Llevo cinco minutos sentado frente a la pantalla pensando sobre qué voy a escribir. Y no es por falta de tema. La semana que termina hoy estuvo plagada de sucesos en Colombia, ninguno de ellos bueno, todos aterradores. La violación en manada por parte de soldados del Ejército de una niña indígena de doce años en Risaralda, el asesinato de cuatro mujeres en menos de 24 horas en el Valle del Cauca y las denuncias por acoso y abuso sexual en contra del director de cine Ciro Guerra, sin contar el ascenso vertiginoso de contagios y muertos por la pandemia, son apenas algunos acontecimientos en un país que está acostumbrado a los escándalos, las tragedias y los dramas en los medios a diario. La indignación es el estado permanente del espíritu en un país agobiado por el delito, la injusticia y el crimen cotidiano, como algo que hace parte de nuestro paisaje, de una normalidad malsana y degradada que tiende a superarse de una manera infame y cruel semana a semana.
Hace casi tres años vivo en Alemania, pero sentimental y emocionalmente sigo vinculado con Colombia, entre otras cosas, porque será mi destino de regreso en algunos meses. Además, porque la mayoría de mis afectos viven allá. Estar lejos me ha permitido ver al país desde otra perspectiva, sufriendo lo que pasa en una sociedad tan convulsionada, pero trasegando el día a día una vida calmada en donde impera el orden, la organización y, salvo contadas excepciones, una sana convivencia. Todos los días me pregunto por qué acá, y en muchos otros países del mundo, se puede vivir con relativa tranquilidad mientras que en Colombia la zozobra y el miedo son la regla.
Alemania está lejos de ser una sociedad perfecta y su historia está llena de vergüenzas. Para empezar, provocaron dos guerras mundiales en el mismo siglo con un saldo humano y moral devastador. Fue un país dividido a la fuerza desde 1945, cuando capitularon en la segunda guerra mundial, hasta 1989, cuando cayó el Muro de Berlín. Aún están sanando sus heridas y reconstruyendo su historia con una perspectiva crítica, pero, como sociedad organizada y cohesionada, se reconstituyeron hace tiempo. El sector en el que vivo está lleno de casas de tercera edad, de personas que rondan hoy entre los 75 y los 100 años. Es decir, la generación a la que le tocó levantar este país en la posguerra. Esos ancianos que me encuentro en el camino al supermercado tuvieron que cargar con el estigma de ser un país paria durante décadas, de padecer la lejanía de familiares y amigos dentro de un territorio partido en dos, y con la responsabilidad de reconstruir una nación derruida por la guerra y por los extremismos ideológicos. Esa gente que ahora va apoyada en sus bastones o arrastrados por sus sillas de ruedas y caminadores, reconstruyeron a Alemania de una manera silenciosa, persistente, consistente y mística, haciéndole un nudo al pasado para poder avanzar hacia el futuro, pero con una conciencia clara de su historia para que esta no se volviera a repetir.
Entonces, viendo y admirando a estos ancianos que me cruzo a diario me pregunto ¿Cuándo será que en Colombia los jóvenes de alguna época podrán ver pasar con admiración a esa generación que de manera silenciosa, persistente, consistente y mística logró reconstruir a Colombia? Y la respuesta es tan triste como desesperanzadora. Porque en Alemania, en algún momento las inmensas mayorías de todos los sectores tuvieron el valor y la entereza de reconocer los errores que habían cometido como sociedad, soportaron los juicios y las medidas a las que los sometieron los vencedores y decidieron avanzar sobre sus fortalezas y no sobre sus debilidades. No es mi intención comparar dos procesos tan lejanos y disimiles, como si lo que sucedió en Alemania pudiera ser referente para Colombia. Pero sí quiero reflexionar sobre algunos elementos que pueden ser esclarecedores ante tanta oscuridad que padece mi país, del que me siento cada vez menos orgulloso. Lo primero, es un reconocimiento social y nacional de responsabilidades en el marco de una historia plagada de guerra, exterminio y conflicto. A pesar de que las características de los conflictos en Alemania son muy diferentes de los factores que componen el conflicto en Colombia, reconocer esos factores de conflicto y violencia, además de las responsabilidades trasversales a toda la sociedad, fue algo clave para el resurgimiento de este país. Es allí en donde creo que está la talanquera para que Colombia pueda avanzar y reconstruirse como sociedad. Hay un sector que se niega a reconocer su responsabilidad en siglos de conflicto, confrontación y violencia en Colombia, y que preferiría declarase vencedor antes que reconocer sus defectos. Hablo del establecimiento.
