Por Andrés Felipe Giraldo L.
A Gustavo Petro se le ha acusado de polarizar, dividir, discriminar, perfilar, perseguir y por supuesto, odiar, en su rol de Presidente de la República de Colombia. Los miembros de la oposición, todos los días, ayudados por los megáfonos de la prensa del establecimiento, que no son más que cajas de resonancia de todo aquel que se manifieste en contra del gobierno, se victimizan acusando al Presidente de generar odio contra ellos. Pobrecitos ellos, que nunca dicen nada malo del primer mandatario y que siempre muestran posturas tan conciliadoras, decentes, argumentadas y poco beligerantes para pronunciarse sobre el gobierno de Petro.
Sin duda, el tono de Petro siempre es confrontativo y provocador, pero no surge espontáneamente ni sin motivaciones bien fundadas. Si hay un Presidente que ha recibido todo tipo de ataques bajos y rastreros, desde el primer día de su mandato (e incluso desde mucho antes), ese es Gustavo Petro. No hay que interpretar nada para percibir el odio que recibe Petro, y en general todo su gobierno, desde todos los frentes del establecimiento, con una frecuencia que supera los límites de lo tolerable. Hacer un listado con hechos concretos haría de esta columna un extenso cúmulo de ofensas, insultos, ataques y todo tipo de vejámenes en contra de quien fue elegido en democracia para gobernar a los colombianos, superando todos los obstáculos y todos los pronósticos, con una mayoría (no aplastante pero sí suficiente), y sometido a todos los controles institucionales que avalan su mandato, así muchos no solo no lo quieran reconocer, sino que actúan como si no fuera un hecho político ratificado en el marco de la democracia que rige a Colombia.
Parece que quienes hacen los reclamos al Presidente, por supuestamente incitar al odio, no fueran ellos mismos una fábrica industrial de odio. Pero lo son. Esos que amenazan con acciones judiciales y salen a llorar todos los días a los micrófonos de las emisoras de los grandes grupos económicos, son una fábrica industrial de odio. Es ridículo que con el argumento manido y conveniente de que el Presidente representa la unidad de la nación, como lo establece la Constitución, esto lo obligue a comportarse como un saco de boxeo o como un mingitorio para que todo el que quiera vaya y lo golpee o se le orine encima, para que él solo sea un agente pasivo y mudo de la agresión. Porque parece que la oposición no se escuchara a sí misma, parece que no entendieran que significa “acabar con la plaga” cuando se refieren al movimiento político que gobierna, que le pidan a las Fuerzas Militares sublevarse contra un gobierno legítimamente elegido, e incluso que desconozcan que el Presidente es el comandante en jefe de la milicia, para complotar con reuniones que no tienen otro fin que el de derrocar a un mandatario elegido en democracia. No pueden negar ahora que Maria Fernanda Cabal en febrero de 2023 manifestó frente a un auditorio en Medellín que el objetivo de la oposición era impedir que Petro se quedara los cuatro años en el gobierno, y tampoco pueden ocultar que medios como Semana, la FM o Blu entre muchos otros, se han dedicado a fabricar bulos, a tergiversar noticias y a revelar verdades a medias con el fin único de afectar la gobernabilidad del Presidente. Felipe Zuleta Lleras, periodista de Blu Radio, dijo con los ojos desorbitados y casi que botando babaza por la boca que el gobierno de Gustavo Petro “huele a mierda”. No bajó al Presidente de crápula, degenerado, despreciable, sinvergüenza, miserable, canalla e infame. En esas palabras, sin matices. Por supuesto que está en todo su derecho, en eso consiste la libertad de expresión, pero que los gendarmes de los medios no vengan a posar de víctimas ahora cuando se han dedicado a despotricar de Petro de todas las maneras posibles y a minar su gobernabilidad desde los micrófonos para crear la atmósfera de un Golpe de Estado, algo que el propio Presidente ha denunciado en múltiples oportunidades y que se nota a leguas. Hasta la directora de Semana dejó tirada la revista, y ya harta de mentir, se quitó la careta para revelar sus verdaderas intenciones. Semana dejó de hacer periodismo hace mucho tiempo y ahora es una plataforma política de alguien que se ha dedicado a odiar a Petro casi que como actividad exclusiva. Hay que ser demasiado imbécil, negligente o adoctrinado para no notar que Vicky Dávila dejó de ser periodista hace muchísimo tiempo y que se dedicó a construir una campaña política desde el odio a Petro. Solo hay que escucharla decir que Petro “es feo”, como si eso fuera un crimen. Solo hay que ver que la otrora importante Revista Semana quedó reducida a ser un pasquín electorero al servicio de los Gillinsky y su máquina de propaganda. Hay que ser demasiado estúpido para creer que eso es periodismo y no militancia.
