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Ahora, brindemos

Por Juan Felipe Blanco Matamoros

Las tardes de lluvia nunca me habían molestado. Me entretenía ver la gente que mientras caminaba amagaba con tornarse inmóvil, como si el volumen de su existencia disminuyera fríamente. Si la lectura me hastiaba, me echaba en el sillón, seguía fumando y veía las volutas de humo encontrar el camino hasta la fisura que un día le hice a la ventana por borracho. Me cautivaba cada bocanada de humo que se adelgazaba hasta desaparecer, escapando a toda velocidad hacia la nada. Ahora siento la necesidad de mantener la cortina cerrada.

Conocí a Alejandro durante su fugaz estadía en Bogotá. Se graduó con honores y, sin más, se regresó a su tierra nariñense. Un buen tipo, sorprendentemente alegrón para alguien del sur del país. Impecable con sus palabras, pero no me refiero a Los Cuatro Acuerdos ni a ninguna de esas mierdas. Por más que te tutee, él te fusila de frente, mirándote a los ojos, a quemarropa y justo entre las cejas. Ambos frecuentábamos “La Casa Roja”, un bar que nunca se caracterizó por ser el más encantador; pero permitían fumar en la terraza y eso era suficiente para mí, para uno que otro desadaptado y, de vez en cuando, para alguna vieja linda. 

Yo llegaba a echar carreta, a pesar de que con frecuencia la temática de la conversación me tenía sin cuidado. Difícilmente se salía de situaciones académicas que nos permeaban a todos: que el parcial esto, que la clase lo otro, esas vainas. Hacia el anochecer, la música cambiaba y relucían los temas de Héctor Lavoe, Maelo Ruiz o Eddie Santiago. Si era mi noche de suerte, ponían clásicos de Cheo Feliciano, Roberto Roena o Ismael Rivera. Me aprovechaba de esta situación para sacar a bailar a alguna pelada y al son de los timbales le contaba alguna anécdota sobre la canción que estábamos bailando. Creo que estaba intentando coquetear con una cartagenera preciosa con la que fallé; con quien cada palabra fue perdida y sólo logré avergonzarme. Alejandro vio todo, y después de que ella me dejó colgado en la barra, él se me acercó con una sonrisa cálida, pero lastimera, y me dijo: “Eso te pasa por irte de levante mientras está sonando Anacaona, güevón”.

Me habló sólo para burlarse de mí de frente, aunque también actuaba buscando restarle importancia a mi desacierto y me invitó a un ron que me tomé cabreado. Los hombres trabamos amistad de formas bien extrañas, ¿no? A pesar de que llegó a regodearse de verme fracasar, poniendo en evidencia mi estrategia, terminamos hablando de salsa el resto de la noche. Con frecuencia, pasábamos las tardes tomando pola en su minúsculo apartamento al lado de la universidad. Él escogía meticulosamente algún elepé y con cariño lo ponía a sonar. Mientras tanto, yo tenía que esperar en completo silencio, pues no me hablaba mientras ponía música; a duras penas me fusilaba con la mirada cuando yo encendía un pucho y, moviendo la cabeza, me señalaba la ventana. Yo no podía sino obedecer y fumar sentado en la cornisa.

Fue relativamente pronto que Alejandro me presentó a su primo Javier, quien había venido desde Cali para especializarse. Los dos eran vecinos, por lo que empecé a quedarme los fines de semana en la casa de uno o del otro, dependiendo de dónde fuera el plan. Sobra decir que los dos en su momento me bancaron cuando íbamos de fiesta. De hecho, creería que lo hicieron siempre. Javier no se callaba hablando sobre las Mochas, fiestas de finalización de carrera de los médicos en donde siempre había trago pa’ tirar pal techo. Probablemente lo único que no es falso de los programas de médicos, muy a la moda hoy en día, es la forma tan ridícula que tienen de relacionarse entre ellos. En un principio me costó creer lo que nos contaba Javier sobre los triángulos amorosos que se armaban dentro del hospital, él aseguraba que conforme pasaba el tiempo las parejas se rotaban como engranajes de maquinaria. Pensé que sólo eran chismes, patéticos reflejos de la frustración que él sufría al no lograr conseguir una mujer con la que pudiera tener “una relación satisfactoria”, como le gustaba referirse a sus chascos. En todo caso, me calló la boca la primera vez que lo acompañamos a una Mocha. Tenía razón, no exageraba y era aún más grave y lamentable. Siempre eran en huecos peores que “La Casa Roja”, usualmente recintos con alma de bodega en los que sobraba la luz que dejaba en evidencia la falta de decoro y pudor; sótanos repletos de un vaho pegajoso y paredes que transpiraban más que los pecadores que bailando se daban besos de dos, de tres o de cuatro.

