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Bajo las enaguas de mamá

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Algunos se avergüenzan de reconocer que han crecido bajo las enaguas de la mamá, como llamaba mi tía con algo de sorna al instinto natural de las personas de refugiarse de la hostilidad del mundo en el lugar más seguro del Universo. Yo, por el contrario, defiendo y reivindico el legítimo derecho que asiste a todo humano para considerar que el abrigo, el apoyo, el amor y el alimento que ofrece una madre es el patrimonio más preciado de cualquier ser vivo que le permite mantenerse así, vivo. Pero más allá de las consideraciones biológicas, quiero explicar por qué en mi caso las enaguas de mamá han sido, en efecto, ese lugar de la existencia que me ha servido para confiar que la vida, a pesar de todo, vale la pena.

Soy el menor de ochos hermanos, cinco hombres, dos mujeres y yo, que si bien me identifico como hombre, amo ese lado femenino que comparto con mis hermanas y que me ha hecho uno más de ellas. Porque, para ser sincero, mis hermanas y mi mamá han cuidado de mí como hembras de la manada a sus cachorros. En ese entorno nací, en esa transición de épocas en la que llegamos al mundo dentro de una generación siendo demasiado viejos para cualquiera menor que nosotros y demasiado jóvenes para cualquiera mayor. Nací sin la ostentación de los ricos, pero sin las carencias de los pobres. Nací de unos papás religiosos que con el tiempo comprendieron que los dogmas hacían daño si se resistían a la avalancha de la evolución espiritual y mental que arrastra a la humanidad.

Y bien, pues es un hecho que a ese lugar del firmamento que se llama Tierra, nombre que le dimos a este planeta repleto de agua, se llega en un estado de vulnerabilidad absoluto. Los bebés humanos son el ser más indefenso que puede existir. Un bebé no puede alimentarse por sí mismo, no puede limpiarse por sí mismo, ni siquiera puede mantenerse en pie hasta después de muchos meses. Es decir, un bebé sin cuidados es un bebé destinado a perecer. Entonces, amigos y amigas, si crecieron, es porque alguien los cuidó.

Sin embargo, obviaré todo este periodo de inconsciencia infantil para adentrarme un poco más en la contemporaneidad, en esa época en la que los machos machines declaramos nuestra independencia por mero orgullo, así sea con un colchón tirado en cualquier espacio que pueda declararse como propiedad privada (aunque sea alquilada). Y acá, fiel a mi costumbre de revelar detalles íntimos sin pudor, debo decir que mi madre me ha recibido desde todos mis fracasos amorosos que no son pocos. Mi mamá sabe que funciono más como un ave. Vuelo, pero necesito aterrizar. Nada puede volar eternamente. Entonces, mis amores románticos han sido como vuelos, unos largos, como los de un pato en migración, y otros cortos, como los de una gallina saltando del galpón. Y mi situación, entre el amor y el desamor, es el desamparo absoluto. Mi madre siempre ha estado ahí para mí, dispuesta a sanar mis heridas, a contener mis emociones, a recibirme con un techo para mi cabeza y un plato en su mesa.

Teniendo apenas veinte años, embaracé a mi novia con la que apenas estábamos empezando ese camino que parece eterno mientras dura. Decidimos tener a nuestro bebé, contra viento y marea, sin saber qué íbamos a hacer para mantener a esa criatura si ninguno de los dos trabajabamos. Cuando le conté a mis padres, mi mamá dejó de hablarme un par de meses. A mí no me hablaba, pero le pedía a mi papá que no nos dejara solos, que hicieran todo lo posible para que a nuestro hijo no le faltara nada. Así es mi mamá, dura por fuera, pero tierna por dentro, como una empanada.

Fue ella quien, cuando me divorcié de mi primera esposa, me recibió en su casa junto con ese hijo que apenas cumplía cinco años, y su hogar fue nuestro hogar. Mientras yo recogía mis pedazos por la tristeza de las rupturas, replanteándome la vida una y otra vez queriendo que se acabara, o que al menos no me doliera tanto, mi madre estuvo ahí para darme un lugar y abrazos, soporte para mí y para mi hijo, que crecía junto conmigo con más preguntas que respuestas, con más incertidumbre que futuro.