Petro recibe odio en cantidades industriales desde los foros gremiales a los que nunca lo invitan porque lo tratan como un apestado y, por el contrario, invitan a todos sus detractores para que se rieguen en pliegos de prosa para odiarlo. El odio por Petro ha convertido de esos foros centros de conspiraciones para ver cómo se unen los cacaos del país para tumbarlo. Cuánta hipocresía hay en esos que dicen que Petro los odia, cuando son ellos los que odian a Petro. El Presidente solo se defiende, no solo como Presidente, también como persona, porque han arrastrado con su dignidad y lo han acusado de las cosas más humillantes sin prueba alguna, sin soporte alguno, sin nada que trascienda más allá del rumor, el chisme de pasillo y las mentiras que a punta de repetirlas las quieren convertir en verdades sin más evidencia que el odio. El odio es funcional a los delirios y la oposición se sumerge en los dos, en odios y delirios.
Dicen que Petro ha revivido la lucha de clases, como si la lucha de clases no fuera no solo una realidad sino una necesidad. Esos que lamentan la lucha de clases son los que hablan desde el privilegio que se mantiene incolume cuando la identidad de clase desaparece. La identidad de clase es lo único que le permite al pueblo común hacer valer sus derechos, porque toman conciencia sobre la injusticia, la opresión y la desigualdad y obran en consecuencia. La presidencia de Petro es consecuencia directa del estallido social y sería absurdo que esta elección no se diera justo para reanimar la lucha de clases, que en una lógica dialéctica, es justo lo que opera para que el pueblo sea capaz de reclamar lo que le pertenece, en contra de los privilegios adquiridos de una oligarquía anquilosada que se cree dueña de todo, y que cree que esos privilegios son inamovibles porque los heredaron, o porque su clase los merece, o porque tienen el poder y se les da la gana. La lucha de clases es el motor de la historia y Colombia está viviendo su propia historia en donde el pueblo está tomando conciencia. Que a la oligarquía y a sus lacayos les dé pánico que el pueblo despierte, es otra cosa. Pero eso no es odio, es la justa reivindicación de un pueblo que lucha por la justicia social, la equidad y las oportunidades para todos. En eso consiste el mandato de un gobierno progresista y para eso Gustavo Petro fue elegido. Paloma Valencia, convencida de que la izquierda jamás gobernaría, dijo en NTN24, otro diario de manual de la derecha, en junio de 2021, en pleno estallido social “… si quieren gobernar, ganen las elecciones.” Pues bien, ganamos las elecciones. Y ni así les sirve. A pesar de que Petro ganó las elecciones, no lo quieren dejar gobernar, porque el odio es así, tramposo y rencoroso.
El odio por Petro ha llevado a la derecha de Colombia a aplaudir las deportaciones crueles e inhumanas de colombianos en los Estados Unidos, a avalar el genocidio de palestinos por cuenta del Estado de Israel y a justificar que la armada gringa masacre personas en las aguas del Caribe sin procesos, juicios ni evidencia. El odio por Petro puso a celebrar a la derecha que el gobierno de Trump hubiera descertificado a Colombia en una lucha contra las drogas, en la que siempre nosotros ponemos los muertos y Estados Unidos las narices. El odio por Petro desnudó a la derecha fascista de Colombia que ahora apoya sin máscaras las violaciones de los Derechos Humanos y las convierte sin pudor en negacionistas de hechos atroces como los falsos positivos o los muertos de La Escombrera en Medellín. El odio por Petro ha hecho que los alcaldes que odian a Petro usurpen la representación internacional del Presidente que por Constitución debe liderar las relaciones internacionales del país y vayan a Washington a mediar por intereses nacionales cuando su jurisdicción está claramente limitada a la ciudad que les eligió. El odio por Petro ha llevado a Tomás Uribe a buscar desesperado pruebas que incriminen a Iván Cepeda y al propio Petro en actividades de narcotráfico, de manera tan torpe, que publica avisos clasificados en las redes sociales porque en Derecho no tiene nada. Y en Derecho, Petro y Cepeda han derrotado a los Uribe una y otra vez. Porque las pruebas siempre han estado ahí, al alcance del país que ha visto cómo el “gran colombiano” tiene las manos manchadas de sangre desde siempre, como todos lo sabíamos, como se ve en los intentos desesperados de la derecha por ocultar la verdad debajo de los escombros o sobornando a los testigos, a esos pocos testigos que quedan vivos, porque a la mayoría ya los han matado.
