Por Mónica Lucía Navarro Lozano
Abrí los ojos y allí estaba Él. Me miraba como si yo fuera un pedazo de carne colgado en la carnicería del barrio. Me tomó más de un minuto recordar dónde estaba. Él encendió el motor del carro y nos fuimos. Juntos. Él y yo. Yo no pregunté nada. Me quise dejar llevar, porque seguía siendo parte del cerdo colgado en el gancho del carnicero.
Por varios minutos no dije nada. Él tampoco. Me dediqué a mirar por la ventana y tratar de descifrar hacia dónde íbamos. «¿Por qué no le pregunto?», me escuché decir mentalmente. «¿Porque prefiero el misterio?, ¿porque no quiero saber? ¿porque me da miedo?, ¿porque me da vergüenza? Por boba», me respondí y seguí en silencio.
—¿Tienes hambre? —por fin me preguntó.
—No —le dije sin mirarlo. No lo podía mirar. Sabía que si en ese momento sus ojos se estrellaban con los míos, podría leer lo que mi cuerpo gritaba desde la uña del dedo pequeño de mi pie izquierdo hasta la cutícula de mi pelo: «¡por fin me has visto!».
Yo sí que le había visto. El primer día que lo vi fue en una bolera. Yo —una completa inútil en juegos de precisión y cálculo— estaba haciendo el ridículo tratando de derribar por lo menos uno de los pines, mientras mi novio, más interesado en las alitas de pollo con salsa de barbacoa que acababa de traer el mesero, contaba meticulosamente cuántas porciones nos iba a tocar a cada uno, teniendo en cuenta que una falange es más carnuda que la otra.
—Es que deberían traer sólo las que tienen carnecita. Lo demás es chupar hueso y ya —decía mi novio, al tiempo que yo lanzaba una vez más la bola solo para hacerla caer estrepitosamente en el carril vecino.
Y ahí estaba. Él. Con sus pantalones apretados y su chaqueta de jean. Una camiseta negra en la que se alcanzaba a leer la palabra «Kraken» sobre el dibujo de lo que parecía ser un ángel encorvado de dolor mientras trataba de sostener una K gigante. O tal vez estaba intentando lanzar la K en una cesta de baloncesto para letras. Él. Con sus ojos cafés y escasos de pestañas, me regresó la bola de boliche sin mirarme. Y se fue. Yo regresé a mi mesa con las manos temblorosas. Como si me hubiera mordido una anguila eléctrica.
—Mejor nos vamos —le dije a mi novio que ya había terminado con todas sus alitas y estaba contando las mías—. Yo soy una bestia para este juego —le aseguré.
Cogimos nuestras cosas —y el resto de las alitas en una servilleta— y nos fuimos.
A partir de ese día, Él se convirtió en parte de mi paisaje. Lo comencé a ver en los bares que frecuentaba con mi novio, en la biblioteca, en el desayunadero de la 42 después de una noche de fiesta. Incluso lo vi haciendo fila, como yo, en la central de reclamos del servicio de acueducto. Su presencia era como el lunar en el cuello que vemos por primera vez, pero que a partir de ese día cada vez que vemos nuestro reflejo es lo primero que enfocamos. Sin embargo, para Él yo seguía siendo el lunar detrás de la oreja, ese al que no le prestamos atención porque es invisible, imposible de encontrar a simple vista.
Lo más cerca que estuve de hablarle fue un domingo en el que fui a la ciclovía (el corredor vial que cierran por algunas horas los domingos para que quienes quieran salgan a hacer cualquier actividad física) con uno de mis amigos al que le habían regalado un perrito adorable, y me pidió que lo acompañara a pasearlo. Yo, que siempre he cargado el trauma de que mi mamá nunca me dejó tener un perro en la casa, no me pude resistir a la tentación de apapachar ese cachorrito weimaraner gris con ojos azules y orejas de seda.
