Por Andrés Felipe Giraldo L.
Las protestas sociales en Colombia revelan en cada marcha y en cada manifestación la degradación misma del conflicto, que no es más que la extrapolación de la situación social del país en expresiones de violencia. Es verdad que la gente está desesperada, como es verdad que el vandalismo no es deseable si lo que se busca es imponer la razón sobre la fuerza. Es verdad que la fuerza pública debe velar por la protección de la vida, integridad, honra y bienes de todos los ciudadanos, y es verdad que eso no se logra violando la vida, integridad, honra y bienes de los manifestantes.
Lo que pasa en las calles cada vez que se convoca a la ciudadanía a protestar refleja el malestar general y la falta de capacidad de las instituciones para tramitar las necesidades del pueblo de manera eficaz y consistente, lo que lleva a percibir que policía y ejército, representantes de esas instituciones, generan rechazo e indignación entre los manifestantes, porque más allá de represión y abusos, la fuerza pública no está en la capacidad de brindar ninguna solución de fondo a las demandas populares.
Entonces, los que se encuentran en la calle al final del día de manifestaciones vehementes y sentidas, son el pueblo inconforme, maltratado, ignorado y angustiado, con policías y soldados, que creen que su deber es poner fin a las protestas a como dé lugar, como si “el orden público” fuera el silencio y la sumisión que produce el miedo de los bolillos rompiéndole la cabeza a quienes salen a reclamar por sus derechos. Y es allí en donde se confunde el sentido de la protesta social, en donde los miembros de la fuerza pública olvidan el sentido de su misión constitucional para convertirse en una fuerza armada servil a los intereses de los gobiernos, que a su vez son los esbirros de las élites que dominan el establecimiento desde los hilos fuertes de la economía.
Es decir, tristemente lo que vemos en las calles cuando las protestas se salen de control por el accionar de los vándalos o por las provocaciones deliberadas del ESMAD, es el pueblo armado maltratando al pueblo desarmado, en donde lo que se refleja es la precariedad de la identidad de clase, la ausencia total de la consciencia social de los menos favorecidos, cuya esencia no presenta mayores diferencias cuando están desnudos, pero que, cuando unos se ponen los uniformes y los otros salen a protestar, se convierten automáticamente en enemigos, unos enarbolando las banderas de la protesta social, y los otros defendiendo la institucionalidad y preservando el orden público.
Es conmovedor cuando aparecen esos destellos de sensatez entre los manifestantes y la fuerza pública que por instantes se perciben como iguales, como pueblo, como oprimidos. Pero no es más que un espejismo que pronto se desvanece detrás de los gases lacrimógenos y las bombas molotov y, al final, cada fuerza se mete a sus trincheras a disparar odio. Eso no hace más que fracturar las bases sociales que son hábilmente manipuladas por las élites para que se plieguen a sus intereses, como ha sucedido en Colombia desde que se proclamó la independencia. Basta recordar que en la primera campaña de reconquista española, después del grito de independencia en 1810, muchos de los soldados realistas eran indígenas y negros reclutados a la fuerza en América por el ejército español, a cambio de un plato de comida y promesas de un mejor vivir. Basta recordar la llamada época de la violencia a mediados del siglo XX, en donde los campesinos liberales y los campesinos conservadores se trozaban a cuchillo en el campo, mientras en las ciudades los gamonales y políticos de los dos partidos negociaban tierras, empresas del Estado y cargos públicos en privado, pero en público, desde los atriles de los discursos, azuzaban la violencia. Esta repartición torticera del Estado se protocolizó con el Frente Nacional en 1958, que no fue más que un acuerdo de élites liberales y conservadoras para cesar la violencia, pero garantizando sus privilegios y prebendas. Por supuesto, esta fue una paz efímera, que dio paso a la violencia guerrillera de una izquierda excluida a la fuerza de las urnas, que al final de su decadente proceso tampoco representó causa popular alguna, diluida en sus propios negocios, en el crimen y en la degradación de sus acciones bélicas en beneficio de unos cuantos comandantes.
El pueblo colombiano vive manipulado por las necesidades que las élites provocan. Por ejemplo, el asalariado le agradece al banco el préstamo para la casa, pero el banco no tendrá la más mínima piedad en embargar esa casa si el deudor se cuelga en sus cuotas, con el respaldo de toda la institucionalidad para que la balanza siempre esté del lado de los más poderosos. El político llega a la alcaldía prometiendo el puente que necesita una vereda, ese puente que como concejal ya se había robado varias veces.
Si hay algún sector profundamente manipulado a través del adoctrinamiento y la debida obediencia por parte de las élites que dominan las instituciones del Estado, son los miembros de la fuerza pública. Desde que los policías y militares entran a las academias y escuelas de formación son educados con base en dogmas y doctrinas incontrovertibles, porque no les enseñan a pensar ni a discernir, sino a obedecer. Por ejemplo “Dios y Patria”, que es el lema de la Policía Nacional, son conceptos etéreos incontrovertibles, por los cuáles la mística obliga a matar y a hacerse matar, sin preguntas ni cuestionamientos, como parte de un adiestramiento sistemático que no admite evidencia en contrario.