Dicen que el odio de Petro determinó el asesinato de Miguel Uribe Turbay. Ni una sola prueba hay de eso. Lo que sí es claro es que el martirio de Uribe Turbay ha sido supremamente funcional al papel de víctima de sus copartidarios. Hasta el padre de Miguel Uribe saltó a ruedo político sobre el cadáver fresco de su hijo. Donde la derecha radical ve un acto de valentía, muchos vemos un acto de oportunismo político ruin y bajo, cuando aún ni se sabe quién ordenó disparar, y cuando lo más seguro es que quien lo hizo se frota las manos, porque seguramente logró lo que quería: victimizar a los suyos en vísperas de un proceso electoral que no pinta nada bien, y que requiere medidas desesperadas, por no decir desaforadas.
A Petro solo le queda pueblo. Por eso, en el pueblo busca el amor que le da su legitimidad porque el odio ya lo tiene ganado de los grupos económicos que lo desprecian, de los caciques políticos que lo envidian y lo temen, de los medios del establecimiento que lo detestan y las estructuras tradicionales de poder que le tienen pánico a que la izquierda profundice las reformas que no se pudieron hacer en un periodo.
Es un vil acto de hipocresía que a Petro lo acusen de odiar sus propios odiadores. Lo honesto sería ubicar el odio en el campo del debate público y político y que se evidencien las posturas desde los argumentos y las propuestas. El odio no es dañino per se. Lo que es dañino es el odio violento, el odio que aniquila al otro, el odio que se transforma en la eliminación del contrario para desaparecerlo del debate político, como sucedió con el exterminio de la UP o con los candidatos presidenciales de la izquierda que asesinaron para las elecciones de 1990. Odiar es un sentimiento tan válido y tan legítimo como el amor. El punto es que ese odio no se puede transformar en violencia. Cómo no odiar la pobreza o la injusticia o el crimen. Por supuesto que hay cosas y personas odiables. El punto es cómo ese odio se justifica, se argumenta y se transforma para convertir al odio en el motor de los cambios para atacar lo que odiamos desde los canales que brindan el debate público, la democracia y la deliberación. Allí está el campo de confrontación de las ideas. Pero no en retorcer la verdad o en impedir que quien ganó las elecciones gobierne o en acusar de odiador a quien odiamos.
Estamos en época preelectoral y muchos candidatos que odian a Petro, en vez de hacer sus propuestas, basan su discurso en seguir odiando a Petro. ¿Van a gobernar cuatro años recordándonos que odian a Petro? ¿Para qué? Ya lo sabemos. Mejor expliquen por qué les parece que Trump debe deportar a los colombianos de esa forma tan salvaje, o por qué les parece que se justifica el genocidio de todo un pueblo como el palestino a manos de Israel, o por qué insisten en que las EPSs, que no quieren pagar la deuda que tienen con clínicas y hospitales, mientras sus dueños nadan en billetes, deban ser cubiertas en sus deudas por el Estado, o por qué se oponen a todas las reformas sociales, y qué alternativas ofrecen, que además sean justas para la gente más desfavorecida. En vez de llorar porque Petro los odia, deberían refutarlo con argumentos, y no salir a victimizarse cuando él les recuerda que en el gobierno de Uribe masacraron a por lo menos 6402 personas arrodilladas, desarmadas y en total estado de indefensión por el Ejército de Colombia, o que debajo de toneladas de tierra reposan los restos de cientos de habitantes de la Comuna Trece que masacraron durante la operación Orión. La verdad incomoda y puede hasta doler, pero evidenciarla no es odio. Es lo que uno esperaría de un Presidente de la República que fue elegido para defender los Derechos Humanos y no para esconder los crímenes de Estado.
El odio merece ser explicado, debatido, evidenciado, puesto en contexto y usado como insumo de la construcción de una nación a través de las ideas. Pero no digan que Petro los odia y los persigue cuando ustedes lo odian y lo quieren tumbar. No usen la carta de la victimización que no se les ve bien sobre pilas de cadáveres en La Escombrera, en los falsos positivos y en la propia Palestina que sucumbe ante su indiferencia y complicidad. Dejen de decir que los odian cuando el odio realmente es lo que los define. Pero al menos usen ese odio para que podamos comprender sus ideas si es que realmente las tienen. Y si las tienen, que sea la gente en las urnas quienes decidan si su odio se justifica y si merecen devolverlos al poder. Ese es el reto. No odiar. Sino entender a qué se odia, por qué se odia y qué se quiere cambiar a partir de ese odio. Eso se llama política.
*Fotografía tomada de alertasantanderes.com
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