Por Andrés Felipe Giraldo L.
Cómo me pides que escriba, si no encuentro mi cabeza ni siquiera para pensar. Si en ese pequeño recorrido que va desde el cerebro hasta los dedos, no hay más que confusión e ideas enredadas. Cómo me pides que escriba si ni siquiera le atino a las teclas y no soy capaz de acompasar mis respiraciones con mis latidos para serenar mi alma. Escribir parece fácil, pero no lo es cuando los pensamientos vienen rotos y hay que armarlos mientras caen sobre el suelo.
He formado charcos de tinta mezclados con lágrimas sobre este mismo tema una y otra vez. He rellenado pliegos de papel escribiendo sobre no escribir, sobre no poder, sobre no ser y no estar. Sobre no existir. Mi confusión me agota hasta a mí. Un amigo, que ya no lo es, me reclamó con vehemencia “Felipe, escriba por primera vez algo coherente en su vida”. Y no pude tampoco. De hecho no me importó aclarar nada. Di la vuelta y me fui. Él tenía razón. La coherencia no se me da. Y ya no tengo tiempo ni ganas para pedir que lo entiendan.
Entonces, cómo me pides que escriba si me voy a angustiar y te voy a aburrir, si mientras me lees se te van a salir los bostezos como polluelos del nido, si ya nisiquiera las metáforas se me dan. Cómo me pides que escriba cuando llevo al menos una década resistiéndome, llegando a esta pantalla derrotado a repetir, cuando sé que no voy a poder y que además me estoy frustrando en el intento, porque como escritor, ilusamente, me he llegado a definir. Y no lo soy. No he podido. Mi identidad se va diluyendo mientras las palabras, los párrafos y los textos huyen hartos de mí. Pierdo el talento como pierdo personas y afectos. Estar solo y triste es estar dos veces solo. Y dos veces triste.
No me pidas que escriba porque me duele sostener la mirada sobre las palabras. No me pidas que escriba porque tengo más suspiros atravesados que oraciones en mi mente. No me pidas que escriba porque no puedo, porque me quedé sin fuerzas, porque ahora me leo y me avergüenza retar a aquellos que sí saben escribir y viven de eso. Cuando niño escribía sin consciencia y se me daba natural. Crecí creyendo que este era el camino, y el camino se me volvió laberinto, y el laberinto me llevó a un foso del que ahora no puedo salir.
No me pidas que escriba porque te voy a escribir esto, un desahogo permanente, una queja sobre mí, un memorial de agravios inconexo, una nota de protesta contra el paro de mis musas que se aliaron con mis demonios para boicotear al gobierno de mi inspiración. Qué patético se ve.
Me voy resignando a los letargos largos, al hastío de mi hastío, a los bucles conformes de la monotonía en espiral, a los recuerdos congelados que me llegan sin la historia, a aferrarme a esto de escribir por escribir para sentirme en un coma literario y no en el punto final.
Cómo me pides que escriba si ni yo puedo entender por qué me cuesta tanto, si los insomnios ahora me persiguen sin emoción. En las noches soy simplemente una mirada pegada al techo sin respuestas, el tic tac del reloj que me lleva navegando por una madrugada eterna. Soy dudas e incertidumbre, soy otra vez ese que suelo ser. Entonces, por favor, no me pidas que escriba. No me pidas frases armadas que me salen fatal. Me salen así.
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