Cuando tenía diez años, empezando 1985, nuestra maestra de quinto de primaria en el colegio San Bartolomé la Merced de Bogotá, la estricta pero carismática Graciela, nos enseñó una canción de la que todavía recuerdo su simpático comienzo: “En el año dos mil, la ciencia del amor, será modernizada con palancas y motor…”. Recuerdo que en ese momento el año 2000 se veía lejísimos (era otro siglo) y pensar en el amor modernizado con palancas y motor era toda una apuesta julioverniana.
Cuando llegó el año 2000, yo ya tenía 25 años y las palancas y los motores eran objetos prácticamente obsoletos. El amor se había modernizado mucho más de lo que pensaba mi maestra Graciela quince años atrás. La era digital se había tomado los ámbitos de la vanguardia tecnológica y vivir sin un computador, un artefacto extraño y distante en 1985, era prácticamente imposible.
Esta situación me cambió toda la perspectiva de la realidad y me demostró que la tecnología a veces logra superar los alcances de la imaginación. Justamente, hablando de Julio Verne, la mayoría de cosas fantásticas e imposibles que él imaginó en su literatura en el siglo XIX, fueron hechas realidad en el siglo XX,rebasando por mucho las características tecnológicas que él había planteado como gran visionario y como maestro de la ciencia ficción.
Yo no soy un vanguardista de la tecnología. Vivo en el rezago. Aún me maravilla lo que hace tres o cuatro años pasó de moda. Nunca he hecho una fila madrugado para conseguir el último celular. Y cuando alguien abandona ese que ya no es el último porque no es el último, ahí tendrán en mí a un comprador de chatarra que funciona. Eso me trae problemas, obviamente. Porque la tecnología invade todos los ámbitos y quedarse en el camino es ir perdiendo oportunidades en la vida que uno ni sabía que podía tener.
Una vez me dijeron al final de una reunión importante, en la que se había acordado algo como paso a seguir,“… entonces te envío un whatsapp”. Yo me quedé mirando mi aparato simple con una pantalla pequeña y unas teclitas borradas y me pregunté mentalmente ¿Qué será un whatsapp? Sin embargo, para no verme tan montañero, respondí con toda seguridad: “listo, envíamelo a mi correo electrónico”. La risa a carcajadas de mi interlocutor me aterrizó sobre la necesidad imperiosa que tenía de avanzar, de dar un paso más, de meterme en esa maraña cruel y frenética de los avances tecnológicos. Y así avanzo en el mundo de la tecnología, a trompicones, haciendo el ridículo, aparentando que sé y revelando que no sé.
No se puede negar que la tecnología ha facilitado mucho la vida de quienes pueden acceder a ella. Evitar la fila de los bancos, pagar los recibos con un clic, ver en la televisión de alta definición los poros cubiertos de maquillaje de los actores y las actrices o la saliva densa que esputa el futbolista antes de cobrar un tiro libre, o encontrarse virtualmente a través de las redes sociales con amigos de hace tiempo, del tiempo en el que la profesora Graciela nos enseñaba canciones, es mágico y emocionante.
Pero no todo el desarrollo tecnológico es positivo. También siento que la tecnología ha truncado la interacción humana. Acá vuelvo a las reminiscencias de la época de mi profesora Graciela. En esa época, a mis diez u once años, lo más avanzado en juegos de video era el Atari. Esa era una consola grande que se le metía una especie de casete y tenía un control con un palito y un botón. Esa era toda la complejidad. Así se jugaba todo. Desde los juegos de aventura hasta las carreras de carros se resolvían con un palito y un botón. Por supuesto, era factible que uno se aburriera rápido y la calle seguía siendo un lugar atractivo. Y la calle era un mundo. El parque era un escenario de aventuras. Los amigos no vivían en Facebook. Vivían en el barrio. Las comunicaciones eran complicadas. El teléfono era un aparato grande conectado a la pared que debían compartir todos los habitantes de una casa. Y la lucha por ocuparlo era intensa. Cuando yo era niño, mis hermanos ya eran adolescentes o adultos (tengo cinco hermanos y dos hermanas). Por lo tanto, la negociación del uso del teléfono implicaba concilios familiares a la hora de la cena. Entonces yo, para encontrar gente, prefería salir a la calle. Eso del teléfono era muy complicado.
Y en la calle y en el parque uno jugaba. Y había miles de juegos para jugar y los que no existían nos los inventábamos. Los tradicionales eran las escondidas, la lleva o ponchados. Otros más complicados como yermis, tarro o escondidas americanas, cuando había niñas, en las que al final nadie encontraba a nadie. La bicicleta era un plan de aventura y el fútbol nos permitía conocer culturas diferentes, gente de otros barrios. En esa época se podían hacer fogatas y el fuego reunía al barrio. Imposible olvidar las juegos de temporada: Había temporada de yo-yo, de coca (no la de ahora, en esa época el juego era “enchocolar” una cápsula amarrada con una pita a un palito) y la temporada de canicas o “pikis”.
Esa vida de antaño ya no se encuentra en ningún aplicativo de ningún dispositivo. Y la vida de los demás se empieza a obviar. Antes para saber de un amigo perdido en el tiempo había que levantar piedras y desempolvar libretas. El encuentro era profundamente emocionante y las historias para contar eran miles. Ahora solo es revisar la página del Facebook para ver lo que ese amigo quiere aparentar. Y uno también aparenta y sube sus fotos más chéveres.
Los niños y las niñas ya no juegan en la calle. Las citas se las ponen en el skype, en los mil juegos en línea que existen, en el chat del FB o en el tal whatsapp.
Las calles y los parques están llenos de nostalgia y uno que otro bebé con sus padres que aún disfruta los columpios porque no le han presentado el iPad, el iPhone, la consola del PS4 o cualquiera de esos aparatos que le va a absorber la infancia sin calle y sin parque.
La tecnología es frenética. Cambia la realidad todos los días. Facilita la vida pero hace el mundo cada vez más estrecho. Igual, las calles y los parques son nobles. Aún están ahí, esperando a algún niño despistado que sea capaz de cambiar la pantalla de lo que tenga a la mano por una ventana abierta que le permita el roce del aire. Quizás ese olor a calle y a parque aún lo llame. Quizás él sea capaz de citar a más amiguitos y amiguitas allá, en ese lugar recóndito lleno de pasto y asfalto.
La imaginación seguirá creando un mundo cada vez más fantástico y la ciencia dará alcance a esas locuras. Quizás antes de lo que pensemos el mundo será mucho más que el mundo y estaremos pensando cómo será jugar en marte. Pero nada podrá superar lo rústico y lo natural. No habrá herida de guerra virtual que sea más emocionante que rasparse las rodillas con el cemento. No habrá aplicativo que permita patear charcos bajo la lluvia. No habrá sensación más hermosa que la de un grupo de niños cantando juntos, soñando con un amor de palancas y motor. Así ya no existan las palancas y el motor.
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