Mi madre tiene esa inmensa virtud de ver todos los problemas dentro de un contexto inmenso en el que se ven un poco más pequeños, más manejables, menos catastróficos. Y es que la capacidad que tuvo para levantar a ocho de los nuestros la volvió cada vez más sabia, más certera, más paciente y más tranquila. Yo representaba los retos nuevos y los retos viejos para mi mamá. Hice cosas que ninguno de mis otros hermanos mayores había hecho y conmigo aprendió que yo no iba a ser precisamente el reposo después de siete hijos bien criados. En otras palabras, soy la muestra viviente de que toda estupidez se puede superar, aunque parezca increíble. Yo no tuve una vida difícil, pero hice todo lo posible por complicármela. Demasiado corazón para tan poco pecho. Y mi madre siempre ha estado ahí.

La depresión que me fue diagnosticada en 2022 como “depresión mayor moderada”, me permitió comprender el origen de gran parte de mis comportamientos. Aceptar que uno no es necesariamente un idiota triste, sino que está enfermo, es un gran alivio, al menos para la conciencia, aunque el espíritu siga atribulado. Conociéndome a mí y a mis padecimientos, también comprendí el gran valor que ha tenido mi mamá en mi existencia. No voy a decir que ha sido una relación fácil, que siempre fue de mutua comprensión y que jamás tuvimos problemas, porque no sería cierto. Mi madre fue dura conmigo muchas veces con esa dureza cruda que le dice a uno las cosas sin filtros. Por supuesto, muchas veces la desesperé con mis actuaciones erráticas y un autocompadecimiento tal que me quedaba anclado a mi cama boca abajo con las cortinas cerradas durante días esperando solo a que la parca viniera por mí. Pero no siempre es suficiente querer morirse para que suceda. Pero esa es otra historia. Sin embargo, mi madre siempre estuvo ahí, y no me cansaré de decirlo, porque es verdad. Siempre estuvo a una llamada de distancia si las fuerzas me alcanzaban al menos para alzar el teléfono, siempre me proveyó un techo aunque ella no estuviera bajó él, y siempre veló porque comiera tres veces al día. Mi madre nunca me abandonó.

Hoy me cuesta resumir o compilar todo lo que mi madre ha hecho por mí. Porque sería resumir mi propia vida. Parecería vergonzoso suponer que siempre he dependido de mi madre y quizás sea cierto. Al menos siempre he sabido que nunca he estado desamparado, y esa es una gran ventaja para afrontar cada día por más difícil que parezca. Además, y no es un detalle menor, mi mamá jamás me enrostró o me reprochó su apoyo. Por supuesto que me instaba a que me sacudiera, a que me despertara, a que me levantara de la cama y que siguiera adelante, pero nunca con una amenaza que pusiera en duda su soporte incondicional. Hoy, tengo que decirlo sin asomo de dudas, debo reconocer que estoy vivo gracias a mi mamá. Porque estar vivo es mucho más que tener latidos y respiración, es mucho más que existir, es mucho más que esperar la muerte. Estar vivo es agradecer que pasamos los días y que uno sigue acá, escribiendo pendejadas, reflexionando sobre si esto vale o no la pena, procurando hacer el menor daño posible a los demás y, si es posible, hacer el bien, que creo que es el único mandamiento que conozco. 

Vivir bajo las enaguas de mi madre me ha permitido ser un sibarita irresponsable capaz de ser un incapaz. Vivir bajo las enaguas de mi madre me regala este cinismo urticante que irrita a quienes no han tenido mi suerte. Pero sí, he tenido mucho más que suerte, porque he tenido a mi mamá. A la suerte mi mamá la llama Dios. Y cada vez que hablamos me dice “dese la bendición”. Y yo me la doy. Porque no sé si creo en un Dios. Pero de lo que estoy seguro es que creo en mi mamá. Y si ella dice que todo va estar bien, todo va a estar bien. 

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