sostenimiento sin ingresos gruesos era difícil, sobre todo por los gastos que cada vez eran más. Pese a los tratamientos médicos, la fragilidad de Azucena era visiblemente notoria.  Su dulzura seguía viva entre los vecinos y amigos que veían su encanto engalanado como el de un colibrí que adora danzando a la flor que lo nutre. Azucena era niña en esos pueblos de la costa, donde las mujeres no envejecen, porque se siguen llamando como la edad de sus almas. La niña Azucena apagó sus ojos al cumplir 55 años, cuando todo apuntaba a que empezaría a ver los frutos de su trabajo incesante.  Su muerte sorprendió a todos, pese a su fragilidad física, pero fue tan real como su historia.

Ni Leónidas ni sus hijos cuestionaron las causas de la muerte.  Pese a que su cuerpo fue llevado al centro hospitalario más cercano, no encontraron necesario indagar en más motivos de su partida, justificada en un accidente cerebro vascular, ocasionado por una súbita inestabilidad de su tensión que originó un desmayo y ocasionó un fuerte golpe en la cabeza.  Nadie auxilió a Azucena. Murió en la soledad inusual de alguien que emanaba amor real y lo profesó con derecho y convicción. En la casa mágica sólo estaba Miranda, que decidió ese día dedicarse a la confección, sin apartar aparentemente los ojos de su plan y de Leónidas, quien escuchaba canciones de Alejo Durán mientras el mundo se apagaba para su mujer. Sólo un trabajador se percató de que el cuerpo de la patrona tendía en el pasillo y mucha sangré corría desde su cara. 

El pueblo entero despidió a la niña Azucena. El llanto de niños, jóvenes, amigos y familiares ahogaba el calor de una tarde brillante. Sin felicidad aparente, el sol alumbró el camino hasta el camposanto, mientras se rendía homenaje y reverencia múltiple a la mujer floral de empuje y templanza. El tiempo no opacó su belleza, que distribuyó en gracia y sustento, creó alimento actuando como una Annapurna caribeña en apogeo. Educó a sus hijos, acogió a sobrinos y a los hijos de su marido, brindó refugio a desamparadas, animó a los desvalidos sin honra y meta, inspirándolos a buscarla. Construyó un linaje ejemplar e impulsó el crecimiento de una empresa familiar con su sabiduría campesina y cultural, sellando con amor la historia y protegiendo la verdad y honra del hombre que eligió como marido. 

Los días pasaron y Leónidas, asimilando su nueva vida, consintió su viudez como la oportunidad de un dios alcahueta para recuperar el tiempo perdido con sus viejos amores. Teresa Beltrán se convirtió rápidamente en la compañera frecuente de su soledad. Sus atributos físicos no justificaban su elección; una mujer poco agraciada que compartía su edad. Nunca se entendió por qué, estando al lado de Azucena —17 años más joven—, Leónidas continuó frecuentando sus antiguos amores juveniles. Nadie sospechó cuando la amistad entre Teresa Beltrán y Miranda, abruptamente, empezó a expresarse con el intercambio de elementos de decoración navideña, manteles, tapetes, velas y macetas. La partida fue ganada rápidamente por Miranda, cuyos intercambios de alimentos llevaron pronto a Teresa Beltrán a la muerte. Nadie estableció conexiones ante lo que ocurría; todo pasaba en La Bonguita.

A diferencia de la inmerecida suerte de Azucena, la muerte de Teresa Beltrán parecía derivar del merecimiento de los años cumplidos, que sumaban 75, y de su papel vivido a lo largo de su vida como amante estable y fiel, aceptadora irrefutable de su rol sin protagonismo. Esta mujer no había tenido familia, no dejó hijos, y nadie la extrañó. Nadie imaginó que su muerte había sido provocada por la misma pócima de agonía preparada por Miranda, fulminante y letal, marcando el inicio de los planes futuros. Leónidas, a menudo, lloraba su desgracia mientras las mujeres de su vida se alejaban de este plano, dejándolo con el recuerdo de un amor maltratado, del cual nunca fue plenamente consciente. Creía merecer amor absoluto por encima de la verdad y sin reciprocidad. Se decía que Teresa Beltrán era quizás la persona más atenta con su salud que había conocido. Justo dos meses antes, había ido a la capital a revisar su salud, obteniendo resultados que le dieron la tranquilidad de regresar y ajustar apenas un par de ingredientes en su cocina. Esto no impidió su partida fugaz y repentina, hasta simple dentro de la jerga de los muertos costeños. Murió porque no se iba a quedar de semilla, y, al final, los muertos también se olvidan, así como se olvida el tiempo. 