La Justicia Especial para la Paz, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición y el Centro Nacional de Memoria Histórica, se erigieron en el marco de los acuerdos de La Habana como los escenarios propicios en el que una sociedad madura y consciente pudiera comparecer por sectores para reconocer su responsabilidad en un conflicto violento y centenario y, sobre la base de la verdad, encontrar los caminos, los lazos y los vínculos que permitieran labrar un sendero hacia la paz y la reconciliación. Desafortunadamente, un amplio sector de la sociedad comprende el conflicto solo en términos de vencedores y vencidos y no aceptan una solución distinta a que una de las partes se someta a la otra, sobre la base de que una parte es legal y legítima, y la otra no.
Durante mucho tiempo critiqué lo que venía pasando en los acuerdos de La Habana, principalmente, porque como muchos colombianos, no aceptaba la interlocución de las FARC para representar a amplios sectores de la sociedad que además fueron sus víctimas. Sin embargo, con el tiempo comprendí que esta era una ventana de oportunidad para que esos sectores aprovecharan los diálogos para ejercer su propia interlocución y se expresaran. Se establecieron mesas de trabajo para llevar las ideas a La Habana y se construyeron unos acuerdos que con muchas deficiencias y errores, pero con la participación de muchos sectores, al menos abrían una mínima posibilidad para la paz. También me indignó la impunidad que se generaba alrededor de los acuerdos y que eran bastante favorables para la guerrilla, pero conversando con algunas víctimas comprendí que lo más importante de este proceso era el esclarecimiento de los hechos, es decir, la verdad, entendiendo que en un conflicto extendido en el tiempo y degradado en lo ideológico y lo moral, la brutalidad y los excesos hacen parte de esa caída en picada de valores a los que lleva una guerra. Reprobé que se le dieran curules en el Congreso a los guerrilleros sin la necesidad de que obtuvieran votos. Eso me sigue pareciendo una arbitrariedad. Pero también entiendo que por la vía electoral jamás hubieran llegado a ese cuerpo colegiado y que la representación política era básica para llegar a algún acuerdo.
En otras palabras, con el tiempo comprendí que lo menos relevante de esos acuerdos eran las FARC y que el gran legado de ese proceso fue el ejercicio de poner a dos adversarios en una mesa a debatir ideas tratando de integrar la mayor cantidad de comunidad posible. Lo más valioso de esos acuerdos fueron las herramientas para la búsqueda de la verdad, la paz y la reconciliación que ya mencioné unos párrafos atrás. Estoy convencido de que en esa nueva institucionalidad, construida con buena voluntad, está la base de la reconciliación y la construcción de una nueva sociedad.
Por eso estoy seguro de que quienes aún creemos en la salvación de la sociedad para que se dé un giro positivo para la historia en Colombia, rescatar y defender los acuerdos de La Habana es fundamental y necesario, no por el gobierno que lo firmó ni por los guerrilleros que se beneficiaron, sino por el provenir mismo del país. Es necesario usar esas herramientas que surgieron de los acuerdos para que el establecimiento rancio, tradicional, pleno de privilegios (que desde siempre han asumido como derechos), sea disuadido con el fin de que reflexionen de manera autocrítica y propositiva sobre su rol en tantas décadas de conflicto y de violencia.
Esta es la generación que está llamada a defender esos acuerdos con garras y dientes. A pesar de sus fallas y defectos, estos acuerdos deben comprenderse como un punto de partida. Esta generación es la convocada a moverse desde ya para en el futuro poder apoyarse sobre los bastones y a arrastrar los caminadores y las sillas de ruedas de la paz y la reconciliación. Y ese, colombianos y colombianas, es un trabajo silencioso, persistente, consistente y místico de una generación en la que no caben los extremismos intransigentes de los que se quieren declarar vencedores, sumergidos entre gritos de dolor y litros de sangre. En donde no caben quienes ahora nos gobiernan, porque no les importa la paz sino ganar al costo que sea.
Fe de erratas: El abogado y máster en Derecho Freddy Ordoñez, columnista de Ámbito Jurídico, me hace las siguientes precisiones sobre el origen del Consejo Nacional de Memoria Histórica (CNMH), que no surge del los acuerdos de La Habana como equivocadamente lo señalo en mi columna. El Dr. Ordoñez precisa lo siguiente: “El Centro Nacional de Memoria Histórica no es uno de los mecanismos que se erigieron en el marco de los acuerdos de La Habana. El CNMH se crea con la Ley 1448 de 2011, la ley de víctimas y restitución de tierras, esto es, antes del Acuerdo Final. Una primera versión de este centro, es el grupo de memoria histórica que surge con la Ley 975 de 2005, la ley de justicia y paz, de allí que, ante la creación establecida por ley en 2011, lo que hizo el Gobierno fue tomar el GNMH y volverlo el CNMH, que dirigió hasta antes del regreso del uribismo en el poder Gonzalo Sánchez, y hoy lo dirige el historiador Dario Acevedo”. Agradezco al Dr. Ordoñez por la corrección.
Fotografía tomada de Pacifista TV.
Comment here
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.