LiteraturaReflexiones

Bucle

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Hay cosas sobre las que nunca quiero escribir porque tal vez pretendo que permanezcan ocultas en lo más profundo de mi intimidad, en ese vacío al que caen las letras y se rompen para que jamás sean interpretadas.

No sé si es vergüenza o tristeza, no sé si los escritos personales me amarran a ese pasado que aún no puedo solucionar y se vuelven lazos apretados que no me quieren soltar.

No sé por qué escribo sobre lo que no quiero escribir, como asomándome por una rendija para ver lo que no quiero ver. Debe ser una especie de masoquismo literario, en donde no me entierro dagas sino palabras, y con las palabras recuerdos y con los recuerdos tristezas y con las tristezas esa melancolía que se aferra al alma, imaginando con nostalgia lo que ya no fue.

Las palabras tienen una virtud paradójica, y es que se pueden usar sin que digan nada, tienen esa benevolencia curiosa que le permite al poeta tirarlas al azar para que ellas mismas encuentren su camino y así se impregnen de melodía y belleza, aunque el sentido sea esquivo, críptico, nulo.

Hoy me encuentro de nuevo con esta pantalla vacía para llenarla de nada, para divagar como tantas otras veces, para drenar mi espíritu atribulado pulsando teclas y elevando la mirada hacia el horizonte al compás de algún suspiro atragantado.

Cuando padezco del mal de la existencia, que se presenta por el solo hecho de tomar consciencia sobre estar vivo, escribir me agobia porque me obliga a pensar, y a veces no quiero. Solo dejo que mis dedos tomen el control sin filtro ni propósito, y ellos van dejando una estela de espasmos que queda acá plasmada como el rastro violeta en las comisuras de los labios de un cuerpo buscando aire en el ahogo.

Me pregunto por qué la vida me pesa tanto aunque las cargas me sean livianas. Me pregunto por qué vivo entre tragedias y dramas que solo habitan en mi mente. Y me lo pregunto con la culpa propia del desagradecido que debería valorar las bendiciones que solventan las angustias que provocan las carencias. A pesar de que viva sin carencias, las angustias no se van, porque aunque ellas (las carencias) se hayan ido, siempre las espero desde la ventana, porque sé que algún día volverán.

Esta es la espiral en la que vive atribulada mi alma, el tornado que envuelve mis pasiones para hacerlas casi insoportables, el grito del loco que molesta pero que a nadie le importa. Me cuesta escribir sobre eso que debería mantener oculto, pero no puedo ocultar aquello sobre lo que no quiero escribir, porque solo me puedo drenar cuando lo escribo. Es un bucle, el bucle del vicioso.

Asumo el tedio que provoca esta encrucijada con una resignación conforme, con vergüenza pero sin remordimientos, porque me he acostumbrado a ser indulgente con el espejo que me muestra a un tipo gordo, que es lo de menos, soportando un par de ojos apesadumbrados que se repasan sus púpilas para ver el espejo del espejo. Entonces me reflejo en mis pupilas una y otra vez hacia el infinito y allí se va diluyendo mi imagen, cada vez más pequeña, hasta que llego a la profundidad de la nada. Hacia la profundidad de un bucle que es exactamente igual que la superficie.

Entonces noto que la tristeza habita en mí sin pagar alquiler, se ha adueñado de mi alma, de mis días y de mis noches con una propiedad que ya se hizo permanente. Detrás de mis pupilas siempre están mis lágrimas como océanos esperando a desbordarse agitadas por los recuerdos, los anhelos y las ilusiones que fácilmente se hacen nostalgia, melancolía, rabia o sufrimiento porque sí, porque estoy vivo y me acuerdo, porque estoy vivo y me duele.

Es un bucle, un bucle ajeno al bienestar, un bucle urticante que habita en mis días como la maleza entre las ranuras del pavimento, sin que nadie la invite y sin que nadie la pueda evitar. Entonces no le puedo pedir nada más a mi propio reflejo que la verdad, que aceptar sin miedo esa tristeza y hacer que se instale cómoda en mi ser como ama y dueña de mis sentimientos. Y noto que la tristeza cómoda se explaya y se desespereza para tomar posesión absoluta de mi ser con tanta autoridad que hasta alegre se le ve. Y así mi tristeza alegre y cómoda se vuelve inquieta y productiva, bebe de mi pasado y escupe versos, recorre mis dolores que rasga con palabras, indaga en mis momentos más miserables y se burla sin compasión, se regocija con mi sufrimiento y escribe, escribe sin parar. Mi tristeza alegre es cruel. Mi tristeza alegre es implacable y exprime cada sílaba extirpándola de algún trauma inconcluso.

Mi tristeza alegre me define porque sin ella no me inspiro. No podría llegar hasta acá recogiendo mis pedazos en mi eterna agonía sin el cinismo necesario para escribir por escribir, en este bucle que me hace vulnerable porque mi espíritu divaga por allí desnudo ante los ojos de los lectores que me piden que al menos me cubra con un trapo de disimulo. Pero no quiero. Y no quiero porque no me importa. Porque la desnudez de mi alma no me avergüenza porque no tiene nada que ocultar. Soy vulnerable, soy humano, soy débil y así me muestro porque así soy. Quien se aproveche de eso se debe hacer cargo. A mí la verdad no me importa. Mi desnudez espiritual es cándida e inocente, hasta estúpida e ingenua y así se va a quedar, porque no le tengo miedo a mi vulnerabilidad que es tan honesta como genuina.

Entonces concluyo, una vez más, escribiendo sobre lo que no quiero escribir. Mi intimidad no es más que un burdel abierto al público, pornografía espiritual de bajo presupuesto, la promiscuidad del alma que se entrega a cualquier lector. Y me vale, porque aunque escriba sobre lo que no quiero escribir, mi tristeza alegre se expresa sin límites ni censura, se deshinibe y se relaja, y esta es la única terapia que encuentro efectiva. Algunos se emborrachan, otros se drogan y yo le doy de comer a mi tristeza alegre hasta el hastío. Así, en un bucle sin final, en un reto permanente contra el espejo en el que veo lo que no me gusta, pero lo acepto como viene, sin filtros ni distorsiones.

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