Por Maritza Quintana Gutiérrez
El momento exacto no lo sé, tal vez hace cuatro, cinco o más generaciones atrás; con la abuela de la mamá de mi abuelo. Un poco irónico que mi energía femenina esté ligada a la línea paterna. Ellas eran jóvenes, negras, campesinas y pobres que trabajaban en haciendas en el Tolima grande y en algunos casos sus patrones abusaron de ellas. Tuvieron hijos fruto de violaciones o abusos y desde allí asumieron el papel masculino dentro de la familia que se vieron forzadas a formar. No tuvieron la oportunidad de recibir ternura, amor, delicadeza o de tener el respaldo de un hombre dentro de su núcleo familiar. La violencia de la que fueron víctimas desde el vientre, siendo madres solteras, objetos sexuales de sus patrones o parejas, les enseñaron que su valía dependía de tener un matrimonio y que ya no tenían el mismo valor que una mujer sin hijos. Estoy hablando de cinco generaciones atrás, tal vez más de 100 años y aún hoy, en pleno siglo XXI, ese sigue siendo el mismo patrón para la mayoría de la sociedad colombiana.
Descubrir a temprana edad que ser una mujer y ser femenina no era lo mismo fue un choque, porque escuchar estas historias por parte de mis abuelas, siempre me generó la pregunta: ¿por qué permiten estos abusos por parte de la sociedad? La única respuesta era “así tenía que ser”.
Desde una edad muy temprana tuve una rebeldía con causa, no iba a permitir que me sucediera lo mismo que a ellas, ser tan obedientes y sumisas era para mí una muestra de debilidad. Por ejemplo, a los once años era contraria al partido político que mi papá me indicaba. Esta rebeldía no era para oponerme de manera consciente, era para demostrar que yo tenía criterio propio, tomaba decisiones, aunque eso me significara un castigo.
Mi crianza se dio en una época del país donde las noticias abrían con los ataques de las FARC, el M19, el ELN, el Quintín Lame, un país y un mundo violento, que dentro de la casa no era tan diferente. Un padre criado en una cultura machista, violento e inmaduro, y una madre sumisa que, por miedo, permitió abusos. Pero bueno, mi historia no es esa, la mía es descubrir cuándo reprimí mi esencia femenina y, la verdad, no he encontrado el instante exacto, tal vez es la suma de varios sucesos o de ninguno.
Un punto de inflexión fue cuando me enteré que estaba embarazada, abrí los ojos a una realidad que no quería ver. En ese momento supe que la historia de mis abuelas, en parte, se volvía a repetir en mí. Una mujer de 21 años con la prueba de embarazo y resultado positivo en sus manos. En mi mente estaba haciendo planes de vivir con mi bebé (intuía que me iba a quedar sola), aunque contaba con el apoyo de mi pareja en ese momento. Sabía que sería juzgada y condenada por la sociedad, por la familia y por mí misma. Saber que perdía la libertad de decidir sobre mi vida y tener la responsabilidad sobre otra persona me impactó. Maduré muy pronto. Con esto aprendí que debía ser autosuficiente, independiente y fuerte. La debilidad no era una opción. Luego, el embarazo de la segunda hija. No había vuelta atrás.
Tener dos bebés, una de un año y otra recién nacida, sentirme juzgada, culpable por haber decepcionado a mi familia, ser una mujer sin moral, humillada, siendo la comidilla de todas las reuniones, me aisló física y emocionalmente de personas que antes me rodeaban. Después de todos estos sentimientos y pensamientos que estaban rondando en mi cabeza, tenía dos opciones: o asumir el papel de víctima y sentarme a llorar o tener la madurez para afrontar la decisión de ser madre.
Después de dos años mi pareja partió para el exterior. Dijo que regresaría a los seis días. Jamás volvió. Entonces me quedé con toda la carga económica y emocional tanto de mis hijas como con la mía. Ahora la vida me estaba dando otra “batalla” que luchar. Recordé las historias de mis abuelas, como ellas eran fuertes y valientes para criar a sus hijos solas, con todas las herramientas que tenían a su disposición, buenas o malas, no lo sé. Solo sé que criaron unas mujeres conformes con ser madres solteras y hombres machistas. Me cuestioné nuevamente si esas historias que me contaron me servían a mí como herramientas para seguir adelante o simplemente de referente para no caminar por ese sendero.
