Por Adolfo Ochoa Moyano
Llegué tarde. Para variar. Ya olía a mierda y a sangre. Había un tipo con un tablero, anotando nombres y 99 desgraciados alineados como si fueran a comulgar en misa. Pero esto no era misa, era una pelea. 99 tipos y yo contra un gorila.
No tenía idea de por qué estaba allí. Supongo que por lo mismo que todos: por el dinero. O por el odio. O porque hay cosas que uno quiere matar y no puede, entonces se inventa formas de hacerlo.
Cien hombres contra un gorila. Sin armas. A mano limpia. Eso decía el volante. A mí me lo entregó una de pelo amarillo que fumaba Pall Mall mentolados y que se reía con amargura de todo como si el mundo fuera una mala película que ya había visto demasiadas veces.
La cosa es que aunque se trataba de una buena recompensa, no se trataba de un maldito gorila de zoológico. En realidad era un gorila cabrón. Antes del jaleo oí a alguien decir que lo habían traído de un criadero clandestino en algún lugar de África. Que pesaba lo mismo que un piano, que había matado a un entrenador en menos de dos minutos. Otro lo contradijo, que lo cierto es que lo trajeron de un circo ruinoso por la guerra de Ucrania, que se había comido un payaso. A mí me daba lo mismo, a quién le importa un jodido payaso. Ya no me quedaban exigencias, con tener una buena muerte me daría por bien servido.
Si hay algo que sé es que el miedo huele a sangre y mierda. Y justo para esto nos habíamos juntado en una bodega gigantesca en las afueras de la ciudad sin ninguna ventilación. En los tiempos de mi abuelo la usaban para almacenar carne. El viejo había trabajado allí cuarenta años para terminar sin pensión, sin salud, sin dignidad, pero con un reloj de cuerda del que ya no se conseguían repuestos.
Ahora la bodega ya no está llena de pobres diablos que se parten la espalda por unos peniques, ahora la ocupaban con fiestas y peleas de pobres diablos que ya no tenían nada por qué pelear. Igual que siempre, olía a sangre y mierda.
Hay que admitir que los organizadores de esta comparsa de lo absurdo se habían esforzado por montar un espectáculo con aires de carnaval. Había contorsionistas, tragafuegos, luces de colores, música en vivo, gente tomando fotos. Mujeres frías y cerveza caliente.
Una voz sin cuerpo repetía cada rato por los parlantes que estábamos por presenciar “el duelo definitivo entre la bestia y la razón”. A mí me pareció que la razón ya se había ido hacía rato, pero qué sabía yo de nada, si justo estaba en la mitad de este delirio efervescente. La voz hablaba de honor y gloria. “¡Cien a uno! ¡no hay forma de que pierdan!”, chillaba excitada. ¿Qué honor, cuál gloria? Sangre y mierda era lo que nos esperaba.
En la arena cien cabezas giraban sobre sus cien cuellos de un lado a otro, como tratando de descifrar cuántos allí sabían pelear. Grupos de homogéneos se materializaron en segundos. Unos pocos se quedaron a la deriva, como náufragos. Vi a un tipo tenía una camiseta de Bruce Lee. Otro era un flaco que decía que había boxeado en la cárcel mientras saltaba ligero en punta de pies.
La voz de los parlantes contó desde diez hasta uno y cinco forzudos, con bigotes de manubrio arrastraron una jaula que chirriaba quejumbrosa y en la que seguro podrían caber Júpiter y todas sus lunas.
El gorila era simplemente majestuoso. Sin que nadie se lo ordenara se movió hasta el centro del ruedo y se quedó de pie, inmóvil. No rugía. No se golpeaba el pecho. Solo miraba. Una mirada quieta, espesa, como si supiera lo que iba a pasar y de verdad le importara.
A mí me pareció que de él emanaba un vapor hirviente, ácido, como de géiser. La voz sin cuerpo que salía por los parlantes lo llamó Kong—claro, como en la puta película—. Estábamos muy lejos de las luces de Hollywood, pero no me disgustó la idea de que me matara un cliché.
El flaco tuvo un ataque repentino de optimismo. Me mostró los nudillos partidos y me sonrió con dientes flojos.