Al final, como en el feudalismo, en Colombia la fuerza pública no está concebida para proteger la vida, honra y bienes de todos los colombianos, sino que se convierten en la fuerza privada pagada con los recursos de todos para proteger los privilegios de las élites. No es casual que el centro comercial de los hijos de Uribe en Bogotá estuviera plagado de policía armada para disuadir a los protestantes que se acercaron allí como los revolucionarios franceses se acercaron a la Bastilla en 1789. Esa es la fotografía de una fuerza pública arrodillada, prestando un servicio de vigilancia privada al dueño de esta finca llamada Colombia, que sin titubear pide que esa policía que protege el feudo de su descendencia tenga licencia para dispararle a gente desarmada. Esa es la muestra palpable del poder que tienen los dueños del país sobre unas fuerzas que en teoría están concebidas para defender al pueblo.
Por eso las élites prefieren una fuerza pública ignorante y sumisa, convencida de que es de los suyos, cuando no es más que pueblo uniformado y adiestrado como perros bravos para morder a todos a quienes se atrevan a desafiar sus privilegios. Por eso el Centro Democrático insiste en que esas fuerzas sumisas tengan derecho al voto, porque más que un derecho sería una ventaja de la derecha radical que ha cooptado la mentalidad militar como una fuerza de protección particular de los ricos y poderosos. Ellos saben que si le ordenan a los militares votar por sus militantes, habrá muy poca resistencia por parte de policías y soldados que han sido formados para obedecer, pero no para pensar.
Es urgente que en Colombia se geste una identidad de clase, que le perdamos el miedo a conceptos como populismo o proletariado, porque allí está la esencia de la lucha popular y las bases para comprenderse como un colectivo que comparte necesidades, angustias, dolores y sufrimientos pero también proyectos, sueños y expectativas. Es urgente que a través de esa identidad de clase se haga una pedagogía arriesgada y permanente, para crear consciencia en la fuerza pública, para que comprendan que primero son adoctrinados, después armados y después manipulados para que se vayan en contra de sus semejantes, de personas humildes y necesitadas como ellos, pero que no tienen ni armas ni uniformes, pero sí las mismas afugias, angustias y carencias cuando están desnudos, cuando son pueblo, cuando las élites no los dividen volviéndolos enemigos en las calles cuando protestan, cuando muy seguramente se tendrán que encontrar en los barrios siendo personas comunes, en un país en donde la pobreza crece para los pobres y la riqueza crece para los ricos.
Es urgente gestar la identidad de clase en Colombia desde el discurso y desde la acción, es urgente canalizar el descontento popular en argumentos sólidos y consistentes que lleguen a todos los rincones del país, que la educación formal e informal se centre no en adoctrinar, que es lo que hacen las élites para mantener sus privilegios, sino desde la deliberación y el discernimiento que fortalece el carácter y el criterio de las bases para que comprendan su historia y su rol histórico. Es hora de que nos percibamos como iguales en la desgracia de haber nacido en uno de los países más desiguales del mundo. Esta revolución es paciente y pedagógica, de revisar la historia y reconfigurar el rol de las bases populares para enarbolar las banderas del bienestar general, en donde los derechos dejen de ser privilegios para los menos favorecidos y en donde los privilegios dejen de ser los derechos adquiridos e imperecederos de quienes lo acaparan todo.
Pueblo uniformado, dejen de apuntar sus armas contra el pueblo que protesta. Sean conscientes de los intereses que están defendiendo, por los que están matando a gente pobre y desposeída, como muchos de ustedes. La Constitución Nacional los conmina a preservar la vida, honra y bienes de todos los colombianos, no solamente de los que ustedes creen que tienen la razón porque tienen el poder. Por favor, miembros de la fuerza pública, abran su mente y anímense a estudiar, a conocer, a pensar y a discernir, dejen de ser la fuerza privada de las élites que los someten para ser la fuerza pública de los colombianos y las colombianas que los quieren ver como protectores y no como agresores. Es urgente y necesario que conozcan cuál es su lugar en la pirámide social que los aplasta tanto como al pueblo que deberían proteger, con la diferencia de que a ustedes los usan con medallitas y una gloria que nunca se les verá reflejada en su bienestar ni en el bienestar de los suyos. Despierten miembros de la fuerza pública, ustedes también son pueblo, pueblo como el que protesta incluso por sus derechos, véanse en el espejo de las necesidades que ustedes también padecen. Ustedes también pertenecen a una clase que pide a gritos que no disparen contra la gente que quiere un país mejor para todos, incluso para ustedes. Dejen de ser los perros bravos de las élites y sépanse parte de un pueblo que los necesita para construir un país más justo. Acá estamos repudiando sus asesinatos, pero sabemos de los hilos que los mueven. Ayudaremos a que esos hilos se rompan, con la formación integral que ustedes se merecen para que sepan a qué intereses sirven, para que reaccionen, para que dejen de apuntar sus armas contra el pueblo. Déjense educar. Es su derecho. Es nuestro deber.
Fotografía tomada del portal Las Dos Orillas.
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