Al verme sin pareja y con dos hijas, mi mamá quería que me consiguiera marido y le diera hijos para formar un hogar bien visto por la sociedad. Pero ¿Por cúal sociedad debía ser bien vista? ¿La de mi familia, la del barrio, la de los amigos? Ninguno de ellos me estaba manteniendo a mí o a mis hijas para tener que dar explicaciones. Nuevamente la rebeldía salía a flote a pesar de saber que vendría un castigo, el señalamiento, el “usted se cree mucho y por eso se va a quedar sola”, “ningún hombre la toma en serio después de tener hijos”, “aproveche lo que llegue”, “así sea para pelear necesita de un hombre”, fueron las frases recurrentes en este periodo de mi vida, frases fuertes que marcaron mi mente y mi corazón. Esta etapa me hizo ver que la sociedad colombiana veía a las madres solteras como si tuvieran una discapacidad y me prometí que jamás me iba a ver como una víctima.
Así pasaron dos años, no conseguía trabajo, sentía que la vida me había quedado grande y que sus juicios eran ciertos. Haber sido irresponsable al traer a estas niñas sin un papá, sin un futuro.
Estaba estudiando contaduría pública en la Universidad Javeriana y mi mamá dejó de pagar mis estudios al enterarse de mi primer embarazo. Además, mi pareja no quiso que siguiera estudiando, sino que me dedicara al bebé. Así pasaron dos años y mi vida dio un giro de 180 grados: ama de casa, dos hijas, soltera y sin trabajo.
Con la ayuda económica de mi mamá, empecé una carrera técnica en secretariado, lo que me abrió las puertas para conseguir un buen empleo. El horario era desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. A las niñas las dejaba en el jardín todo el día, cumplía el rol de mamá después de las cinco de la tarde, aunque mi mente seguía torturándome, “usted es la culpable de que sus hijas no tengan una familia completa”. Esa frase era el motor para educarlas independientes, fuertes y responsables, pero ante todo, para que no dependieran de ningún hombre.
Quince años pasaron con la misma rutina. Terminé mi carrera profesional en administración de empresas, la cursé becada pagando solo la mitad de la matrícula porque mantuve mi promedio encima de cuatro. Como estudiaba de noche, únicamente podía compartir con mis hijas los fines de semana. Creía que las había abandonado y, por supuesto, sentía culpa por esto. Al mismo tiempo compré apartamento, pagaba el colegio, viajamos, a mis hijas nunca les faltó el regalo de navidad y cumpleaños, cumplí como proveedora económica en todos los aspectos. Todo esto sin ayuda de un hombre. Tenía 38 años de edad, era independiente, profesional, con patrimonio, con hijas estudiando y trabajando, en fin, el ejemplo de mujer a la cual admiraban por su valentía y coraje, pero sabía que me hacía falta algo. Ese era el supuesto éxito que había conseguido después de haber defraudado a la familia; pero yo nunca lo vislumbré como tal, para mí las situaciones y los logros no tenían el mérito que la gente veía, para mí eran algo normal.
Me faltaba sentirme femenina, no seguir siendo la proveedora de la casa, quien defiende, la guerrera. Ese papel de autosuficiente me tenía agotada, estaba dedicando mi vida a un empleo y a ser alguien que no me hacía feliz. Pero tampoco sabía qué me hacía falta exactamente, aunque mi mamá me enseñó la vanidad, el cuidado físico, el caminar en zapatos de tacón, usar faldas y vestidos. Me cuestionaba en ¿cuál es mi valor como mujer?, ¿cuáles son mis necesidades como mujer?, ¿por qué siento que me hace falta algo? Contestar estas preguntas no era sencillo. Primero, porque no tenía claras esas respuestas, las ignoraba pero las intuía.
Todas las características aceptadas socialmente sobre lo femenino generaron en mí muchas veces dudas acerca de si era suficiente como mujer, si no contar con esas cualidades era la razón del porqué no tenía pareja sentimental, si yo era vista como un igual por los hombres o qué le estaba enseñando a mis hijas. Ahora se sumaba otra pregunta: ¿en dónde quedó mi esencia femenina? mi cabeza seguía dando vueltas para entender qué es ser femenina y para quién debía serlo. Para los hombres, para mi familia, para mis hijas o para mí.
Mi imagen de ser femenina siempre fue ser independiente, autosuficiente, fuerte, guerrera, buscar la perfección física, laboral y económica y otras creencias heredadas. No quería continuar sintiendo todo ese peso emocional sobre mi espalda solo para seguir con el mismo patrón de comportamiento.