El camino despejado para Miranda parecía ir viento en popa conforme a los planes trazados. Era consciente de que, dada su edad y la de Leónidas, las posibilidades de ser padres eran escasas, pero su objetivo era convertirse en la señora de la casa que Azucena había dejado vacante, un título por el que había trabajado y esperado pacientemente. Convencida de que los milagros y las disposiciones esotéricas favorecerían sus deseos, Miranda no dudaba en utilizar sus recursos eróticos, presentados como trofeos en un espectáculo taurino.  El cuerpo de la mujer robusta, fuerte y capaz, fue adoptando prontamente una tonalidad oscura, que no parecía precisamente ser motivo de atracción y causa de alborotamiento de las hormonas masculinas de Leónidas, que parecían no tener aforo. Tras haber ejecutado su plan de eliminar a las mujeres que obstruían su camino, el siguiente paso era asegurarse que los hijos menores se establecieran lejos del ámbito geográfico que ella pretendía controlar. Los vejámenes y desencuentros con los herederos de Leónidas se hicieron frecuentes y, como una suerte de tributo a sus planes, siempre derivaban en discusiones que alejaban a los hijos y acercaban a su hombre, quien terminó por aceptar que la mujer perfecta para acompañar la vejez sería Miranda. Otro hecho que marcaba un despropósito en el contexto de lo que pudierse ser una pareja normal era la gestión permanente que Miranda hacía de concubinas que recibían a don Leónidas en sus aposentos nocturnos, cuando su soledad marcaba el deseo de satisfacer el sexo físico, sin compromiso, sin reciprocidad, sin nada más que el sentir la fricción corporal que el fuego activa. Leonidas solo prometía dinero a cambio. Miranda, observadora y calculadora, gestionaba estos encuentros hasta percibir las miradas, la risas sonrojadas y las comunicaciones en alto nivel, momento en el cual la mujer en cuestión desaparecía de la escena, consolidando aún más el control absoluto de Miranda sobre la casa mágica.

Miranda ahora se sentía merecedora de lo que alguna vez fue de control y propiedad de Azucena.  La casa mágica en la que se había configurado la historia de amor criollo, sostenida en el trabajo arduo y perpetuo de Leónidas y Azucena, parecía intencionado para ser totalmente de Miranda. Los hijos de Leonidas, sin entender las vacilaciones de su padre, pero sí respetuosos de sus decisiones, poco a poco aceptaron la figura marital que Miranda protagonizaba. Sin aceptar los estiramientos comportamentales, que fingiendo amor, pretendían hacerla parecer una mamá, los hijos de Leónidas prefirieron alejarse de la presencia física de su padre y descuidar las manifestaciones de desprecio poco honrosas, para quien ahora sustentaba ser la señora en gloria de don Leonidas Cruz. 

Las consultas esotéricas empezaron a ser más frecuentes por parte de Miranda a una nueva pitonisa que se había hecho cargo del plan de coronar con éxito a la mujer que obedecía profundamente la aplicación de cada ungüento, cada baño, cada anticística gota y cada objeto dispuesto que además de sostener el aislamiento de Leónidas, lo dominaba en toda la expresión de su ser.

 Los días iban y venían sin aparentar afán, con la diferencia de que las posesiones y dominios del poderoso Leónidas Luján estaban en custodia absoluta y bajo el mando férreo de Miranda. También implementó un cerco de seguridad que impedía llegar hasta el ser que creía todavía era el señor al mando. Los años ya menguaban el brío que en los tiempos de oro emanaba como río desde Leónidas. Esto ocurría mientras Miranda dedicaba espacios nocturnos a rituales, especialmente cuando el brillo de la luna tonada pintaba de plateado y bronce el paisaje caribeño, cómplice del calor húmedo y del canto de las lechuzas. 

Pese a todo, su propósito estaba amenazado por el inminente reclamo de 16 herederos que, aunque respetaban lo que el padre hacía, merodeaban de cerca a quienes vigilaban la casa mágica y acompañaban cercanamente a don Luján, igual que un grupo de goleros, esas aves negras de aspecto repulsivo y fealdad regia, obedientes a la señal de alimento para caer en manada sobre la carne, mejor si está putrefacta.

Cuando el plan de Miranda parecía perfecto y ella estaba a punto de cumplir los mismos 55 años que Azucena alcanzó antes de morir, algo pareció llamar la atención y obligó a la agorera mujer a ir al médico. La misma que deleitaba a su escamoteado marido con banquetes y exorbitantes recetas ricas en excesos de saborizantes, aromas, grasas y especias, recibió un llamado médico a transformar su alimentación. Esta solicitud no solo fue ignorada sino también ocultada, todavía más cuando empezó a sufrir de fuertes dolores de cabeza, diagnosticados como migrañas crónicas, que en momentos de crisis demandaban soluciones compuestas que, con inyecciones intramusculares, aliviaban el dolor y adormecían su ser.  

