Por Andrés Felipe Giraldo L.
¿Qué hará un suicida con su carta si no se suicida? ¿Qué hará con todas esas explicaciones no pedidas, con esos reclamos vehementes como gritos que jamás llegarán a su destino? ¿Qué hará con los perdones no concedidos y con los que ya no va a pedir? ¿Qué hará con las respuestas que quizás no quiera saber pero que seguramente van a llegar, con el tiempo, arrasando su secreto, revelando las ganas constantes de ya no ser? ¿Qué hace un suicida después de escribir su carta si se arrepiente después del punto final? ¿Hará una bolita de papel amasada con lágrimas y mocos para darle mejor forma y así la encestará en la papelera? ¿La guardará como un souvenir de sobreviviente entre esos diarios de los días malos? ¿La esconderá como un secreto perpetuo debajo del colchón, hasta que haga uso de ella, quizá con algunos tachones y algunos agregados?
La carta del suicida ha de ser el suspiro más profundo, el inventario de las razones para no querer vivir más, el listado de las preguntas que se quedaron allí clavadas en el alma, algunas con las respuestas tristes que fueron derrumbando las entrañas de a poco, otras que no serán más que el limbo eterno al ver la soga o el vacío en los pies. La carta del suicida es la certificación incontrovertible de que no hay Dios con mayúscula ni dios con minúscula que mande sobre nuestra existencia, la advertencia de que nuestros latidos y nuestras respiraciones están bajo nuestros dominios por más fuerzas superiores que se disputen controlar nuestro destino.
Ha de ser difícil escribir con los ojos encharcados y el pulso tembloroso, con la sensación de que allí, en ese papel, quedará plasmado un último grito silencioso. No sé. Aunque he caminado por la cornisa y he fantaseado con la muerte, las lágrimas se me han condensado como tinta y me quedo aferrado a la pluma escribiendo, mientras las pulsaciones se calman, como quien quedó colgado de una rama en el precipicio esperando a que le rescaten.
La carta del suicida es un poema escrito con llanto que va dejando surcos en el camino del adiós, lacerando los corazones que se quedan, calando en el alma de los dolientes, marcando para siempre con dudas los abrazos fuertes y las despedidas dudosas.
Yo voy desgastando las ganas de vivir rastrillando la pluma contra el cuaderno. Empecé a escribir desde que me conozco y no puedo evitar este dejo de melancolía en cada una de mis letras que siento me va arrancando de a poco los alientos. Pero así me han llegado algunas canas y los párpados cansinos que se me vienen sobre estos ojos que ya ven borroso. Ahora respiro pesado y me muevo lento. He llegado a los linderos de la vejez sabiéndome dueño de mi existencia, sosteniéndome sobre un bastón imaginario, meciéndome en la mecedora de los recuerdos, mascando aire, bebiendo lluvia.
Soy un suicida escribiendo una carta larga, muy larga, casi eterna, llena de vida, de momentos, de personas y de afectos. Escribo esta carta y la guardo por años, durante décadas, mientras recuerdo que sigue ahí, esperando por mí, para que la concluya, para que por fin me concluya. Pero no la termino, porque siempre tengo algo por decir, algo que agregar, algo que borrar, arrepentimientos que no resuelvo, remordimientos que se quedarán ahí para siempre. Me falta el romanticismo propio de la tragedia y el valor que da el egoísmo absoluto de la última expiración.
¿Qué pasará con mi carta de suicida si nunca la termino? ¿Si se queda ahí guardada en un cajón cuando la parca ya me haya llevado? ¿Será una alegoría de vivir una vida entera para la muerte? No sé. Solo sé que la sigo escribiendo con la vana ilusión de que tengo el poder de ponerle punto final cuando yo quiera, imperceptible, fugaz e impredecible. Pero no quiero. Porque siempre tengo algo más por escribir, como hoy, que escribo sobre este tema macabro que me inspira sin precaución alguna, sin medir las consecuencias, sin ningún tabú, porque este es el espacio sagrado e inexpugnable de mi libertad. Mi carta de suicida es mucho más prolongada que mi existencia. Seguramente ahí quedará a medio camino cuando me vaya, sin mayores aspiraciones, colmando tantas páginas como días, con algunos puntos suspensivos sin continuación.
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