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¿Cómo sabes que esto es real?

Por Diana Marcela Mendoza

Después de comerse la última cucharada de helado, Cecilia y André decidieron salir a caminar un rato. Alrededor de media hora más tarde, el cielo de verano comenzó a tornarse anaranjado. Las nubes se movían y formaban figuras inexplicables.

Cecilia dejó de caminar y André se detuvo a su lado sin preguntar por qué. Miraron por un rato al horizonte asombrados de cómo el viento hacía bailar a los árboles una danza vigorosa.

—¿Te habías dado cuenta de que las ramas de los árboles son como mini brazos agitando banderitas verdes?

Oui

Sin moverse del lugar, y luego de mirarse a los ojos, se rieron tan frenéticamente que sus estómagos comenzaron a doler.

Entre risas, siguieron caminando hacia el apartamento de André que estaba a pocos metros de distancia.

Al entrar, Cecilia se desvistió y se fue caminando hacia el baño para tomar una ducha. Se miró en el espejo y recogió su pelo en una cola alta. Uno de sus rizos cayó sobre su cara y lo miró atentamente, como si fuera la primera vez que notaba la forma de su cabello.

Lo agarró con una mano y pensó que era increíble que el pelo pudiera salir con formas. Lo miraba de arriba hacia abajo y tocaba con la punta de su índice el espiral que formaba el cabello que salía como por arte de magia de unos huecos diminutos en su cabeza.

“Increíble” se dijo en voz alta mientras metía el rizo rebelde en la parte de atrás de su oreja, para luego caminar hacia la ducha.

Una vez dentro, el agua tibia cayendo sobre su cuerpo se sentía como la gloria. Los chorros la recorrían y pensó que el tacto era impresionante. Sin importar donde cayera el agua, el cuerpo era capaz de sentirla en cada centímetro. Cecilia se miró la punta de los dedos de la mano y sonrió al notar que el dedo pulgar era capaz de acariciar cada uno de los otros dedos y que todos podían acariciarlo a él, pero que los otros cuatro dedos tenían dificultades para darse amor entre ellos si estaban en la misma mano.

—Amor, ¿te fumas un poquito? —le dijo André mirándola como desde otra dimensión parado en el marco de la puerta con un porro encendido en la mano. Cecilia estiró su cara hasta la mano de André, quien caminó hacia ella, y aspiró con ganas una bocanada.

Cecilia se sentía alta. Sus pies pegados al piso tenían la apariencia de dos tablas sujetas con clavos. Al caminar, veía todo como de un color caliente que era capaz de envolverle la piel y de sobarla despacito.

Sin decir una palabra, André cerró la llave del agua y la tomó de la mano para ayudarla a salir de la ducha.

Los ojos claros de André se mezclaban con sus dientes infinitos. Su boca sonriente comenzó a generar en Cecilia la necesidad de acercarse a tocarlo con sus dedos.

Una vez cerca, y con sus manos apoyadas sobre la espalda de André, Cecilia pasó su lengua húmeda sobre los labios que rodeaban esos dientes, teniendo cuidado de no dejar ni un pedazo sin lamer.

André intentó besarla, pero ella le mordió firmemente el labio y le dijo:

—¡Quieto! No te muevas. —La lengua de Cecilia se sentía como si fuera una pequeña llama de fuego que luchaba contra el viento—. Qué rico —dijo mientras terminaba de recorrer la boca de André haciendo formas inexistentes.

Cecilia se alejó para observar la boca de André y este tocó su cabello alborotado mientras le dijo en un susurro:

Tu es belle

André tomó una toalla, sostuvo en la boca un cigarrillo que acababa de prender y secó los hombros de Cecilia al tiempo que caminaban hacia la cama.

Al acostarse boca arriba con las piernas flexionadas, algunas gotas de agua se juntaron en los muslos de Cecilia produciendo varias lágrimas que caían sin sentimientos, bajaban despacio y se juntaban con otras gotas que resbalaban sin afán hasta caer en su entrepierna.

André la miró fascinado y sacó de sus labios una bocanada de humo que parecía una escultura.

—Otra vez —dijo Cecilia.

Quoi?

—Otra vez, quiero ver las formas del humo.

André comenzó a soplar el humo por encima de sus cuerpos creando formas diferentes al cambiar la posición de los labios. El humo en espirales delgados y gruesos se convertía en una montaña con picos irregulares que se fundían en un río que luego tomaba forma circular. El espectáculo ofrecido por el humo y por la boca creadora de André le parecía a Cecilia una de las cosas más hermosas que había visto en toda su vida.