—Esto es sin reglas, como en la cárcel. Si lo tumbamos entre varios, podemos patearle la cabeza —me dijo con un entusiasmo demente que se le desbordaba por los ojos y la comisura de los labios— o le pateamos las guevas— remató, frotándose las manos como una mosca, sin parar de dar saltitos.
Yo asentí condescendiente, aunque no pensaba patear ni mierda. Ya había tenido suficiente de patadas en el suelo. Y de patadas en las güevas. Hacía ya seis meses que estaba sin trabajo. Después de quince-putos-años cargando cajas en un almacén, decidieron que las máquinas eran más baratas que los pobres diablos. Dos semanas después, Nancy se subió a un tren con locomotora a carbón que andaba sobre una carrilera sin terminar. Me llamó desde la quinta estación para decirme que yo ya olía a muerto, que no era buen momento para estar cerca de mí y que no iba a volver por el perro. No me sorprendí del todo. Es que bueno, ¿a quién le importa un hijueputa payaso?
El aire estaba espeso, un caldo de miedo y vísceras. Un aullido como de animal prehistórico extinto me recordó a qué habíamos venido aquí. Un tipo macizo como una columna de concreto salió disparado hacia el gorila gritando “Leroy Jenkins”. El plan era evidente: embestir como un buey. Por un segundo pareció un buen plan, pero el tipo chocó con una columna de acero inamovible y finalizó el plan. El gorila se tomó la molestia de rugir para dejarle saber que al menos lo había notado antes de sacárselo de encima con un brutal manotazo. El tipo voló. Voló de verdad y cayó de cara, directo al suelo con los dientes por delante. El crujido de esmalte, dentina, pulpa y cemento contra el suelo fue espantoso, nos hizo dudar a los otros noventa y nueve. A mí se me llenó la garganta de bilis.
La sangre encendió la lujuria homicida del gorila. Se levantó en dos patas, erigido como un monumento primitivo, esplendoroso. Las córneas ardían como fogatas, el aliento espeso, hirviente. Ahora sí se pegó en el pecho. Parecía que estaba diciendo “vamos, cabrones”, emanando gases volcánicos de cada músculo.
Y los pobres diablos fueron. Alaridos y oraciones armonizaban el crepitar nauseabundo de los huesos rotos. El tipo con la camiseta de Bruce Lee seguro había conversado con el flaco porque no paraba de gritar que le patearan los testículos al animal.
Los cuerpos se amontonaban como botellas vacías. Y como botellas vacías se quebraban: costillas rotas, mandíbulas sueltas, hasta las esperanzas hechas pedazos hacían ruido al romperse en la grava.
Yo lo miraba todo desde una esquina, detrás de una hielera llena de cervezas calientes. El sudor me corría por la espalda como aceite rancio. No se llega a la mitad de la vida sin haber tenido que luchar por comida al menos dos veces a la semana.
La de pelo amarillo que me entregó el volante veía el espectáculo con ojos de ensoñación. Me dijo que era arte. Yo le dije que era martes. Ella soltó una risilla entre dientes. A los pocos segundos se le acabó la paciencia, hizo una mueca y me dijo que me metiera al jaleo de una buena vez.
Su voz se escuchaba como si estuviera sumergida en un barril de alquitrán. Yo estaba hipnotizado por un tipo que tenía la cara vuelta una papilla pero que todavía respiraba. Las costillas le subían y bajaban, crujiendo igual que la cabeza de una codorniz en la boca de un gato glotón. Su pecho era una puerta rota que alguien seguía empujando desde dentro. Me recordó a mi papá en la cama del hospital, aferrándose a una vida que nunca quiso, peleando por aire que ya no necesitaba.
Intenté darle una lógica al panorama, pero el caos estaba desbordado como una represa rota. Una masa amorfa, orgánica, hecha de pelo, cartílago, saliva, semen, calcio, azufre, fósforo, atacaba con uñas, dientes, puños, patadas mordidas y arañazos. El bullicio de gruñidos y gritos inhumanos y bestiales era ensordecedor y embriagante.
Unos 20 desgraciados se abalanzaron contra el animal. Uno terminó con el cuello torcido hacia el lado equivocado. Otro cayó con los ojos en blanco. Un tercero vomitó antes de que lo alcanzaran. El brazo izquierdo (¿o era el derecho?) de alguien salió volando hacia la multitud; otro más lo usó para golpear al gorila por detrás. Camioneros, tipos que habían sobrevivido a cárceles y guerras, el gorila los desmontaba como si fueran juguetes. Brazos dislocados. Narices rotas. Sangre llenando el suelo de concreto.
