Por Andrés Felipe Giraldo L.
Llegué a los 47 años, esa edad gris en la que aún no somos tan viejos, pero en los que la juventud ya se quedó bastante atrás. Edad madura, que llaman, que a mí me llegó sin madurez.
No quiero hacer un recuento de mi vida ni hacer un inventario de logros y fracasos, quizás porque no se me da, o a lo mejor, porque no estoy de ánimo para eso. Solo quiero mirarme en el espejo un rato para ver qué veo. Un hombre obeso, flaco de voluntad. Un pornógrafo del espíritu que muestra sin vergüenza su debilidad a través de las letras, sin pudor, como una fuente de inspiración para actuar ante unos reflectores imaginarios que no iluminan nada.
Me hubiese gustado celebrar este día con más alegría, con una alegría que viniera de la inercia de unos días alegres. Pero no, estoy triste, y no vale a pena contar por qué. Repaso algunos textos entre papeles amarillentos de hace tiempos y los que ahora adornan mis portales y percibo que alguna variable de la tristeza impregna la mayoría de mis escritos. Sobre párrafos enteros he navegado mis lágrimas desde que tengo uso de razón, cuando para mí escribir, siendo niño, era la forma de explicar qué significaban mis dibujos feos. Y acá estoy, a mis 47, desafiando a la presbicia detrás de unos lentes nuevos, intentando explicar estos sentimientos feos.
No sé qué depare cada edad. No sé si exista una tabla de correspondencia entre lo que debe ser y los años. Pero si existiera, mi check list sería un desastre. No tengo nada de lo que que creo, debería tener a esta edad. Pero bueno, aún me acompaña esa curiosidad de saber qué va a pasar mañana. Y es la curiosidad la que me mantiene vivo, la que me impulsa a levantarme cada mañana. No son los propósitos que tanto dicen es lo que le da sentido a la vida. A mí me motiva tan solo esa curiosidad desprovista de propósitos, ese mero hecho de saber qué va a pasar un día más en esta vida que vivo. Sobre todo, me mueve la curiosidad por ver crecer a mis hijos para percibir con serenidad cómo van descifrando su propia existencia, cómo van resolviendo cada acertijo que genera el mero hecho de nacer, y notar con una sonrisa de satisfacción y orgullo, que lo están haciendo mucho mejor que yo.
Los 47 deben ser algo así como el preludio largo de una vejez que empieza a gestarse a los 50, esa vejez que tanto anhelo para retirarme de estos desafíos a los que tanto les hago el quite. Ya me veo sentado en una mecedora al lado de un perro viejo como yo, que se eche a mis pies sin mucho interés. Antes, me imaginaba envejeciendo con alguien a mi lado, alguien a quien no le importara mis achaques y mis manías de vejez, que en realidad existen desde que me conozco. Hoy sé que voy a envejecer, de hacerlo, con mi propia compañía, con mis demonios, con mis musas y con mis recuerdos, que siempre han sido tan leales, así yo quiera abandonarles.
Estoy encendiendo las velitas más para ver que para celebrar. Estoy sentado frente a este teclado, divagando, pensando, como lo hago cada tanto con el fin de dejar esta piedrita en el camino para saber al menos de dónde vengo, así no sepa para dónde voy. Estoy purgando mi alma con las letras mientras los párpados se me vienen sobre los ojos, se asoman algunas canas y respiro cansado hasta estando sentado.
No, no estoy feliz como debiera. No estoy feliz como quisiera. Pero estoy acá, escribiendo las mismas palabras que son como una marca registrada de mis tristezas: soledad, nostalgia, melancolía, anhelo, añoranza e ilusión; esas palabras que han impregnado mis papeles con su aroma a hoja seca y tierra mojada, y que al final son parte de mi propia naturaleza.
Llego a mis 47 sin mayores pretensiones que las de conservar algo de lucidez para seguir llevando el registro de mis días cortos y mis noches largas, esperando que el vino tinto cada vez me sepa mejor, añorando con todo mi ser que la pluma jamás me abandone, y con toda la gratitud hacia mis gafas nuevas que evitan que las letras se me escondan detrás de un incómodo manchón. Llego a mis 47 escuchando tangos en la madrugada, abrazándome a Gardel, bebiendo un café amargo, bien amargo, tan amargo como la amargura que siento hoy. Pero estoy vivo, y eso es suficiente. Y así llegarán los años, uno tras otro, hasta que uno no llegue más, y conmigo muera también la curiosidad por saber qué va a pasar después. No sé cuándo sea eso. Por ahora seguiré escribiendo, drenando mi alma, seguiré navegando mis lágrimas sobre párrafos y así, de tormenta en tormenta, encontraré alguna orilla, un día cualquiera, no sé.
Por ahora, feliz cumpleaños a mí.
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