Por Andrés Felipe Giraldo L.
No tengo memoria de una Colombia tan desinstitucionalizada como la que padece el país en la actualidad. Desde el Presidente, que hasta hace solo tres años solo era un senador desconocido, llegado al Congreso por obra y gracia de una lista cerrada que encabezó Álvaro Uribe en 2014, sin mayor trayectoria y aún menos mérito para ocupar la Casa de Nariño, a quien le bastó ser el ungido del líder de la extrema derecha en Colombia (además de dominar medianamente la guitarra y el balón), hasta el Fiscal General de la Nación, experto en autobombo y en exageraciones sobre sus propias cualidades, pero que hasta el momento ha tenido una gestión rocambolesca y errática, pasando por los serios cuestionamientos sobre el proceder abusivo y criminal de algunos miembros de las Fuerzas Armadas, lo que se percibe de las instituciones en Colombia es una debilidad manifiesta, una crisis de legitimidad sin precedentes y una falta de autoridad moral absoluta para enfrentar los desafíos de una época convulsionada no solo para Colombia, sino para el mundo entero.
Me cuesta hacer un listado de todos los escándalos en los que se ha visto envuelto el Gobierno, porque son demasiados, pero basta decir que incluso la propia legitimidad de la elección del Presidente está cuestionada por cuenta de una evidente compra de votos en 2018 que se está destapando gracias a la “ñeñepolítica”, que son una serie de grabaciones interceptadas al testaferro del narcotraficante Marcos Figueroa, José Guillermo “el ñeñe” Hernández, en las cuales este sujeto conversa sin ningún pudor sobre las movidas turbias y truculentas para obtener los votos que llevarían a la presidencia a Iván Duque, según el propio Hernández, su gran amigo. Por supuesto, Duque niega que hayan sido amigos y Uribe niega hasta haberlo conocido. Sobre la vicepresidente Marta Lucía Ramírez, también se posa una sombra larga y oscura por haber ocultado por más de 20 años que su hermano estuvo preso por narcotráfico y que fue ella quién pagó la fianza en esa oportunidad, además de los vínculos de su esposo y ella misma con el presunto paramilitar y narcotraficante “Memo fantasma” en uno de sus negocios de construcción. De otro lado, al exembajador de Colombia en Uruguay, Fernando Sanclemente, le allanaron una finca que tenía no uno, sino tres laboratorios de cocaína, muy cerca de Bogotá. Sanclemente renunció a su cargo en abril pasado. El presidente ni siquiera tuvo la delicadeza de apartarlo del cargo, incluso meses después de haber estallado el escándalo.
Los escándalos de las Fuerzas Armadas merecen un capítulo aparte. Los llamados “perfilamentos” de la sección de inteligencia del Ejército en contra de líderes de la oposición, periodistas, líderes sociales y críticos del gobierno, sin que hasta el momento haya algún resultado útil en las investigaciones, más allá de purgas internas que suenan más a retaliación por la filtración de la información que a acciones correctivas, dejan la sensación de que sobre la intimidación del poder coercitivo del Estado recae la estabilidad del régimen, como en cualquier dictadura, ante la escasa legitimidad de una democracia restringida y manipulada. Y ahora, el descubrimiento de una práctica macabra de violaciones de menores por parte de integrantes del Ejército, en distintas regiones y desde hace décadas, dejan muy mal parada la gestión castrense en zonas de conflicto, en donde las poblaciones ya son tremendamente victimizadas por diversos actores armados ilegales, en las cuales las Fuerzas Militares no llegan necesariamente a protegerlos sino a abusar aún más de su vulnerabilidad y aislamiento. Una vergüenza. Los defensores de las Fuerzas Armadas se aferran a la teoría de las manzanas podridas y los casos aislados. Pero cuando un comportamiento es reiterativo y se presenta en diferentes regiones y tiempos, hay un problema de fondo que no se puede soslayar. Además, no es el primero ni el único escándalo de las Fuerzas Militares, basta con recordar la masacre de millares de colombianos en total estado de indefensión que significó los llamados falsos positivos. Cada vez que se cuestionan las Fuerzas Armadas, los mandos apelan a que se está atacando su dignidad y su honra, cuando son sus propios miembros los que están deteriorando esa dignidad y esa honra con actos infames y aterradores que perpetran algunos de sus efectivos sin que exista reflexión y autocrítica institucional, necesaria para reestructurarse, adaptarse y cambiar el rumbo para que cumplan genuinamente su misión constitucional. Tampoco puedo dejar pasar por alto los abusos policiales, de una policía tan severa con los manifestantes desarmados y con los ciudadanos necesitados, y tan limitada y poco eficaz para controlar el hampa para darle mayor seguridad a los ciudadanos.
El gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) también pasó por una grave crisis institucional por cuenta del proceso 8000. Pero al menos ese mandato contó con una gran oposición de diversos sectores de la sociedad e incluso las Fuerzas Militares cuestionaron su legitimidad, cuando estuvo al mando el general Harold Bedoya. La diferencia con respecto del gobierno Duque es que todo el establecimiento está cohesionado y cerrando filas para proteger al gobierno mientras la institucionalidad, la credibilidad y la legitimidad de la democracia se cae a pedazos por cuenta de la corrupción y el cinismo con el que se está gobernando, que parece más bien una afrenta a la ciudadanía que un llamado a cambiar o a mejorar. A Colombia en este momento la gobiernan el descaro y la desfachatez de quienes se saben invulnerables e impunes, porque parece que los poderes públicos se hubiesen puesto de acuerdo para acabar con el sistema de pesos y contrapesos de las democracias, para que le impunidad les favorezca a todos.
Esta semana pregunté en Twitter si creían que teniendo en cuenta las sospechas de la financiación irregular de la campaña de Duque y la supuesta compra de votos con la que ganó las elecciones algo iba a pasar. La respuesta unánime fue contundente: No va a pasar nada. Y no va a pasar nada precisamente porque los colombianos no creen en sus instituciones. El trabajo que debería estar haciendo la justicia lo están haciendo algunos periodistas y abogados que con muchas amenazas y muy pocos recursos deben enfrentar al establecimiento. Percibo que en Colombia la gente está resignada, aburrida, entregada, muchos de ellos conscientes de los males pero muchos también acostumbrados a ellos, algunos esperando su oportunidad para colgarse de los beneficios que dan sumarse a un régimen corrupto. Cuántos no están ahora aprovechando contratos, consulados y cargos diplomáticos por defender a ultranza a la secta que gobierna en Colombia. Son muchos y muchas. Allí está la meritocracia del actual gobierno, en la longitud de la lengua que lame las botas del régimen. Mientras las grandes mayorías padecen el desempleo, la pobreza, la precariedad, la falta de educación y de salud y la persecución de las autoridades a quienes se animen a protestar contra tanta injusticia, unos pocos acaparan la riqueza, el poder y los cargos públicos que provee el Estado.
Es urgente que el pueblo de Colombia despierte, se una y proteste. Es hora de revelar que los males en Colombia son estructurales y no coyunturales, y que el cambio debe venir desde las bases sociales. Es hora de hacer notar en el gobierno y en las instituciones actuales la impronta de la plutocracia descarada que ha gobernado durante dos siglos. Es hora de hacer notar que las instituciones más allá de los edificios y los documentos que las soportan son personas, y que esas personas sin su poder no son nada, que hay que devolverle la dignidad a las instituciones con personas que las merezcan. Ojalá todo este tiempo de encierro e introspección haya servido a las grandes masas en Colombia para ser conscientes del momento histórico y la necesidad imperiosa de unir esfuerzos para recuperar el país, que en este momento está en muy pocas manos. Pocas y sucias manos.
Fotografía tomada de RCN Radio.
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