Por Andrés Felipe Giraldo L.
Cada uno está llevando esta situación como puede. Algunos mejor que otros. Algunos con más ventajas y herramientas que otros. A mí en lo particular no me ha cambiado tanto la vida, salvo porque puedo percibir lo mucho que sí le ha cambiado a las personas que me rodean. Antes lloraba tranquilo por toda la casa sin mayor precaución, porque mi esposa estaba en la universidad y mi hijo en el jardín. Ahora tengo que buscar un lugar discreto para hacerlo, no les quiero contagiar mis angustias ni mis tristezas. Porque la pandemia no solo nos ha confinado en nuestros hogares. También se ha incrustado en nuestras propias soledades, relegando la intimidad a espacios cada vez más pequeños, más limitados, más sofocantes. La mayor parte del tiempo nuestro universo se redujo a unas paredes y a tres personas, tres almas que gravitan alrededor de sus propios pensamientos. Nos hemos acostumbrado a descifrarnos en la interacción constante, a entender gestos y miradas, a comprender que hasta las respiraciones hablan, que los suspiros indican algo, que las exhalaciones envían un mensaje.
He aprendido a leer al pequeño Felipe, a quien los días le cambiaron en la mañana que ya no salió a tomar el bus como era habitual. Esa mañana lo bañamos y lo vestimos y él se paró en la puerta de salida esperando a que la mamá lo llevara hasta el jardín. En ese momento, hace un mes y una semana, le explicamos que había un virus que estaba enfermando a la gente y que se contagiaba por las personas que ya estaban enfermas, que teníamos que cuidarnos y que así cuidábamos a todos. Tratamos de explicarle de la manera más sencilla, pensando que le iba a costar entender. Ese día nos quedamos en casa, mi esposa empezó a trabajar en jornada matutina en la oficina improvisada que instaló en la habitación y yo me convertí en el profesor de jardín más fofo y malo del mundo. Ahora, cada vez que le decimos al pequeño Felipe que algo no se puede, él se anticipa y pregunta -¿Por el virus?-. A veces sí, a veces no.
La incertidumbre se convirtió en parte de la cotidianidad, suponer cuándo va a terminar esto es una pregunta sin respuesta que taladra todas las expectativas, que posterga los sueños, que diluye las ilusiones. Estamos todos nadando brazada a brazada sin saber en dónde está la orilla, regulando las fuerzas para no desfallecer, tomando pausas en el camino para volver a arrancar en medio de un mar picado en el que algunos, de una u otra manera, empiezan a sucumbir.
Quisiera ser el portador de buenas energías o de pensamientos positivos pero no se me da. El optimismo y yo no somos buenos amigos. Estoy acá desconcertado, creyendo que haber abierto los ojos para despertar ya es un pequeño triunfo, bien o mal, con ánimo o sin ganas, levantarme de la cama ya es un todo un logro. Sonrío con dificultad y abrazo con fuerza a mi esposa y a mi hijo como si fueran las ramas que me sostienen para no caerme de este mundo. Ellos se extrañan. Los abrazo más fuerte de lo normal. Es que ya nada es normal.
Y a veces me aíslo. La mayoría del tiempo estoy aislado así estemos juntos en la misma habitación. Me quedo imbuido en el fango de mi mente añorando ver, abrazar y darle esa cachetada suave y con cariño a mi hijo mayor que venía en junio y ya no puede. Y es ahí cuando los ojos se me empiezan a encharcar, que me voy a buscar ese rincón discreto y sin eco para que no se note mucho que estoy llorando y sorbiendo mocos. Pongo alguna canción triste para disimular. Mi esposa sabe que lloro con algunas canciones. Entonces no se preocupa. Soy de lágrima fácil.
Lo único que me queda para poder tramitar todas estas emociones difusas, desenfocadas y atropelladas, es sentarme para darle golpes a estas teclas para que me ayuden a procesar lo que estoy sintiendo, lo que me está pasando, y que me den reflejadas en la pantalla la certeza de este presente que invade cada palpitación, cuando sé que el futuro dejó de ser el motor de los sueños para convertirse en un inmenso interrogante. Cuando mi esposa me pregunta que qué voy a hacer cuando todo esto pase no sé qué responderle. -Espero salir vivo- pienso, pero no se lo digo. -Y espero que nosotros y todos los que queremos salgamos vivos-. Tampoco se lo digo. Solo sonrío y empiezo a hablar con grandilocuencia de la persona que siempre me he imaginado que podría ser pero por la que jamás me he esforzado. Ella asiente con complicidad, aunque sabe que miento.
Siempre he sido un mar de dudas diluido en las rutinas de los demás. Ahora soy un mar de dudas que convive todo el tiempo con las dudas de una mujer que se ha preparado para tener el control de su vida y de un niño que a sus cuatro años acepta con toda comprensión que un virus le cerró el jardín infantil y los parques en los que usualmente se divertía. Y yo paso los días tratando de domesticar mi mente, aferrándome a la idea, que he convertido en dogma, de que la vida es un propósito en sí misma, que ir desde el alba hasta el ocaso intentando hacer la vida más llevadera y más grata para los demás, logra mucho más de lo que uno imagina. Soy débil, me derrumbo fácil, no me cuesta reconocerlo. De hecho creo que es mi carta tácita de presentación. No me avergüenza. En esa debilidad he aprendido a valorar con profunda devoción el rincón que he inundado con mis lagrimas en donde proceso mis emociones para salir de nuevo a la sala con la respiración más pausada y la mirada más limpia para abrazar con fuerza a Felipe y a Ángela. Porque hasta los abrazos están inmersos en esa profunda incertidumbre. Ya ni siquiera sabemos hasta cuándo podremos abrazarnos sin temor. Me disculpan. Voy a mi rincón a llorar otra vez.
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