LiteraturaReflexiones

Hambre

Por Adolfo Ochoa Moyano

Nunca fui bueno para nada importante. Ni para las matemáticas, ni para la química, ni para sonreírle a la gente que vale la pena. A duras penas logré terminar el bachillerato; cuando hablaban de factorizar, de ecuaciones lineales o de tabla periódica, para mí era como intentar descifrar un jeroglífico en klingon. Pero hay algo en lo que siempre fui un maestro: en aguantar hambre.

Desde que me pude valer por mí mismo fui un pellejo con ojos, un saco de huesos caminando en pantalones que parecían prestados. Aun así, rara vez me mareaba y nunca me desmayé.

Yo no quería quedarme tieso en la calle, así que hice lo posible por estudiar. Llegué a la universidad por los libros, pero sin preocuparme un solo día por mi estómago. Me levantaba antes del sol, tomaba café negro y una rebanada de pan. El almuerzo era un sándwich rancio o una empanada grasienta, acompañados de un cigarro Lucky Strike. Un nombre elegante para una vida miserable.

Por esos días ya sabía que era escritor. Lo sabía pese a que mi única experiencia editorial era un cuento publicado en el periódico Huellas del reformatorio infantil en donde estudié la primaria, un sitio que hoy se conoce como colegio.

Aunque mi hoja de vida como autor era tan escuálida como yo, sabía que eso no significaba nada, porque escribir no es algo para lo que alguien te elige, nadie te pone una mano en el hombro y te dice: “Hey, muchacho, resulta que eres tú: estás destinado a escribir la próxima novela latinoamericana, un búho va a tocar tu ventana esta noche con todas las instrucciones amarradas a la pata”. No funciona así. No es cuestión de destino, es cuestión de necesidad.

Después de unos años me gradué de periodista con algunas cicatrices y con una reforzada convicción de que escribir sería lo que pagaría las cuentas por el resto de mis días.

La vida, de todos modos, me presentó opciones. Creo que pude haber pedido trabajo en la empresa de mi tío o hacerme corredor de bolsa como mi primo. Siempre fuimos grandes amigos, seguro no habría dudado en tirarme un hueso. Aunque siempre tuve una debilidad por las cosas brillantes, nada de eso era para mí. La vida de oficina es un dragón que canta como sirena para encerrarte en una jaula de oro. Yo jamás supe atar el nudo de la corbata, ni siquiera he tenido una billetera decente para meter tarjetas de crédito que acumulan millas.

No fue un dilema en ningún momento, sin chistar, opté por aguantar hambre. Por ser escritor. No porque fuera más noble o valiente, sino porque no sabía hacer otra cosa.

Para poder obtener los nutrientes y vitaminas esenciales que necesitaba para mantenerme vivo, trabajé a cambio de tapas de gaseosa en redacciones de muchos medios de comunicación durante 15 años. Kapuscinski solía decir que si se quiere vivir de escribir hay que tener una doble agenda: un trabajo diurno para poner techo sobre la cabeza y arroz en la mesa; y otra agenda personal, que le permita a uno dormir toda la noche sin el cargo de conciencia de que se está siendo un fraude.

Cada uno de esos sitios era un avispero, lugares donde todo era urgente y lo demás era importante, donde las noticias caían como piedras, a cualquier hora del día o de la noche. Perdí la cuenta de las veces que una llamada de madrugada me arrancó del sueño y me dejó tieso como una tabla sobre la cama, obligado a vomitar notas enteras sin tiempo de quitarme las legañas. Así estuviéramos en Navidad o en Año Nuevo.

Todo tenía temperatura de lava y la cabeza siempre estaba al borde de perderse en medio del caos. Igual me sentía más cómodo allí que almorzando en la casa de mi abuela. Si había nacido para algo, era para eso.

Me pagaban por escuchar vidas ajenas y convertirlas en tinta que corría por páginas como carreteras que no llevaban a ningún lado. Las veces en las que casi me convertí en obituario fueron apenas anécdotas, gajes del oficio, un jueves más en la oficina. Así pasaron 15 años. Sin marcar domingos en el calendario, sin encontrarle sentido al reloj, ¿para qué, si el mundo nunca pisaba el freno?

Escalé montañas y puse mi bandera en la cima. Fui editor en redacciones de alcance nacional, estuve frente a equipos, recibí premios de periodismo y me enviaron botellas de champaña en mi cumpleaños. Trabajé al lado de los mejores del oficio y de todos fui alumno.