Una cosa es querer y otra es deber. Yo quería ser mamá sin sentirme juzgada, pero debí ser mamá y ser juzgada. Esto es importante, porque de allí parte todo el embrollo que tenía en mi cabeza, me sentía mutilada en mi esencia, porque la mujer es mamá y es bello, pero al tener tanto peso sobre su espalda, ya no lo es, y se convierte en una carga. Cuando se es mamá soltera es el doble de responsabilidad y de frustraciones, el alma se quebranta porque me sentía muchas veces desestructurada, debía consentir pero también debía castigar, debía proveer pero también debía gastar. Yo peleaba con mi masculino y femenino. Sentía envidia de las familias de mis amigas, porque aún con problemas tenían un respaldo, y yo no.
La adolescencia de mis hijas no fue sencilla, inconvenientes y rebeldías como todos, lidiar con ello sola no fué facil, lloraba muchísimo, me sentía incompetente, insegura y mala mamá. Las heridas y los recuerdos de mi vida muchas veces los proyecté en ellas. Fue horrible. Mi refugio en ese momento era Dios, pero muchas veces lo sentía distante, parecido a mi papá. Vivir con miedo al fracaso es fuerte, porque los miedos reflejan lo que se lleva dentro. Yo me sentía fracasada, desilusionada y rota. Viví así muchos años, busqué ayuda profesional, porque la depresión era parte de mi vida, pero no la podía vivir y asimilar porque debía ser fuerte y una mujer fuerte no llora ni es débil ante las circunstancias de la vida. Límpiese las lágrimas y siga caminando porque no tiene otra opción.
La sociedad le enseña a la mujer a empoderarse y a hacerse cargo de su economía y de sus hijos. Yo me sentía empoderada de todo menos de mí, no me conocía, sabía que tenía cualidades y defectos, pero veía más defectos que cualidades. No me escuchaba, pero sí lo hacía con la sociedad, el amigo y el profesor; no escuchaba lo que realmente quería ser. Sinceramente nunca dejé de ser femenina. La verdad, dejé de ser yo para cumplir un papel, el de mamá luchadora y guerrera como sus abuelas que no les quedó grande criar a sus hijos sin un hombre al lado.
Rechazaba en mí todo lo que me había impuesto, me castigué por muchos años y quebranté mi amor propio. Yo no conocía una relación con un hombre, una relación desinteresada, me abstuve de tener pareja por la crianza de mis hijas ya fuera porque querían tener hijos o porque no querían a mis hijas, así que ellas eran un filtro (o una excusa) para no comprometerme sentimentalmente. Aunque el miedo a lo desconocido tampoco me dejaba dar ese paso, salí, conocí personas que me enseñaron mucho, pero no lo suficiente para conocerme a mí. Yo era como un rompecabezas donde cada persona que llegaba o se iba de mi vida era una ficha.
Estaba agotada con toda esta carga y decidí dejar el empleo que tenía, pues no me sentía a gusto allí, pagué mis deudas y viví un año sin trabajar y obvio, sin recibir ingresos. Se acabaron los ahorros y llegó la pregunta: ¿ahora qué?
Entonces recurrí al hombre que sentí había decepcionado, mi papá, y creo que fue lo mejor que pude haber hecho. Esta situación me acercó mucho a él, lo conocí mejor. En mi interior sabía que la figura masculina que se había marchado de la casa y no conocía, era quien me iba a llevar a conocerme como mujer.
Con mi papá la relación se fragmentó un poco con los dos embarazos, aunque era muy cordial, también era distante. La figura masculina siempre la tuvo mi mamá. Mi papá era más título que realmente un padre. El referente masculino lo sané aceptando que mi papel en su vida era de hija y no de mujer, le tenía resentimiento por haberse ido con otra persona. Obvio, todo proceso tiene sus etapas y al hacerlo confronté mis miedos y rabias, lo juzgaba muchísimo, perdoné y me perdoné.
Al hacer esto, descubrí otra característica que no sabía que tenía, la de depender económica y emocionalmente de un hombre. Para esa época mi papá sufrió un infarto y tuvo cirugía de corazón abierto, cinco años antes había tenido un accidente donde tuvo una operación en la cabeza y le insertaron una válvula de Hakim. De estas cirugías le quedó una discapacidad auditiva por el lado izquierdo y perdía la estabilidad al caminar.
Así que se dio la oportunidad de trabajar con mi papá y ayudar en el negocio en un ambiente totalmente diferente al que estaba acostumbrada, el trato con los clientes y el nivel cultural cambió radicalmente. Descubrir de mi papá su carisma y su coquetería con las clientas me generaba celos.