Cuando llegamos a la ciclovía, recordé por qué nunca voy allá. Hileras interminables de personas en ropa deportiva luciendo abominablemente saludables y frescas. Yo, por el contrario, ni siquiera tengo entre mis prendas un pantalón de sudadera, ni zapatos tenis y ni hablar de mi salubridad y mi frescura. La última vez que me levanté fresca un domingo fue hace más de tres años cuando me tocó quedarme a dormir un sábado en la casa de mi mamá después de haberla acompañado al funeral de su vecina.
Y así, mi amigo, el perrito y yo salimos a una caminata en la que el cachorro permaneció más tiempo dormido o temblando entre mis brazos que con sus patitas en el suelo. Decidí resguardarlo en el bolsillo delantero de mi saco. El contacto de su cuerpo tibio y su respiración acompasada mientras dormía no me permitieron darme cuenta a tiempo de que el calor ya no venía de su cuerpo, sino del contenido de su vejiga que se había vaciado encima mío. Tan pronto vi la mancha húmeda extendiéndose en la parte delantera de mi saco, saqué al perro rápidamente y se lo entregué a mi amigo, quien se retorcía de la risa mientras yo intentaba quitarme el saco sin mojarme la cara.
Y en ese momento lo vi. Él venía directamente hacia nosotros empujando su bicicleta. Sentí cómo las aurículas y los ventrículos de mi corazón se retorcían al unísono. Mi respiración se aceleró y un torrente de adrenalina se liberó en mis entrañas. Por un instante me paralicé, como un ratón rendido ante el gato que juega con su cuerpo desvanecido. Pero mi instinto de supervivencia me rescató del entumecimiento y como un resorte me disparó hacia el otro lado de la calle donde me refundí entre los deportistas. No podía permitir que su primer recuerdo fuera el de la mujer que llevaba el saco con orines de perro.
Él se acercó directamente a mi amigo y alzó al perrito:
—Ve, qué bonito está tu animalito, ¿qué raza es? —pero no esperó respuesta— qué bacanos esos ojos, ¿no te parece? —le dijo a su acompañante quien sonrió coquetamente. Y así, sin más, se fue. Yo lo vi alejarse con la cadencia de quien se sabe observado.
«Caramba, qué mala suerte la mía», susurré con decepción. «Pero le gustan los perros. Punto para Él», pensé.
***
Ella seguía con los ojos cerrados en la silla del pasajero de mi carro. Yo no lograba entender qué le había pasado. Cuando la vi en la fiesta, Ella estaba hablando con otra mujer y tomando vodka puro con un cubito de hielo. Se veía muy bonita con un pantalón acebrado y una camisa negra translúcida que dejaba ver su sostén. Me acerqué y me miró con ojos que parecían cristales fosilizados en una caverna. Muertos. Paralizados. Le ofrecí comprarle otro vodka y aceptó asintiendo con la cabeza. Cuando le traje el vaso con el vodka, Ella lo recibió con timidez y tomó un sorbo pequeño. En ese instante se desvaneció. Su cuerpo se comenzó a ir hacia el suelo como plomo. Yo la alcancé a sostener de la cintura mientras uno de los organizadores de la fiesta se dirigió hacia mí:
—Aquí no me vengan a hacer show. Si la vieja está maluca, me la saca de aquí rapidito— me dijo, mientras me apuntaba con el índice. Era uno de esos gorilas a los que no les gusta que los contradigan. Lo supe en el momento en el que me apuntó con su dedo justo entre los ojos, como si de él se desprendiera un rayo invisible cuyo único propósito era el de dejarme saber que tenía el poder de destrozarme, ya no con su varita mágica hecha de dedo índice, sino más bien con sus ochenta kilos de masa muscular.
De inmediato, busqué con la mirada a la mujer con quien la vi hablando unos minutos antes, pero ya se había perdido entre el mar de cuerpos que bailaban al son de House of Pain —«jump around» cantaban al unísono, mientras una nube de polvo se levantaba con cada acorde—. Ella se seguía desvaneciendo entre mis brazos y el gorila se me acercaba, ya no con el índice-varita-mágica, sino con los ojos enrojecidos y echando babaza por la comisura de los labios. Debíamos salir de allí de inmediato. La agarré como pude y salimos. Juntos. Ella y yo.
