Por Andrés Felipe Giraldo L.
Decir que el proceso 8000 es un periódico de ayer irrelevante para nuestra situación actual es desconocer de tajo que en Colombia se institucionalizó la invulnerabilidad y la impunidad absoluta para favorecer los presidentes en ejercicio, sin importar la gravedad de los crímenes que hubiesen cometido ni la evidencia que repose en los expedientes. Sobre este proceso (que en realidad fueron muchos procesos), hay hechos comprobados que incluso tuvieron consecuencias penales para muchos de los alfiles de la campaña Samper Presidente, siendo el más perjudicado desde el punto de vista político y judicial el gerente de la campaña y posterior ministro de defensa, Fernando Botero Zea, de quien hablaré más adelante. El primer hecho y el más grave, es que se comprobó que entraron dineros del narcotráfico en esa campaña para que Samper fuera presidente en 1994. Después de una reñidísima primera vuelta, está demostrado judicialmente que para la segunda vuelta la billetera del cartel de Cali giró recursos por más o menos seis mil millones de pesos, según los cálculos más conservadores, a la campaña de Samper. Así derrotó Samper a Pastrana, con una diferencia minúscula del 50.5% de los votos para el primero y el 48.4% de votos para el segundo.
Entonces, tenemos que Samper prácticamente compró o le compraron la presidencia, sin importar que lo hubiesen hecho con o sin su consentimiento, lo que hacía de este mandato algo claramente ilegítimo. En otras palabras, Samper fue un presidente de mentiras al que no lo eligió la democracia sino la plata de unos mafiosos. No dimensionar lo perverso y nocivo que es este hecho por sí solo, en detrimento de un sistema que se precia de elegir a sus gobernantes por voto popular es ceguera, estupidez o complicidad.
Pero más allá de la elección presidencial claramente viciada e ilegítima, lo que deterioró aún más la enclenque democracia en Colombia, fue la forma como Samper se mantuvo en el poder pasando por encima de cualquier valor o principio ético o político, entendiendo a la política en su sentido aristotélico. Samper se hizo elegir con las banderas del ala más socialista del partido liberal. Es decir, su plan de gobierno tenía una vocación progresista, si la concibiéramos en términos contemporáneos. Pero a Samper le estalló la bomba de la financiación irregular de su campaña recién posesionado, porque Pastrana, quién tenía esta información casi en tiempo real, no creyó necesario publicar los casetes que servirían de hilo de Ariadna de estas investigaciones, seguro de su triunfo. Se equivocó. Y mal. Porque como mal perdedor, hizo lo que tenía que hacer cuando el daño ya estaba hecho y cuando era inevitable que Samper iniciara su mandato.
Debido a lo anterior, Samper gobernó sin gobernabilidad. Toda su gestión fue la defensa política de una legitimidad cuestionada y la defensa jurídica de los fusibles de su campaña que se fueron quemando uno a uno ante la contundencia de las evidencias. Samper se aferró al populismo de su discurso social para encontrar apoyo en las bases populares extendiendo las dádivas de su campaña, pero ahora en el ejercicio del cargo. Y en la Cámara de Representantes, su investigador natural desde lo judicial, el presidente debió vender el alma al diablo para que las votaciones relacionadas con el proceso le favorecieran. A Heyne Mogollón, el célebre y folclórico representante investigador, lo compró dándole la administración de Caprecom, una Entidad Promotora de Salud (EPS) y una Institución Prestadora de Salud (IPS) del Estado, cuya misión era ofrecer a sus afiliados el plan obligatorio de salud (POS) dentro del régimen subsidiado de acuerdo con la recién creada ley 100 de 1993. Caprecom actualmente está en liquidación, porque siempre fue un fortín de corrupción de los politiqueros de turno a los que el Gobierno les debía algún favor. Así garantizó un proceso manipulable y laxo ante su investigador natural, en el que por supuesto fue absuelto por la mayoría, corrompiendo las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, algo tradicional en Colombia, pero que en ese episodio se vio sin velos, en todo su esplendor.
Sin embargo, más allá de lo que ocurriera en los estrados judiciales, en los debates de control político y los juicios a Samper y a sus colaboradores, la posibilidad de la renuncia del presidente siempre estuvo sobre el tapete, como una especie de válvula de escape a la presión popular y mediática que hacían de ese mandato algo inviable. Y esta posibilidad se potenció aún más cuando en abril de 1996 un ya exministro Fernando Botero Zea con el agua al cuello, removido de su cargo y detenido por cuenta de su participación en esa financiación irregular de la campaña de Samper, decidió contarle a la opinión pública que el presidente sí sabía y que él mismo había solicitado que esos dineros hicieran parte de la campaña por el riesgo inminente que existía de perder esa segunda vuelta y, por lo tanto, la Presidencia de la República.
Samper, lejos de proceder con gallardía ante la avalancha de implicados, testimonios y pruebas que arrasaban como un tsunami cualquier asomo de duda acerca de que esa campaña sí fue infiltrada con dineros calientes, se paró ante el país a decir que si esa financiación había ocurrido, habría sido a sus espaldas, y que ahí estaba y ahí se quedaba. Tan poco verosímil fue este testimonio, lleno de dudas, contradicciones y mentiras, que el gobierno de Estados Unidos le retiró la visa y su vicepresidente, Humberto de la Calle Lombana, renunció en septiembre de ese mismo año como un acto de lealtad consigo mismo, al saberse parte de un gobierno corrupto.