Así que este acercamiento con mi papá y verlo en su faceta de hombre, que ignoraba, me llevaba a cuestionar qué era eso que me hacía falta en cuanto a feminidad, lo que conllevó a tener una lista de características, que tanto la sociedad como yo, creíamos que hacen a una mujer, por ejemplo: comprensión, muestras de afecto, protección, pulcritud, compasión, sumisión y pudor. Y yo no las tenía tan marcadas.
Romper en mí ese patrón no fue ni ha sido sencillo, ya que involucra mi parte más interna, aquella que es llevada en los genes; sentí que traicionaba a mi linaje, a mis abuelas, buscando ser delicada, respaldada, buscando ser femenina desde otra óptica.
Cuando digo que mi papá me sirvió de herramienta para poder ir construyendo las respuestas a estas preguntas sobre mí, es porque al llegar a trabajar a su empresa, él no me trató como su hija, sino como una empleada más. Para mí fue traumático, pues creía que al ser su hija el trato iba a ser distinto con ciertas prebendas. Pero él me destruyó el ego, me llevó a enfrentarme conmigo, a sentirme vulnerable, débil e insegura. Me resistía a sentirme así y renuncié a trabajar con él, busqué trabajo y no encontré nada, así que volví porque era algo seguro.
Intuitivamente me sentía protegida, algo que siempre reclamé por parte de él y no lo encontraba. Así que bajé la cabeza y volví bajo sus condiciones, dispuesta a desaprender, deconstruir y volver a construir una nueva mujer, con una visión distinta, más humilde, más tranquila, más honesta conmigo misma, sin importar tanto qué pensarán las demás personas.
Dentro de las responsabilidades que tenía, debía de cuidar de él, ya que al tener inestabilidad al caminar, se apoyaba en mi hombro como un bastón. Esa imagen me llevó a ver a mi papá como un ser humano con virtudes y defectos, que su hija lo estaba sosteniendo en su etapa de abuelo y padre. Y dentro de la empresa, mi opinión y consejos también eran importantes para él . Ahora yo era la hija y él mi papá, no había un juego de quién era más fuerte y yo asumí mi posición de hija. Lo cuidé, lo consentí dentro de lo que él me permitía. Era natural que necesitara que alguien me ayudara, que quisiera el abrazo consolador cuando las cosas no salían bien, que los consejos a su edad fueran mucho más sabios.
Trabajé con mi papá ocho años, donde él me ayudó a encontrar el amor propio. Para él siempre fui su “reinita” y cuando me llamaba por mi nombre sabía que era un regaño o llamado de atención. Mi papá jamás me dijo malas palabras, gritos o me propinó golpes. Él me decía que no permitiera que ningún hombre me tratara con un nivel inferior a su trato. Me parecía extraño porque yo veía normal su comportamiento hacia mí. Desde siempre mi sobrenombre fue reinita y así me trataba. Veía a mi papá como el hombre protector, el guardián de mis hijas y el mío, ya no me sentía sola, si no respaldada por él.
Tenía miedo de amar y no ser amada. Realmente lo femenino que buscaba era el amor, porque las cualidades con las que luchaba y me sentía débil realmente eran mi fortaleza. La visión corta que tenía de mí no me permitía ver a la mujer en que me había convertido. Han pasado muchas situaciones fáciles y difíciles desde que decidí trabajar con mi papá, perdonarlo y aceptar que soy su hija.
Al morir mi papá, me volví a sentir otra vez desprotegida y tenía que ser fuerte para enfrentar la responsabilidad de su legado, su empresa. Aunque para mí su legado es el descubrir que soy una mujer con todas las letras, que los juicios acerca de mi vida me pusieron una venda que no me permitía verlo, que la esencia femenina no es la que nos imponen, sino la que se construye sobre las vivencias y las circunstancias, que el ser mujer me hace sentir orgullosa porque puedo ser fuerte y delicada, donde mi masculino ya trabajó y construyó el femenino de hoy.
El final no lo puedo escribir porque mi historia no ha terminado. Puedo decir que hoy al mirar atrás y hacia adelante veo a una gran mujer, que pasó por muchas situaciones donde aprendió a amarse, valorarse, dignificarse y a no permitir que ni la sociedad, la familia o yo misma me juzguen por vivir.
De mi papá aprendí a recomponerme, a buscar dentro de mí y sacar la reina que él siempre vio, a ser creativa, cuidadora, a tener otras facetas de mujer. Mis hijas hoy son profesionales, una haciendo una maestría y la otra viviendo y aprendiendo con las herramientas que la hacen una mujer valiente y madura.
Fotografía proporcionada por la autora.
Comment here
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.