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El sol que moja

Alargó el brazo izquierdo como siempre al caer la tarde, tirado en esa esquina plagada de peatones que salían del trabajo para la casa. Extendió los dedos sucios de uñas negras para que cayeran en su mano monedas de la caridad. Una gota gorda le pegó en la palma y sin dudar un segundo maldijo a la lluvia. Miró su mano salpicada y se quedó refunfuñando entre dientes, porque ahora le tocaría pararse a buscar refugio debajo del techo de un paradero de bus, en donde tendría que fajarse a muerte por un lugar con los demás indigentes de la zona, con los que ya tenía broncas.

Esperó un instante a que fuera sólo una gota de “lluvia aislada y pasajera”, de esas que se inventan los meteorólogos cuando no saben en dónde ni a qué hora va a llover. Otra gota lo golpeó casi en el mismo lugar. Con la mano derecha limpió esa gota con rabia y ahora maldijo su vida. Miró al piso y lamentó su rebeldía alocada, las peleas con su madre, esa vez en la adolescencia, hace muchos años ya, en la que tiró la puerta con fuerza y juró no volver a casa, los días de vagancia, las noches de juerga, los mil vicios que se volvieron adicciones, su abandono, su dolor, el vacío que sentía cada despertar entre la contaminación, la dureza del piso y el ruido de la ciudad.

Una gota más en su mano abierta y sintió tristeza. Miro sus zapatos rotos y extrañó, sí. Extrañó a su madre, por supuesto, que luchó tanto por él y que le dio el cariño que pudo a pesar de que sonreía poco, porque la vida se le daba difícil. Extrañó su cama, que aunque dura, era más blanda que el suelo del andén. Extrañó su casa, que aunque humilde, al menos tenía techo que no debía pelear con nadie más. Extrañó su hogar, que eran su madre y él viendo una novela frente a un televisor viejo de mala señal.

Cayó la última gota antes de caminar presuroso para huir de la lluvia y pelear su refugio. Se preguntó, sin comprender, por qué nadie corría para resguardarse. Por qué nadie sacaba el paraguas ni se cubría la cabeza. Parecía que sólo le llovía a él. Pensó que su mala suerte, como en las caricaturas, incluía una nube propia posada en la cabeza. Levantó un poco la mirada para ver esa nube que mojaba su mano. Frente a sus ojos, el sol se escondía en el horizonte y dibujaba una silueta. Era la silueta de su madre llorando sobre él.

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