Pero un día todo se acabó. Llegó la peste, cerró el mundo, me despidieron y de nuevo empezó el rugir de las tripas. Por meses me las arreglé para sobrevivir sin arriesgarme a terminar en la cárcel o como Hemingway, pero fue solo hasta que encontré a Linotipia que de nuevo me sentí en el avispero.

Todavía escupo ceniza de aquellos días, pero siento como si fuera otra vida de otra persona. Parecen más ecos que recuerdos. Ahora vivo esa calma que me llegó sin que la esperara, como si alguien la hubiera dejado olvidada en mi puerta y aunque la vida se ha vuelto más lenta, curiosamente, también es más intensa.

Después 15 años tragando pólvora, viviendo a 183 kilómetros por hora cada día, todos los días, luego de 15 años de no poder respirar si no hacía periodismo, todo cambió en un parpadeo y me encontré frente a la opción irremediable de saciar mi hambre más primaria y dedicarme sin aspavientos y sin ambiciones a la literatura.

Tan inesperado como un relámpago mi vida de periodista se descarriló, pero la literatura puso nuevos rieles. Encontré a Linotipia por casualidad y enseguida se convirtió en mi refugio antibombas.

Llegué como estudiante, estaba buscando una comunidad, una guía, una estructura movida por el combustible de la pasión donde pudiera cargar mis baterías. Encontré un taller de escritura creativa dictado por Andrés, un minero con el pulso de un cirujano, capaz de excavar hasta la veta más profunda de una historia; y Javier, un relojista suizo, meticuloso, disciplinado, un obsesivo del aprendizaje. Ambos me ayudaron a dar forma a Pie, un cuento que es mi orgullo, mi medalla. Gracias a Pie me reclutaron en sus filas y ahora juntos compartimos la trinchera en la enseñanza de la escritura. Sigo siendo un estudiante, pero también soy profesor.

Con esto, siento que he ido completando el acertijo que es mi existencia. El periodismo me enseñó a descifrar el mundo, a mirarlo sin maquillaje, desnudo en sus miserias más profundas. Me permitió ser testigo de actos que muchos llamarían milagros, destellos de humanidad en un paisaje lleno de ruinas. La ficción, en cambio, me llevó hacia adentro. Ahora soy yo quien se hace las preguntas, soy yo quien se rastrea en este mapa borroso que llamo vida. Soy mi propio entrevistado, mi propio atlas de geografía humana.

Estoy al borde de malvivir, es verdad. No es fácil. No hay un sueldo fijo que me respalde, que dé la holgura de comprarle suéteres a los gatos o el lujo de un café con nombre gringo de vez en cuando. Ahora se cuentan las monedas con una atención casi poética, como si cada centavo fuera parte de un ritual. Las facturas esperan pacientemente en un rincón de la mesa y uno aprende a vivir con esa tensión, a sortear esa incertidumbre de si habrá suficiente para llegar al final del mes.

Pero también hay algo liberador en eso. Algo que la seguridad del trabajo de oficina no me da. Es una especie de energía primaria que se parece al hambre, pero que sé que en verdad es la gemela del miedo. Así que se trata de escribir o morir.

Dedico mis días a destripar novelas, poemas, columnas, ensayos, cuentos, atiendo mi apetito según me place. Escribo sin presiones ni afanes de vértigo noticioso. Garabateo. Contemplo.

Mentiría si niego la melancolía. Las redacciones eran mi lugar en el mundo y las extraño. Sitios llenos de vida, de ideas como avispas, rebosantes de egos y de decepciones. Allí nacieron mis amistades de sangre y tinta, allí forjé en calor volcánico quien soy hoy.

Ahora la colmena es mi casa. Mi oficina es mi comedor, mis amigos de sangre y tinta son dos gatos que me miran como si supieran que mis líos económicos no son su problema. Hay un par de plantas que luchan por sobrevivir igual que yo. Tengo un girasol marchito que ya no busca el sol y al que cada día me parezco más.

Hay días en los que falta el aire, pero Linotipia me lo devuelve. Dar clases, conocer a gente como Marco, Mauricio, Juan Carlos, Yulieth, James, Nora, Catalina, Diana, Clara, Arturo, Lorena, Juan Felipe —quisiera nombrarlos a todos, pero son demasiados—. Todos escribiendo sobre el mundo que habitan, sobre cómo lo ven, creando personajes reales y ficticios, universos enteros. Cada uno, sin saberlo, fundamental para mí.

