Por Andrés Felipe Giraldo L.
La ciudad es la manifestación más evidente de la civilización. Al menos en eso coinciden muchos sociólogos, antropólogos e incluso arquitectos e ingenieros que se aventuran a teorizar sobre lo sagrado y lo profano. Sin embargo, cuando camino por mi ciudad natal, Bogotá, percibo todo lo contrario: Bogotá es la manifestación más evidente de la barbarie.
Siguiendo con la teoría, ese aspecto vago de la presunción confirmada por la ciencia, la ciudad representa la cresta de la ola de la evolución humana en el aspecto social, político y económico. Debo decir, sin querer presumir, que he conocido varias ciudades que para mí responden a unos mínimos de bienestar urbano: Tel Aviv, Jerusalén, Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, Chicago, Cincinnati, Montreal y Nueva York. Otras un poco más caóticas como El Cairo, Ciudad de México o Lima. Y una absolutamente invivible, inviable, hostil y desordenada, que ha tenido la mayoría de mis momentos en la vida que se llama Bogotá.
Siempre he pensado que la ciudad, como sinónimo de civilización, se construye sobre dos pilares, uno espiritual y uno material. El espiritual es la cultura ciudadana, que es la certeza de que debemos compartir un espacio reducido con muchos humanos y sus formas, colores, olores, sabores y pensamientos. Y el material, que es la infraestructura, ese conjunto de obras que permiten que esos humanos en ese espacio reducido se puedan mover sin estrellarse unos con otros. Con tristeza debo reconocer que Bogotá no tiene en un nivel, al menos decente, ninguno de los dos.
Sobre cultura ciudadana no sabríamos ni siquiera el concepto en el siglo XXI si no hubiese sido por el visionario Antanas Mockus, un buen tipo de sangre lituana que fue alcalde de la ciudad dos veces (1995 – 1998 y 2001 – 2003). Mockus, con mucha paciencia, creatividad y dedicación, intentó arraigar una forma de ser y de actuar acorde con los principios de convivencia ciudadana como respeto, reconocimiento y tolerancia. Sin embargo, como la mayoría de acciones sociales que se basan más en la emotividad que en la política pública y la sanción estatal, el esfuerzo se diluyó con las subsecuentes administraciones. Ahora la cultura ciudadana en Bogotá es ciencia ficción. Por el contrario, en Bogotá se impone esa cultura fastidiosa de “el vivo”, un ser repugnante que saca ventaja de cualquier descuido del prójimo u omisión de la autoridad para sacar provecho.
Y de la infraestructura ni hablar, es un caos imposible de disfrazar detrás de transmilenios, vías de cinco carriles, edificios inteligentes o puentes peatonales. Para nadie es secreto (y los medios lo han hecho público) que la corrupción se ha devorado a Bogotá con cuchillo y tenedor. Samuel Moreno, alcalde de Bogotá 2008 – 2011, entregó la ciudad a su hermano Iván como caja menor de sus multimillonarias cuentas. Alegará presunción de inocencia, pero Iván ya está condenado. Así pues, el atraso de la ciudad es más que evidente. Bogotá es de las muy pocas ciudades en el mundo con más de tres millones de habitantes que no han podido consolidar un sistema de transporte público decente.
Bogotá no tiene metro. Eso lo dice todo. Un metro no es simplemente un medio de transporte efectivo en una ciudad de esta envergadura. Es un monumento al amor propio de cualquier ciudad. Nueva York, Montreal, Ciudad de México, Barcelona, Buenos Aires y Santiago mueven no solo millones de personas. Mueven la dignidad de toda una ciudad.
Entonces, Bogotá es una ciudad con profundas carencias, con pilares corroídos y muy poca voluntad política para un cambio profundo y real. El alcalde actual, Gustavo Petro, cambió sus buenas ideas, acciones e intenciones para convertir a Bogotá en una trinchera ideológica para defenderse de los ataques demagógicos del Procurador y su combo de oligarcas. Y si bien le ha dado un enfoque humano a su gestión, su ego ha sido más importante que la ciudad. La autocrítica no existe en esta administración y por lo tanto no corrige lo remediable y agrava lo complicado.
Es triste decirlo con tanta crudeza, pero Bogotá no es una ciudad civilizada. Es una mole de cemento sin formas ni dolientes clavada entre las montañas a 2600 metros sobre el nivel del mar. Es un lugar en donde impera la ley del más fuerte, en donde los políticos de turno ven más una oportunidad de fama y un peldaño para la Presidencia que un espacio de progreso, un tiempo de cambio y unas personas dignas de la grandeza del lugar privilegiado que le corresponde en el mapa.
Bogotá sin Bogotá es hermosa. Un paisaje de todos los tonos de verde plano rodeado por la cordillera oriental, ríos, cañadas, humedales, praderas y colinas. No por nada el fundador, Gonzalo Jímenez de Quesada, enfermó y murió después de que se fue de Bogotá. Algunos cronistas fantasiosos dicen que lo mató la nostalgia recorriendo el Magdalena y recordando a Bogotá. Lo entiendo. Yo también extraño a Bogotá. O mejor, extraño la idea de lo que creo que podría ser. Una ciudad organizada, limpia y amable en la que dé gusto vivir. De la que no nos estemos quejando todo el tiempo mientras la destruimos porque para quejarnos somos muy buenos pero para respetar somos muy malos.
Para terminar, se acercan las elecciones locales. Los buitres políticos de todos los colores rondan el firmamento de la blanca estrella que alumbra en los Andes. Las promesas vendrán en forma de discurso y una vez más los ciudadanos de la Capital nos dejaremos seducir por unos y otros. Ojalá la mano que va a la urna que deposita el voto esté guiada por la conciencia que concibe a la ciudad como un proyecto de vida y no como un botín político o económico de los poderosos. Bogotá será respetable y grande en la medida en que sus ciudadanos la hagan respetar. Es inútil seguir despotricando de la ciudad mientras nos quedamos cruzados de brazos. El voto es la representación de la democracia que logra cambios. O de la demagogia que los aniquila. Usted elige. Por su ciudad, hágalo bien. Vote bien.
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