Lo único que se me ocurrió al salir fue llevarla hasta mi carro. Tan pronto salimos por la puerta principal, la bocanada de aire frío la despabiló por unos segundos.
—Vamos y te sientas en mi carro un momento —le dije.
—Bueno —me respondió con un tono neutro, mirando hacia el suelo.
La ayudé a sentarse en el asiento del pasajero y cerró los ojos de nuevo. Yo me senté en la silla del conductor y me quedé pensando en qué hacer. «¡Qué encarte si a ésta mujer le pasa algo! Vaya uno a saber qué se habrá metido», pensé. En ese momento, abrió los ojos y me miró con extrañeza, pero con una expresión serena. Plácida. «Bueno, parece que ya le pasó el patatús», me dije a mí mismo. Arranqué pensando en que podríamos ir a algún otro sitio para que Ella respirara aire fresco y se recuperara. Era temprano y aún podríamos encontrar un bar o, por qué no, otra fiesta para terminar la noche. Ella volteó la cara y se puso a mirar por la ventana.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
— No —me respondió sin mirarme.
***
Yo seguí con la cabeza apoyada en la ventana sin decir nada. No sabía si lo que me estaba pasando era real o si había atravesado un agujero negro que me había transportado a otra dimensión. Aquella dimensión en la que Él y yo nos habíamos mirado, en la que nos vimos el uno al otro y nos encadenamos para siempre en los eslabones de nuestras miradas. En esa dimensión yo tenía brazos de fuego y con un abrazo lo había dejado fundido entre mi cuerpo hasta que fuimos uno: Él y yo. Pero, mirando por la ventana, me fijé en los edificios que pasaban en hileras al lado de la calle y eran los mismos que recorría día a día para ir al trabajo. Los mismos colores, la misma suciedad, las mismas grietas; me di cuenta de que sigo aquí, en mi realidad, pero en ella ahora estábamos Él y yo.
Sentí vergüenza al verme descubierta y no me atreví a mirarlo de frente. Después de haberlo visto por primera vez, luché en vano por sacarlo de mis pensamientos. Cada vez que cerraba los ojos volvía a la vida el flujo de energía que había sentido cuando me entregó la bola de boliche. Ahora Él se me aparecía en el rostro de todos mis recuerdos, reemplazó a mis amigos, a mis novios, a mis primos y se convirtió en un habitante omnipresente en mi mente. Ya no era sólo rostro, también olor, sabor y hasta música. Había llegado como Odín en su corcel de ocho patas a invadir y reclamar victorioso mi cabeza.
Me alimentaba de los encuentros fortuitos que a partir de ese momento se volvieron más frecuentes. Él había logrado trascender mi mente e invadía también mis espacios, mi barrio, el supermercado, el cine y el bar. Sin embargo, encontrarlo por casualidad en la ciudad ya no era suficiente para satisfacer mi necesidad de verlo, de sentir la vibración de energía a la que mi cuerpo ya se había fatalmente enganchado. Cada vez que sus facciones comenzaban a desvanecerse de mi memoria, sentía un apuro casi incontenible por ir a buscarlo, como el nadador que necesita una bocanada de aire en cada brazada.
Comencé a seguir sus pasos. A seguir el rastro de sus caminatas nocturnas. A sentarme en la mesa de la esquina en la cafetería donde tomaba su desayuno los domingos. A ir al bar donde Él solía llegar solo, pero salía con una mujer diferente cada sábado y la llevaba a su casa; yo me quedaba afuera, en mi carro, imaginando que era a mí a quien miraba con hambre, con lujuria. Que era a mí a quien había llevado a su casa y a su cama, y me entregaba a su fantasía que era la misma mía. Y así pasaron muchos sábados y domingos de desayunos en la mesa de la esquina, y mis amigos se fueron diluyendo en las caminatas nocturnas, y mi novio se convirtió en un recuerdo que ya no tenía espacio en mi mente, hasta que mi mundo sólo estaba habitado por Él y yo.
