Por Linotipio Rodríguez.
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Los personajes de ficción podemos hacer cosas increíbles. Como montar en el Metro de Bogotá, por ejemplo. Y es que la Bogotá que habito es imaginaria, al igual que yo, a pesar de los notorios parecidos que tiene con la Bogotá real. La ciudad que es el escenario de mi existencia (o inexistencia, según el punto de vista) se alimenta de lo que sucede en la ciudad de las personas de carne y hueso, aunque no sea exactamente igual. Lo anterior se puede constatar en el hecho de que, si bien mi Bogotá tiene metro y la de ustedes no, en ambos casos el transporte público parece un chiste de mal gusto. Así que permítanme hablarles un poco acerca cómo se construyó el llamado —por no perder la costumbre— «Transmimetro».
Ante la polémica que se generó por la disyuntiva de si el metro debería ser subterráneo o elevado, el Distrito decidió (salomónicamente según sus representantes, tibiamente según sus detractores) que la mitad del metro fuera elevada y la otra mitad, subterránea. Puesto que se descartaron todos los estudios anteriores y no se hicieron nuevos, supuestamente para evitar más retrasos en las obras, las estaciones por debajo y por encima de la tierra se distribuyeron de manera casi que aleatoria. Así que los vagones del metro van en un constante sube y baja durante todo el trayecto. «Parece una montaña rusa», dijo un periodista en el noticiero de las siete de la noche el día en que se inauguró el primer tramo. Sin embargo, debido a lo incómodo que resulta identificar cualquier cosa con Rusia en la actualidad, algunos colegas de este periodista dieron debates televisados y escribieron iracundas, y no tan iracundas, columnas de opinión sobre la posibilidad de que esto fuera una estrategia de promoción subliminal del «comunismo soviético» (aclaro que el anacronismo es de ellos, no mío). A alguno se le escapó la idea de cambiar la comparación con una montaña rusa por la de un carrusel, por aquello del sube y baja constante, pero luego tuvo que retractarse públicamente debido al escozor que la palabra «carrusel» produce en los bogotanos. Al final no hubo consenso y a mí me parece más acertada la descripción de don Alirio, un anciano que vende dulces en mi barrio: «Subirse a esa vaina que va pa´ arriba y pa´ abajo todo el tiempo es como ir viajando en una trocha».
Otra característica que asemeja el viaje en «Transmimetro» a andar por una trocha es que este va muy despacio. La excusa que dieron las autoridades distritales para justificar semejante despropósito fue que el metro, además de como forma de movilizar a quienes viven en la ciudad, se pensó como atracción turísticas. Es decir que se quería que las personas que visitaran Bogotá pudieran contemplar la ciudad desde lo alto en los tramos elevados. Incluso, se propuso el «avistamiento de venados desde el Metro de Bogotá» como forma de entretenimiento para habitantes y foráneos. No obstante, hasta la fecha nadie ha visto ningún venado. Pero vamos, que esto es un ejercicio de imaginación y quizás, si uno se esfuerza lo suficiente, pueda transformar mentalmente a un perro callejero en un venado.
Por supuesto que los usuarios habituales del metro —trabajadores y estudiantes, principalmente— se quejaron por el hecho de tener que pasar horas encerrados en un vagón para poder llegar a sus destinos. La respuesta que obtuvieron de la alcaldía fue la de siempre: que madruguen más o se movilicen de otro modo. Después de unas cuantas manifestaciones que fueron reprimidas mediante el uso de la fuerza, un par de gurús del «crecimiento personal», de esos que pululan en las redes sociales, se metieron en el debate. El primero hizo un video corto afirmando que la frustración de estar espichado durante un tiempo prolongado todos los días podía ser tomada como una enseñanza del universo que generoso le ofrece pruebas a las personas de a pie para que aprendan la virtud de la paciencia. El segundo publicó un escrito corto señalando que los inconformes en vez de andar «llorando por bobadas», deberían aprovechar el trayecto para hacer cosas útiles como leer libros de finanzas personales, a ver si así aprenden a ahorrar e invertir, pasando por alto el pequeñísimo detalle de que a la mayoría de personas que utilizan el transporte público en Bogotá el sueldo no les alcanza ni para cubrir sus necesidades básicas. No sé si sea necesario aclarar que ninguno de estos individuos ha tenido la necesidad de poner un pie en el metro en hora pico.
De todos modos, con gurús o sin gurús, las cosas siguieron su curso y así quedó el metro de la Bogotá que habito, una Bogotá que es casi tan absurda, tan poco creíble, como la Bogotá real.
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