A la hora, quedábamos quince. El piso brillaba de entrañas y cerveza. Kong respiraba como una locomotora herida, un tajo abierto en el pecho, un ojo cerrado. Alguien gritó: “¡Nos está ganando!” y todos soltamos una risa de buena gana, porque era obvio. El gorila no peleaba por dinero ni por rabia. Peleaba porque era lo único que sabía hacer.
Yo fui el último en entrar al jaleo. Esperé con paciencia. Siempre he sido paciente, incluso cuando la paciencia me ha costado todo. Fui el último en pelear, si es que a eso se llama pelear. Me acerqué, despacio porque no tenía afán. El gorila estaba sentado ahora. Respiraba fuerte, su pecho subiendo y bajando. Me acerqué más, me puse frente a él. Por un segundo, creí ver algo en esos ojos. No entendimiento, pero sí reconocimiento. Dos bestias atrapadas en una vida que no habíamos elegido, condenados a sobrevivir.
El tipo flaco que peleó en la cárcel se le colgó de la espalda a Kong, gritando algo que aprovechara el chance que me estaba dando. El simio lo agarró de un brazo y lo estrelló contra el suelo—una, dos, tres veces—, hasta que dejó de parecerse a un humano.
No me defendí cuando se abalanzó sobre mí. Sentí sus manos peludas cerrarse alrededor de mi cuello. Mientras el oxígeno abandonaba mi cerebro, recordé a mi padre diciéndome que nunca llegaría a nada. El viejo tenía razón, pero también estaba equivocado. Había llegado hasta aquí, cara a cara con un dios primitivo que me ofrecía lo que los hombres nunca me dieron: un final con significado.
No sé si fue piedad, aburrimiento o cansancio del simio; tal vez fue mi mala suerte, pero desperté tirado entre los demás perdedores. La diferencia con ellos es que al menos yo seguía respirando.
Me incorporé pesadamente. Con la mirada borrosa, como si estuviera sumergido bajo el agua, vi que el animal se desplomó de repente. Se desplomó como quien decide que esta función no merece más esfuerzo. Se hizo un silencio claustrofóbico hasta que la voz sin cuerpo que emanaba de los parlantes sentenció: “Nadie gana. La bestia no aguanta más”. Me pareció que sonaba decepcionada. La del pelo amarillo nos dio unos billetes a los que quedamos en pie, dijo que era para el taxi. A mí me supo a limosna.
Salí cojeando, respirar lastimaba mis costillas rotas, no podía levantar el brazo izquierdo porque me jodió bastante bien la clavícula. Escupí sangre y un par de dientes, pensando que adentro, con el gorila y los demás desgraciados estaba la plata de la recompensa, que seguro me habría servido para volar bajo un par de meses y para pagarme una buena enfermera. Pero daba igual, ya no la quería. Es que la vida es eso, cien tipos peleando contra un gorila por dinero que nunca verán. Y el gorila peleando por una libertad que jamás tendrá. Qué más da, era martes.
Con el dinero del taxi que me dio la rubia me fui a un bar. En la televisión hablaban de genocidio en la Franja de Gaza, reformas laborales, fisiculturistas asesinados a martillazos, aranceles a la China y la conchinchina. Nadie mencionó a cien hombres y un gorila peleando.
Con el brazo que podía levantar me llevé el vaso a la boca. El whisky me quemó los labios. Tragué. Mi estómago y mi dignidad dijeron gracias. Miré por la ventana, todavía quedaba noche por delante. Me recliné en la silla y dejé escapar un gruñido. Mañana será otro día, me buscaré otra pelea, otro trago, otra mujer que finja quererme a mí y a mi perro.
Por ahora, estar vivo era suficiente. Al menos había durado más que el boxeador. Pedí otro trago, escupí sangre otra vez y brindé por Kong, deseando que nunca tenga que volver a su dieta de payasos en ningún circo y que yo tampoco me lo cruce otra vez. La vida no perdona dos veces y yo no pienso darle la tercera.
FIN
*Imagen generada con Gemini.
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