Ese sábado por la noche decidí seguirlo como ya era costumbre. Me arreglé con esmero, porque en mi interior aún tenía la ilusión de que cuando me viera Él iba a sentir el mordisco de la anguila eléctrica. Lo vi salir de su casa y caminar varios metros hacia la avenida principal. Yo le seguía el paso a una distancia prudente, pues ya me había acostumbrado a su ritmo al caminar, como bailando salsa: tres pasos, pausa, rápido rápido y lento de nuevo. Seguí su danza hasta que Él entró a una casa que durante el día permanecía abandonada, pero que hoy habían alquilado para una fiesta.
Esa noche la casa resplandecía como cuando metemos la mano en la oscuridad del agua de mar en la noche y la movemos con vigor, avivando al plancton bioluminiscente. Los organizadores la habían decorado con luces de neón de diferentes colores y una bola de disco gigante colgada al centro del salón principal. Me fui al bar, que habían montado a un lado de la que supuse debía hacer las veces de pista de baile, y pedí un vodka puro con hielo. El lugar ya estaba casi lleno y me sentí más confiada en que me podría camuflar con éxito. Lo comencé a buscar entre la gente, pero mi tarea se vio interrumpida por una mujer que se me acercó a hablarme como si me conociera. Yo sonreí. «Creo que me está confundiendo con alguien más» le dije, pero ella siguió hablando sin escucharme. En ese momento lo vi. Y me estaba mirando.
***
Ella seguía en silencio mirando por la ventana del carro, así que decidí parar en una estación de gasolina. Le pedí al islero que llenara el tanque, y mientras tanto entré al local de comidas rápidas del lado. Regresé al carro y le entregué la bolsa plástica con dos botellas de agua y un contenedor de icopor con papas a la francesa.
—Para que comás cuando te dé hambre, pero es mejor que tomés agua para la maluquera.
Ella las recibió con agrado y las puso en su regazo. Yo me senté en la silla del conductor y recordé que esta era la primera parada que solía hacer mi papá cuando salíamos de viaje. Mi papá planeaba los viajes alrededor de la comida. La medida del tiempo en la que calculaba la duración de los viajes se contaba en la cantidad de paradas para comprar mecato. La primera parada era siempre en la estación de gasolina de la 57, porque mientras llenaba el tanque podía escaparse cinco minutitos a los locales de comida rápida que quedaban detrás y comprarse una papas a la francesa o un perro caliente, dependiendo de cuánta hambre tenía o cuántos de nosotros íbamos con él. De ahí en adelante, seguían siempre las mismas paradas, eran como un viacrucis, pero en lugar de estaciones eran establecimientos de comida.
A mi papá le gustaba mucho viajar y solía irse fines de semana enteros, algunos de ellos sin avisar. Al principio me causaba mucha curiosidad su ímpetu aventurero. Al regresar, nos contaba a mi hermana y a mí historias increíbles que nos mantenían al borde de nuestras sillas. «Mijo», me decía desde pequeño, «cuando le salga pelo en las verijas me lo llevo conmigo pa’ que se despegue de las enaguas de su mamá». Pero a pesar de que los vellos me invadieron las piernas, el sexo, el pecho, las axilas, y de que la incipiente vellosidad era más que evidente entre mi nariz y mis labios, nunca me llevó consigo.
En lugar de aventuras, lo que mi papá me dejó fueron responsabilidades. «Su deber es cuidar a su mamá y a su hermana», me decía con frecuencia antes de irse, «mientras yo no esté, usted es el hombre de la casa». Y así, sin más, se iba por días y a veces semanas, mientras mi mamá, quien se negaba a aceptar órdenes de su hijo de 16 años, me daba lecciones de autoridad con el palo de la escoba y el cable de la plancha. Al final de mi adolescencia concluí que si quería aventurar lo tendría que hacer por mi propia cuenta, que en mi casa sólo limpiaría el piso con la aspiradora y que para siempre me declararía adepto número uno de la tendencia a usar la ropa arrugada.
—¿Vamos al bar de la calle 116 que creo que hoy tienen música en vivo? —le pregunté a Ella.
—Ok —me dijo. Yo levanté las cejas y le sonreí a la imagen de mi papá que aún me miraba desde el interior de mi cabeza.
