Por Andrés Felipe Giraldo L.
En Colombia nos acostumbramos a que el caos y la barbarie sean parte del paisaje, de nuestra cotidianidad. Solo basta tomar un periódico de cualquier día para encontrar más o menos las mismas noticias: Escándalos de corrupción grandes y pequeños, algún líder social asesinado en cualquier parte del país (del que no se va a saber quién lo mató ni por qué lo mataron), niños y niñas abusados y maltratados hasta la muerte, atracos por montones (muchos de ellos con víctimas fatales), abusos policiales contra gente humilde e indefensa, acciones de grupos armados en donde el Estado nunca llega si no es disparando, algún cura pederasta, feminicidios por montones y otra cantidad de hechos que le hacen sentir al colombiano de a pie que, si ese día no le pasó nada, logró esquivar por un instante las balas que aparecen en cualquier esquina. Y las noticias que inundan los diarios son apenas la punta del iceberg, porque es mucha la violencia que se queda allí muda, sin que nadie la vea, escondida en la miseria de las lágrimas que a nadie le importan, en la intrascendencia y el anonimato.
Aunque la indignación corroe las entrañas de la opinión pública y de los analistas de ocasión de manera permanente, se cambia de indignación casi todos los días, porque no hay tiempo para mantener el mismo malestar cuando los hechos indignantes se superan unos a otros en una espiral infinita, indescifrable y dolorosa. Todas las noches antes de dormir nos preguntamos ¿Hasta cuándo? y a la mañana siguiente están los diarios ahí, esperando por nosotros, con más desgracias, con más tragedias y con más tristezas.
Entonces, la esperanza se hace cada vez más pequeña, más lejana, porque las cosas lejos de mejorar se agravan y se complican, entre otras cosas, porque el Gobierno que debería liderar el cambio para el bienestar de las personas, está todos los días capoteando un nuevo escándalo en horario triple A, parado sobre la tapa de una alcantarilla que se rebosa por el estiércol del desgobierno y la corrupción, para dar la sensación de que allí, con las canas medio pintadas y cara de bonachón, hay un líder frente a una pandemia. Pero la realidad es que no hay más que un presentador distrayendo a la gente (que si logra evadir la enfermedad se empobrece sin poder hacer mucho), dando información que pocos le creen, rodeado por subalternos, coros y aúlicos que ni siquiera son suyos, sino que también le pertenecen a su jefe, como él.
Ante este panorama tan sombrío, con el tiempo nos dimos cuenta de que la pandemia por el COVID-19 se supo integrar hábilmente a este paisaje y lo desnudó en sus fallos estructurales. Evidenció aún más un sistema de salud precario y excluyente (casi inexistente en las zonas más apartadas del país), exacerbó la corrupción en todas sus escalas, confinó a los más vulnerables debajo de techos enclenques a merced del hambre y la conmiseración del Estado (que siempre que socorre a los pobres lo hace como si estuviera haciendo favores y no como si esa fuera su obligación) y mostró la faceta más desagradable de un gobierno que trata a sus indígenas con desdeño, irrespeto y total ignorancia, porque los jóvenes tecnócratas que ponen a interlocutar desde el Estado con ellos no saben de culturas ancestrales ni de raíces, inmersos todo el tiempo en sus occidentales y civilizadas burbujitas de cristal. Además, la pandemia descubrió el rostro más repugnante del arribismo y el elitismo criollo, en donde quien tiene una pizca de poder se aprovecha de la necesidad y de la ignorancia de aquellos que dependen de un puesto de trabajo para someterlos de manera infame. La pandemia sacó lo peor de la colombianidad. Me dirán que también lo mejor, en algunos casos, pero no me voy a detener a resaltar lo que debería ser normal.
Entre tanto, el Gobierno va extendiendo sus tentáculos a las otras ramas del Poder Público y anula a un legislativo, de por sí eunuco, para legislar a su antojo por decreto, y logra que la Corte Constitucional ponga en la arena de combate de nuevo a uno de los suyos, como no, al preferido del jefe. Por otra parte, nombran en la oficina de víctimas del Ministerio del Interior al hijo de uno de los paramilitares más tenebrosos de la historia para enviarle un mensaje claro a esas víctimas, para demostrarles quién está al mando y cuánto les importa el dolor que sembraron los paramilitares durante al menos dos décadas en esos pueblos asesinados, despojados y desplazados. Y a eso le llaman “gesto de reconciliación”, como si le dieran este espacio a todos los herederos del conflicto y no solo a los de su propia facción. Para terminar, el Ministro de Defensa anuncia grandes investigaciones y revolcones en las Fuerzas Militares para paliar la corrupción que se traga a esas fuerzas, ante el escepticismo de los que sabemos que nunca pasa nada.
La cotidianidad en tiempos de pandemia es la misma cotidianidad de siempre, pero desnuda en sus cimientos. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, mientras la violencia y la corrupción distraen los análisis profundos, las fallas del sistema y la injusticia estructural de siglos. Detrás de todo ello está un establecimiento que supo capitalizar el caos sin que los males les toquen, cuyos cacaos abren todos los días los periódicos para ver que el país se cae a pedazos mientras sus fortunas crecen, mientras el Estado se convierte en un bien exclusivo y excluyente de los clanes políticos de antaño, de los terratenientes, de los grandes empresarios, de los banqueros, de los narcotraficantes y de los paramilitares, mientras el Gobierno apela al fanatismo religioso y a su programa diario de entretenimiento para llamar a la unidad, que no es más que la sumisión reverente y la resignación muda de los pobres y marginados como en la colonia.
Colombia no va a ser mejor después de la pandemia porque el COVID-19 llegó para ser un actor más en la tragedia y al parecer está siendo muy funcional para quienes controlan al país. Pero no está de más notar que la miseria de nuestra cotidianidad está desnuda. Hay que mirarla con todos sus defectos, contemplarla impávidos e indignados, pero inútiles, sometidos y pasivos, para percibir cómo se nos va muriendo este país en una agonía eterna, ahorcado por las manos de los de siempre sin que hagamos nada, mientras nos robamos y nos matamos entre todos, porque a eso nos acostumbramos: a la indignación perpetua, hasta que la tragedia nos alcance un día en cualquier parte.
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