Su obsesión le impedía ver la ley kybalionica, que promete un efecto por cada acción.  Para Miranda, su salud no fue prioridad. Incluso con dolor, calentaba los aposentos de Leónidas, quien, pese a sus casi 80 años, seguía brioso en sus demandas sexuales. Creyendo en el uso de plantas con las que había hecho desaparecer en el pasado a cualquiera que emergiera en su camino, empezó a tomar cocciones que prometían devolverle la funcionalidad a su sistema gástrico, a sus vísceras, a su páncreas. En medio de un eclipse total de sol, cuando las gallinas desorientadas buscaban su lugar seguro para dormir y en el pueblo se comentaban historias del fin del mundo, Miranda esperaba el resultado de un examen que diagnosticaba cáncer, la enfermedad kármica que también negó y no trató.

Sabía que debía ocultar su enfermedad porque asistirse médicamente implicaba alejarse del hombre con quien había desarrollado la más tóxica relación. No era amor, no era sexo, no era atención, porque, de igual forma, la casa mágica seguía siendo asistida por el personal que era contratado para garantizar el mínimo vital de don Leónidas y quien lo acompañaba.  No obstante, había un desajuste temporal en el plan, porque quien perdía vigor y salud era Miranda, mientras don Leónidas se mantenía vigoroso, convencido de su control y de estar acompañado por la mujer más buena del mundo, la mejor amiga de su Azucena del alma, que no estaba y que él recordaba melancólicamente.  

Lo inevitable ocurrió y, precipitadamente, Miranda empezó a requerir intervenciones quirúrgicas y procedimientos médicos que le demandaban cuidados especializados que no podían hacerse en casa. Leónidas enfrentó su soledad, esta vez sin líneas de sucesión aplicables a quien lo acompañaría.  Ya no había tiempo, el ocaso opacaría las ideas para cualquier perspectiva de resolución. Los hijos de Azucena rodearon a su padre en una manifestación de amor tan real como fue la vida y el legado de su madre. Raudamente coordinaron asistir directamente a su padre y empezaron lo que se podría describir como la retoma del poder de la que otrora fue su casa mágica, la finca que en el pasado brilló y sostuvo el emporio económico que sus padres gestaron. 

Sobre la marcha, las mujeres impetuosamente hicieron cambios físicos, ordenaron pintar, botar, sacudir, lavar todo rincón y, en especial, los que había tenido bajo su dominio Miranda. Con lo que nadie contaba era con una ofendida moribunda que necesitaba invertir el curso de la historia y que Leónidas Luján, anciano 25 años mayor, muriese primero para tener el honor de llamarse “viuda”. El plan empezó a perpetrarse y, a través de personajes comisionados, se harían llegar preparados, geles y espolones de fuego que estarían conjurados para lograr la prematura muerte del patriarca. Pero, la muerte perfecta no llegaba a pesar de todo.

Llegó la celebración de los 82 años de don Leónidas Luján. Sus hijos, nietos y familiares cercanos lo rodeaban íntimamente con expresiones de afecto en el momento que el calendario marcó el natalicio de aquel singular hombre, en cuyas batallas nunca ocultó su verdad, pero sí enmascaró su actuar en la neblina de una cultura machista que le permitió hacer de todo y con todas, sin malestar, sin retribución, sin remordimiento, y en vilo del reclamo a la reciprocidad del amor que nunca se molestó en ofrecer. 

Como parte del plan de celebración se organizó una ceremonia religiosa en la que los 5 hijos ofrendaron al padre, como un acto de gratitud y benevolencia acorde con los principios religiosos cristianos. Los familiares y nietos, se había decidido, también participarían de dicho momento porque se había diseñado como un espacio íntimo de verdad y perdón para lograr la sanación y liberación de cargas y la celebración de la unión familiar. 

Hacía calor, como era costumbre. Las aspas de los ventiladores oscilaban en afán de entregar un aire que oxigenara el momento. Un sonido en ráfaga se combinó con el aleteo de las palomas que, enloquecidas de miedo, huyeron de la escena.  La sangre corrió ávidamente. El hijo mayor,  alcanzó a cubrir con su mano derecha la cabeza de su padre, tuvo un momento para cerrar los ojos de Leónidas antes de que se apagara su vida.  Moría la historia del legado Luján Cruz, no como nació, en el engaño ingenuo de los candorosos valles del río Sinú, sino como la rudimentaria forma de expresión violenta de la envidia, la concupiscencia, el deseo de lo ajeno. El más temible y aberrante sentimiento humano, llevado esclerosamente a inspirar los hechos de esta historia, como una más de las que ocurren en la cotidianidad cultural esa costa del dios macho, inspirado en el tabernáculo del fandango y en la envidia que la luz le tiene al sol. 

Ilustración: Claudia Puello

 

 

 

 

 

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