***
Él me propuso ir al bar de la 116 y yo, que nunca había tenido acceso a esos bares exclusivos para artistas y el círculo farandulero, me sentí inquieta pero llena de curiosidad y, por qué no, de altivez. Me sentí especial: el santo grial de mis taras emocionales. Cuando llegamos, los dos hombres que se encontraban en la puerta lo saludaron con familiaridad y nos permitieron la entrada. Fuimos directo al bar, compramos un par de bebidas y nos sentamos muy cerca al escenario. Yo aprovechaba cada momento para mirarlo fijamente, para absorber cada uno de los detalles de su físico. Para que después de ese día, y si nunca lo volvía a ver, no se me fuera a olvidar ninguna marca, o la distancia entre sus ojos, o la longitud de su nariz o la redondez de su boca.
Ya sentados en nuestra mesa, me preguntó si me sentía mejor. Yo mentí y le dije que sí, porque la verdad no lo sabía. La excitación por tenerlo junto a mí no me permitía hacer un diagnóstico certero de mi estado de salud. Mientras tomaba pequeños sorbos de mi bebida, Él me contaba que trabajaba en una agencia de publicidad, que tocaba la guitarra y que le gustaba la pintura. Yo sólo miraba cómo movía los labios porque ya todo eso lo sabía, pero sólo ahora que Él me lo decía se hacía real. Como cuando en el colegio nos enseñan que hay un río que atraviesa Colombia casi que de punta a punta y para nosotros es sólo un hilo de crayón azul en un mapa; pero un día vamos al municipio de Honda, en el departamento del Tolima, y cruzamos la maraña de acero del puente sobre el río Magdalena y escuchamos la estridencia con que se jactan de poder sus aguas color caramelo y nos envuelve el olor a pescado y a barro mojado.
Al cabo de algunos minutos, se acercó a nuestra mesa una mujer joven, quien parecía conocerlo; pues, tan pronto lo tuvo cerca, le plantó un beso en la comisura de los labios. Él sonrió, la tomó por la cintura y la invitó a sentarse con nosotros. La música en vivo ya había empezado y me era imposible escuchar su conversación. La mujer sentada junto a Él lo miraba como si los sonidos que salían de su boca fueran la melodía de un pungi, el instrumento de viento que los encantadores de serpientes de la India usan para hipnotizar a los reptiles. Yo los miraba fijamente, hipnotizada también, pero ya no sólo por su voz, sus ojos y sus movimientos, sino también por la danza erótica que había iniciado entre ellos dos.
Me levanté de la mesa y decidí ir a comprarme otra bebida. En mi camino hacia la barra miré hacia atrás y Él seguía en el mismo baile amatorio, acariciándole el pelo a la mujer que ahora se le acercaba mucho más, pero Él ya no la miraba sino que sus ojos estaban fijos en mí. Al parecer, en ese momento, yo también entré a formar parte de su coreografía y sentí un fogonazo en el estómago. «Un vodka puro con hielo, por favor», le dije a la persona detrás de la barra. Tomé mi trago y dudé por un instante en volver a la mesa. Me aterrorizaba regresar y comprobar que, a pesar de que sus ojos no me abandonaban, yo seguía siendo invisible.
Cuando llegué a la mesa de nuevo, la mujer joven se había ido y Él estaba hablando con un hombre mayor que vestía pantalón, camiseta y chaqueta de cuero negros, y tenía un prominente bigote color azabache. «¡Quién se deja el bigote en ésta época!», fue el primer pensamiento que me llegó a la cabeza cuando lo vi. Llegué a la mesa y Él me presentó al hombre del bigote como uno de sus amigos. Aparentemente, un fotógrafo que alguna vez gozó de algo de fama. Él me miró directo a los ojos. «Ve, nos acaban de invitar a la casa de mi amigo que queda a las afueras de la ciudad y tiene una vista súper chévere, ¿vamos?», me dijo. Yo, fascinada por el contraste del azabache con la sonrisa de marfil del fotógrafo, le dije que sí.