Extraño mi vida de reportero, sí. A veces añoro los nuevos comienzos de cada mañana, la adrenalina que no me dejaba pegar las pestañas, la sensación de tomarle el pulso al mundo. Pero los proyectos que inventamos con Javier—como aquel picnic literario donde hasta los perros fueron público o los talleres de inmersión con fogata, vino y árboles; y hasta nuestros fracasos… esos cursos con cero inscritos— todo, todo tiene un sabor distinto. Sabe a reivindicación.

No me haré rico, pero cada historia que ayudo a dar a luz en los talleres es un alumbramiento. Una certeza visceral de que este siempre fue mi camino, aunque termine en un acantilado alfombrado de huesos de otros que también siguieron su estrella del norte hasta aquí.

Hay una libertad en no saber qué viene después, una especie de fe ciega en que, de alguna manera, voy a llegar al otro lado. No porque alguien me sostenga (que sí hay quienes lo hacen, voy sobre hombros de gigantes), sino porque he aprendido a sostenerme, aunque sea con los dientes. Mis naves ardieron, cada puente que crucé quedó en ruinas para obligarme a no mirar atrás. No me queda más opción que encajar la mandíbula y seguir la marcha hacia adelante.

Mi vida ahora se mide en pequeños momentos. En el olor del café sin nombre raro que hago cada mañana, en el sonido de las teclas que ya no martilleo para ganarle a los clicks y las interacciones, en el ronroneo de mis gatos y en las horas que paso escribiendo sin la presión de tener que producir un titular que venda periódicos como si fueran pizza.

Escribo para vivir porque no sé hacer otra cosa, nunca supe nada más. En el fondo, escribir es mi manera de existir, de dejar una marca en esta vida que, como las redacciones de antaño, siempre parece estar a punto de arder. Escribo porque tengo hambre y esto es pan, vino y carne.

Sigo persiguiendo historias como quien persigue el último tren. Cada tecla que presiono, cada nuevo texto que ebulle de mi plasma, cada historia que ayudo a parir son mi manera de desafiar al tiempo, de decirle a la Señora Muerte: “Todavía no, el tintero sigue húmedo, mira que la mano que sostiene la pluma no me tiembla. Un día me vas a besar en los labios, pero no es este día. Hoy voy a escribir, intenta atraparme después”.

Cada día es una lucha contra el dragón. Quiere que me acurruque bajo su ala tibia. Hay veranos muy crueles en los que escucho su canción y me tengo que amarrar el tobillo a la cama para no ceder de una vez por todas a su tentación.

Mi única defensa es escribir. En el momento que sea, cada vez que se pueda. A veces por las noches, a veces de madrugada cuando el sueño me abandona de repente, a veces a medio día en medio de un bocado, a veces escribir en mi mente mientras me ducho. Escribir.

El resto del tiempo alquilo mis armas a cualquiera que pueda pagar por las balas. He sido escritor fantasma. Seguro han leído mis columnas de opinión en diarios de circulación nacional, firmadas por un eminente político que gobernó la capital hace muchos años; he catalogado información para secretarías de salud y educación, también trabajé apoyando investigaciones en el Ministerio de Cultura. Si supiera conducir, manejaría taxi.

Este ritmo endemoniado me marchita cada día, como al girasol. A veces fantaseo con una oficina en un rascacielos, un asistente personal bilingüe y número telefónico con extensión directa, pero sé que nada de eso soy yo.

Lo cierto es que no tengo más remedio que escribir y vivir de la literatura, de aprender de ella, sobre ella, de masticarla, dormir con ella, usarla como mi piel, inhalarla, llegar a odiarla, de tratar de enseñar algo de lo que sé de ella.

Hay algo que arde dentro de mí desde que pude sostener un lápiz, así que esto es una deuda, un impulso involuntario, una necesidad vital. Este fuego no se extingue por la falta de contratos indefinidos, primas de servicios, cesantías y aportes a caja de compensación; mientras arda tengo que seguir hasta el final. No sé si esto es valentía o terquedad, pero sé que cuando la Señora Muerte llame a mi puerta me encontrará trabajando, y tal vez, solo tal vez, se sentará a leer antes de besarme en los labios, tomarme de la mano y llevarme con ella.

 

Comment here