Para no seguir ahondando en detalles que hoy son de público conocimiento y que dejaron al país sumido en una crisis de institucionalidad irreparable (y una vez más con el prestigio internacional por es suelo), lo que pretendo es generar una serie de reflexiones que lleven a ponderar si es conveniente seguir soslayando este sórdido capítulo de la vida nacional como un detalle irrelevante y casi que anecdótico para el caos que es Colombia hoy en día.
Ahora que el autodenominado “centro” político acude tanto a la falacia de la polarización con el fin de obtener réditos electorales para atraer a los indecisos desde su pedestal moral y sus buenas maneras, el país debería recordar cómo se vivió la llamada polarización en aquel momento. Era feroz la radicalización entre los gobiernistas adeptos de Samper y todos aquellos que queríamos verlo depuesto del poder como un acto de dignidad nacional. Esa polarización fue violenta, ocasionó enfrentamientos en las calles y dejó muertos que marcaron el destino de la historia, como lo fue Álvaro Gómez Hurtado, asesinado el 2 de noviembre de 1995 que, más allá de la autoría de ese asesinato, sobre la cual aún se tienen grandes incertidumbres aunque las FARC se hayan atribuido recientemente ese crimen, no quedan dudas de que el líder conservador murió como producto de aquella coyuntura.
Desde el punto de vista judicial, también hubo asesinatos que aún siguen sin esclarecerse pero que fueron estratégicos y favorables a Samper y a sus más cercanos colaboradores, como el asesinato de Elizabeth Montoya de Sarria, más conocida como “la monita retrechera” o el de Darío Reyes Ariza, exconductor del Ministro del Interior de Samper, quien fuera asesinado en agosto de 1995, justo cuando se dirigía a declarar a la Fiscalía en el marco del proceso 8000. Estos crímenes no han hecho más que sembrar inquietudes sobre la inocencia de Samper y su séquito, pero siguen en la impunidad y en el olvido.
Hay que tener muy mala memoria o ser un caradura para negar el daño inconmensurable que le hizo el llamado proceso 8000 a las bases éticas y morales de la política en Colombia. Si bien se conoce de marras cómo el Ejecutivo manipula al Legislativo a punta de prebendas, lo que hoy conocemos como “mermelada”, durante el Gobierno Samper esta práctica perdió todo disimulo y pudor. La obstinación de Ernesto Samper al no renunciar a su cargo para asumir una responsabilidad política, que para el momento era más relevante incluso que la responsabilidad penal, dejó una cicatriz profunda y dolorosa en la institucionalidad, y a través de este gesto se declaró informalmente y por fuera de cualquier código, que el presidente de la República de Colombia por más débil que sea y por más cuestionado que esté, es indestronable.
Si la campaña de Samper fue corrupta, lo cual fue comprobado en autos, el gobierno de Samper fue aún más corrupto, porque lograr ese mandato de cuatro años no fue gratis. Por el contrario, el precio que se tuvo que pagar desnudó todos los vicios, fallas y componendas de un sistema de pesos y contrapesos entre las ramas del poder público que en ese momento (y hoy en día) dan entre rabia, preocupación y lástima.
El legado perverso del Proceso 8000 es innegable, nefasto. La degradación de la política cayó uno de sus puntos más bajos en las esferas más altas. Y lo peor, es que 25 años después Ernesto Samper tiene el descaro de asistir a la Comisión de la Verdad para seguir lavándose la cara sobre esos hechos, como si ya no hubiéramos tenido suficiente con su cinismo mientras fue presidente, sí, presidente así con minúscula. Porque su gobernabilidad fue minúscula. Samper se nos sigue burlando en la cara en todos los escenarios en los que tiene oportunidad.
Yo invito a quienes hoy evocan el proceso 8000 como un detalle menor en la historia nacional, a aquellos que le restan importancia al efecto devastador que tuvo este episodio en las bases morales de la nación, que le pregunten al propio Humberto De la Calle qué opina al respecto. Porque me resulta incoherente que uno de los líderes de “el centro” por naturaleza, abanderados de la moral pública como él, y quien renunciara a su cargo de vicepresidente como un gesto de dignidad ante el llamado de la conciencia, tenga seguidores a los que les parece que el proceso 8000 no tiene las dimensiones y el impacto que estoy intentando presentar en esta columna de opinión.
El proceso 8000, lo digo sin la menor vacilación, marcó un antes y un después en la vida política de Colombia, porque demostró que un presidente puede financiar su campaña de manera irregular y puede cumplir su mandato sin consecuencias políticas ni judiciales. Y que está a discreción de él mismo si se le da la gana de asumir o no las consecuencias políticas. Si les parece que esto es irrelevante, pregúntense por qué hoy en día Iván Duque está tan fresco y tranquilo acerca de las sospechas de que el Ñeñe Hernández hubiera financiado su campaña en 2018 con dineros de oscura procedencia. Pues bien, en el proceso 8000 encontrarán la respuesta.
Fotografía tomada de El Tiempo.
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