***
Cuando llegamos a la 116, Ella pidió un vodka con hielo y yo una cerveza sin alcohol, que es como beber babas de cebada con burbujas. Buscamos dónde sentarnos y encontré una mesa libre cerca al escenario. Ella, ahora inquieta, miraba a su alrededor como tratando de memorizar cada detalle del espacio que la rodeaba. Me causó gracia ver sus ojos abiertos como un cachorro en la ventana de una tienda de mascotas.
Ella, lejos de ser generosa con sus palabras, era dadivosa con sus miradas. Sus ojos eran como retroexcavadoras que intentaban atravesar mis carnes y encontrar debajo de ellas todos los recuerdos y experiencias que yo con ahínco había sepultado en mis entrañas. Comencé a hablar de lo que hago y de lo que soy hacia afuera, porque lo de adentro estaba destinado a permanecer soterrado y hasta ese momento no tenía interés alguno en mi arqueología.
Estando allí sentados, se me acercó una mujer cuyo rostro me era familiar, pero de quien había olvidado completamente el nombre y el contexto.
—La semana pasada me dijiste que hoy venías solo —me dijo después de plantarme un beso de la comisura de los labios.
—Yo me veo solo —le respondí mientras nos sonreíamos mutuamente con picardía.
En mi casa había un mantra inflexible: «A las mujeres no se les pega ni con el pétalo de una rosa». Sin embargo, mi mamá no tuvo reparos en partirme, en más de una ocasión, el palo de la escoba en la espalda. Así que para protegerme, y luego de intentar diferentes tácticas para preservar mi integridad personal —correr en zigzag como un conejo o deslizarme con sigilo debajo de la cama y permanecer horas hasta que el hambre me obligaba a salir—, descubrí el poder de la seducción. Mi primera víctima, y como siempre mi conejillo de indias, fue mi hermana, a quien la abuela siempre le daba un chocolate si la acompañaba a rezar el rosario. Yo esperaba a que llegara a la casa y la colmaba de elogios al tiempo que con lágrimas en los ojos decía «cuánto quisiera que la abuela me quisiera a mí tanto como a vos». La pobre no tenía más remedio que compartir el chocolate conmigo, so pena de sentirse cómplice y culpable por el sufrimiento de su pobre hermano malquerido.
Por años me dediqué a perfeccionar mi danza seductora, como la del armiño en busca de engatusar a sus presas. Ya había aprendido a cautivar entre mi intrincada urdimbre a mi mamá y había disminuido de manera considerable las probabilidades de recibir latigazos con el cable de la plancha. Para el tiempo en que me fui de la casa, ya mi mecanismo estaba bastante sofisticado y lo había adaptado al trabajo, a la conquista, al sexo e incluso me lo aplicaba a mí mismo cuando una parte de mí trataba de hacerme actuar de forma diferente. Era un éxito.
El juego de seducción con la mujer sentada junto a mí terminó cuando me vio mirándola a Ella. En ese instante se paró de la mesa y se fue.
—Pero deje alguna para nosotros los pobres. —Escuché decir detrás mío. La voz venía de mi «fotógrafo de confianza», como le decía yo de cariño.
—Qué placer verlo, hermano, hace tiempo que no lo veía, ¡hasta el bigote le creció! —le dije en tono de burla. Recordé cómo la fotografía había sido la puerta de entrada de nuestra amistad. Solíamos salir juntos a tomar fotografías de paisajes urbanos y luego terminábamos en su casa bebiendo y escuchando tangos de Gardel.
—Vente para mi casa y escuchamos musiquita —me dijo.
—No estoy solo —le respondí.
—¿y eso cuándo ha sido un obstáculo? —Los dos soltamos la risa.
—Dale, salimos en los dos carros. Yo tampoco ando solo —me dijo al tiempo que me señaló con el dedo a quien sería su compañera por esta noche.