Aún maravillada, levantó su torso desnudo y apoyó sus manos sobre la cama al lado de la cabeza de André. Sus pupilas dilatadas se encontraron con esa mirada creadora que todavía hacía formas con el humo. Cecilia sonrió al verlo y le quitó de las manos el cigarrillo encendido.

Je t’aime —le dijo mientras se sentaba sobre su cuerpo suave y tibio.

Lentamente, Cecilia bajó su cabeza y comenzó a besar sin afán cada espacio disponible en el rostro de André. Besó sus ojos, y sin notarlo sus caderas comenzaron a moverse despacito. André la tomó entre sus brazos fuertes y mientras tocaban sus cuerpos se convertían en una especie de materia sin forma que era boca, era saliva y era manos. Su sexo desnudo buscaba con ansias fusionarse con André, quien la penetró mientras la tomaba de la cintura con firmeza.

No tenían afán.

Cecilia sintió cómo dentro de ella iba creciendo una especie de árbol de colores que se esparcía con muchas flores y raíces. Sentía que quería mezclarse con ese cuerpo que olía a campos de lavanda, y sintió que presionando su cuerpo contra el de él tal vez podría llegar a tocar la raíz. Ambos gemían y reían con sus cuerpos mojados por todas partes con una mezcla de fluidos imposible de identificar. Sus manos se fundían y se multiplicaban. Y ambos sentían que cada cambio de posición los llevaba a lugares que nunca antes habían explorado.

Cecilia miró a André y lo empujó con violencia para dejarlo acostado debajo de ella. Mientras lo miraba se sentó y lo abrazó, ambos se movían buscando con sed ser el otro. Sus cuerpos explotaron después de un rato largo lleno de gritos, gemidos y risas, y se dijeron toda clase de palabras en momentos que las pieles escogieron para entremezclarse y volverse uno.

Sus cuerpos transformados cayeron en diagonal sobre la cama y Cecilia apoyó su cabeza sobre el pecho de André.

Le briquet, please… —le pidió André casi sin aliento a Cecilia. Así que ella estiró su brazo y tomó el encendedor que estaba en la mesita de noche de su lado.

André tomó el encendedor y prendió un porro que había enrollado un rato antes. Cecilia lo quitó de su boca y tomó una enorme bocanada de humo.

Doucement mon amour, il est fort.

Cecilia, quien fumaba muy esporádicamente, escuchó la voz de André a lo lejos e ignorando su advertencia de que el porro estaba fuerte, fumó otras cuatro veces inhalando mucho más THC del que había aspirado en su vida.

De repente, su cuerpo se puso a temblar y André la abrazó sin mucho afán diciendo con una voz pausada:

Hey, relax… respire…

Cecilia sintió de un momento a otro que ese mundo psicodélico que se había creado unos minutos antes comenzaba a transformarse en una experiencia parecida a la muerte.

—Baby… creo que me estoy muriendo…

André se sentó a su lado y le dijo riendo que se calmara, que no se estaba muriendo, que solo estaba un poco volada.  El cuerpo de Cecilia comenzó a palidecer al tiempo que André trataba de convencerla de que todo iba a estar bien.

Exhausta por la movida faena y bajo los efectos de la mezcla de hongos mágicos y marihuana, Cecilia comenzó a sentirse aturdida y la paranoia se hizo presente. Pensaba que si cerraba los ojos no sería capaz de abrirlos nunca más.

Su cuerpo intentaba dormir, pero cuando sentía que su cabeza se quedaba sin pensamientos y que todo se ponía negro, las puertas de la muerte se abrían como un foso debajo de ella, por lo que se despertaba como un resorte y con el corazón en la mano se decía “me estoy muriendo… no me quiero morir”.

—Llama a urgencias. No puedo respirar bien… diles que me estoy muriendo…

André, esta vez más serio y algo preocupado al ver la piel pálida de Cecilia, tomó el teléfono y llamó al 911. Le explicó a la operadora que él y su novia habían consumido hongos mágicos unas horas antes y que su novia estaba teniendo un mal viaje, pues había fumado cannabis con una concentración muy alta de THC.

—Intenten llegar discretamente para no molestar a los vecinos —siguió hablando en francés con la operadora con la esperanza de que la ambulancia y los paramédicos llegaran sin hacer ruido para que no despertaran a nadie en su tranquilo edificio.

Alrededor de cinco minutos más tarde, y con la operadora aún en el teléfono, André escuchó el ruido de sirenas en el exterior. Colgó la llamada y abrió la puerta, mientras Cecilia esperaba impaciente acostada en la cama.