Salimos en caravana y nosotros arrancamos primero. Ella ahora parecía mucho más cómoda y la dejé escoger la música para el camino. Nos llevamos una botella de vodka y yo, que ya no iba a manejar más tan pronto llegaramos a la casa de mi amigo, no podía esperar para por fin relajarme y beber un poco. La carretera estaba oscura y ya había caído la neblina que suele cubrir la sabana en los días fríos; las luces y el ruido de la ciudad habían quedado atrás. La neblina se había hecho más densa y se me dificultaba ver las luces rojas del carro que tenía enfrente. Disminuí la velocidad, pero fue tarde ya para ver el ternero que estaba en la mitad de la carretera.
***
Estaba buscando entre la lista de canciones si podía encontrar la que fue la banda sonora de mis caminatas nocturnas. En ese momento, el teléfono se me escapó de entre las manos y cayó justo debajo de mi asiento. Intenté alcanzarlo pero la tensión del cinturón de seguridad me lo impedía. Lo desabroché por un instante, no sin antes mirar instintivamente hacia afuera y me sorprendí por la densidad de la neblina. En ese segundo, Él pegó un grito casi ahogado y lo único que pude ver fue el blanco de la nube que cubría las ventanas y escuché el estruendo del choque entre el carro y lo que pareciera un animal tan grande como un perro San Bernardo.
***
Ella gritó segundos antes de que el carro comenzara a girar en el aire. A la segunda vuelta, Ella salió disparada por el parabrisas y alcancé a escuchar el sonido de su cuerpo cayendo en el agua. El carro dio otras dos vueltas conmigo adentro hasta que se detuvo completamente a la orilla del lago, con las llantas apuntando hacia el cielo. Me liberé del cinturón de seguridad e intenté sin éxito abrir la puerta. Ahora era prisionero de la carcasa retorcida por el impacto y lo único que lograba escuchar era el graznido del metal caliente, como una gaviota que se aproxima a la playa.
El espacio en el que quedé atrapado dentro del carro se llenó de humo y ahora ya no había ni luz ni color. Y me vi cambiando la sábanas de mi cama hartas del aroma de muchos cuerpos, y me vi besando unos labios carnosos y luego otros finos, y me vi llegando a mi casa solo y llamar con frenesí hasta encontrar con quién pasar la noche, y me vi sosteniendo un escudo invisible para que los reproches no me alcanzaran, y me vi golpeando paredes y me vi ignorando llamadas que entraban a mi teléfono, y escuché mi voz huérfana rebotando en los rincones y vi el reflejo de mi soledad en el espejo.
El graznido del metal se convirtió en martilleo, el haz de luz de dos linternas iluminó mi rostro, escuché el cristal al ser violentado y sentí aire fresco entrar a mi celda. Pude respirar de nuevo. Yo me resistía a ser expulsado hacia el exterior y comencé a luchar contra este alumbramiento. Sólo quería permanecer en el calor maternal del amasijo de metal que me había acogido en su seno y en el que yacía apaciblemente encorvado como un camarón.
Las manos con linternas me arrastraron y me dejaron en el pavimento y lloré como una criatura que nace.
***
El aire frío me golpeó la cara mientras yo volaba sobre la nube blanca que había dejado el cielo y ahora estaba tocando la tierra. La mano que me sacó del carro y que me pasó por el aire frío, ahora me puso adentro del agua y allá en el fondo ya no era blanco sino negro y ya no había gritos ni musica sino vacío y silencio. Y me vi salir del agua e irme a vivir con Él, y comprar un perro y una cama grande, y me vi cocinar mientras Él iba a trabajar, y luego salimos a desayunar los domingos, y fuimos a cine, y al bar, y bailamos, y viajamos, y me vi llorar en el balcón cuando Él llegaba en un carro que no era el suyo, y me vi contestar el teléfono y nadie hablaba al otro lado de la línea, y me vi revisando sus mensajes y tirando el teléfono por la ventana, y me vi gritando mientras me sentía rota y me vi sola recogiendo los pedazos.
Y ahora no una, sino dos manos me agarraron del pelo y de los hombros, y me sacaron del agua. Me dejaron a la orilla del lago mientras yo recuperaba el aliento, y yo ya ni sabía si me habían salvado de la muerte de mi cuerpo o de la de mi alma.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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