Dos enormes hombres musculosos vestidos con camisetas blancas y unos pantalones gruesos y amarillos entraron caminando como marchando. Sus cabezas tocaban el techo y sus grandes y pesadas botas se paseaban en el piso como si tuvieran vida propia.

—Hola, ¿me puedes decir tu nombre? —le preguntó uno de los bomberos a Cecilia. Su compañero hablaba con André un poco más lejos, en la sala del apartamento.

—Eres muy grande… como un gigante —sentenció Cecilia en francés mientras el bombero tomaba su pulso y le replicaba pausadamente:

— ¿Recuerdas cómo te llamas?

— Sí… Cecilia… — Sus ojos se paseaban desde la cara de ese hombre enorme al que tenía a una distancia corta hasta los dos hombres que hablaban del otro lado de la puerta.

—Cecilia, ¿sabes dónde estás?

—Sí… en la casa de mi novio… creo que me estoy muriendo. —Los ojos encandilados de Cecilia seguían una luz brillante que salía de las manos del hombre gigante.

Dos policías se materializaron en la sala y entraron a la habitación sin decir una palabra. Inmóviles como estatuas, miraron la entrada de los paramédicos que llegaron un minuto después y se dirigieron a la cocina a esconder los cuchillos.

—Todo esto es muy raro… ¿Cómo sabemos que esto está pasando realmente? ¿Tú crees que esto es real? —Cecilia tocaba el brazo de un joven paramédico que le hablaba en voz baja y le hacía preguntas cuando tomaba su pulso.

Un carro de bomberos, una patrulla de policía y una ambulancia más tarde, Cecilia ponía en duda la veracidad de la situación tan improbable. Todos en el apartamento, donde en ese momento había 10 personas, eran hombres a excepción de Cecilia y una paramédica.

—Las únicas mujeres aquí somos tú y yo… ¿Cómo sabes que todos esos hombres no nos van a hacer algo? —cuestionó Cecilia a la otra mujer. Su respiración comenzó a agitarse y sus ojos comenzaron a cerrarse. En su cabeza se materializaron las siluetas grisáceas de los monstruos que habían pasado por su vida—. Ocho hombres contra dos mujeres… no creo que podamos escaparnos…

Hiperventilando, Cecilia miró al joven paramédico que tenían en frente y le dijo:

—Creo que me estoy muriendo, estoy cansada…

Cecilia comenzó a escuchar que la llamaban y la trataban de sentar. Con ayuda de André le quitaron la blusa para ponerle los electrodos y hacerle un electrocardiograma, también le pusieron una máscara de oxígeno para que pudiera respirar mejor.

—Todo está normal, creo que solo está muy ansiosa —le dijo uno de los paramédicos a André, que se mordía el borde del dedo índice mientras con la otra mano tomaba la mano de Cecilia que estaba pálida como una hoja.

—Llévenme al hospital, por favor, no quiero morirme aquí.

—No creo que sea necesario, solo debes esperar a que se te pase el efecto de la droga y vas a estar mejor. Solo tranquilízate y espera a que pase —sugirió la mujer paramédica con una sonrisa.

Sin embargo, un par de minutos más tarde, y luego de otra hiperventilación, Cecilia fue subida a la ambulancia para ser transportada al hospital ante la mirada curiosa de los vecinos de André.

—¿Es la primera vez que consumes hongos? —preguntó la enfermera de urgencias escribiendo en el computador toda la información que Cecilia era capaz de darle.

—Sí, nunca los había probado… y también fumé cannabis… pero mucho… nunca había fumado tanto.

—Tal vez no es tan buena idea comenzar a hacer esas cosas a los 38 años —dijo entre dientes la enfermera de triage—. Puedes ir a sentarte en la sala de espera.  El efecto debe pasar dentro de un par de horas. Cuando te sientas mejor, puedes irte.

La sensación de estarse muriendo se transformó a una gran velocidad en una especie de malestar físico con fragmentos de vergüenza y frustración por no haberse quedado donde André. Tal como lo predijeron los paramédicos y la enfermera, Cecilia se sintió mejor después de 3 horas de malestar. Tomó un taxi, llegó donde André y se tumbó a dormir a su lado sin un ápice de energía en su cuerpo.

—Recuérdame no volver a fumar esa mierda tan fuerte nunca más —fue lo último que dijo antes de cerrar los ojos con la cabeza apoyada en el pecho de André.

 

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