En una de esas infames fiestas fue que Javier me presentó a Catalina, una colega de él que se estaba especializando en cirugía. Los tres charlamos un rato hasta que Alejandro llamó a Javier, quien se despidió con una sonrisa truncada y nos dejó solos. No alcancé ni a terminar la premisa para hablarle de Catalina La O, cuando ella de revés y por encima de la red me respondió con: “¿Qué te hace creer que me interesa esa mierda?”. Me dejó con los ojos como platos, me sonrió sólo con la mirada y me haló de la mano afirmando: “Tienes candela, ¿verdad?”, mientras me sacaba del antro.

La relación con Catalina inició con tal intensidad que casi me despelleja vivo. Me deslumbraba todo de ella. Seguramente lo anterior estuvo mediado por el hecho de que fue la primera relación que tuve con una mujer mayor que yo; me entregué ciegamente a la ilusión de que ella avivara mis días con el frenesí que caracterizaba su vida. O así lo sentí, pues a las otras mujeres que me habían acompañado las lograba encarretar comprándoles regalos, sacándolas a comer a restaurantes o invitándolas a amarnos en hoteles de lujo. Como ella tenía gran parte de su vida ya resuelta, nada de lo que yo pudiera regalarle le impresionaba. Me tocó agarrarme bien fuerte al cinturón y jugármela por la relación como nunca antes lo había hecho. No sé si me amarró que me enamoré de ella o fui embriagado por la ambición de intentar darle la talla.

A Catalina le importaba un culo lo que dijeran de ella. Con esa misma mordacidad y determinación fue que llegó a conocer a mis padres que se estaban quejando de que estaba tomándome la casa de hotel. Su cantaleta y exigencias de que respetara los valores del hogar fue lo que me llevó a que terminara accediendo a presentárselas en una cena. La impresión que generó en mi padre fue más duradera que la mancha del vino que él escupió cuando ella le plantó un par de verdades inesperadas en la cara. El viejo no logró articular palabra antes de que ella se excusara como una princesa, me llevara de la mano hasta mi cuarto y me regalara un orgasmo tan intenso que opacó a los que tuve con las revistas Playboy de adolescente. Ella podía quemar peor que el cáustico cuando se veía arrinconada, pero daba los néctares más dulces cuando se sentía en un espacio seguro. Así ella me amó, con la misma mordacidad y desenfreno que la caracterizaba. Juntos aprendimos a bailar con la intensidad y la pasión, sabíamos movernos en una distancia que le permitía a cada uno vivir su propia vida. Muchas veces me insistió que pasara más tiempo con Alejandro y Javier, que ella también tenía sus cosas y que no estaba dispuesta a cambiarlas por mí.

Me quedé sin argumentos para no hacerle caso y de a pocos volví a ellos. Con los primos llegamos a compartir más que el gusto musical. Ellos plantearon la posibilidad de establecer algún tipo de negocio juntos, a lo que respondí siempre que sí por complacerlos, pues ya sabía que cuando terminara la universidad me iría del país y no pensaba regresar. Al final no terminó siendo así, no tuve la oportunidad de viajar. Por el contrario, quién lo pensaría, después de enterrarse otra vez en su pueblo a cuidar de su familia, a Alejandro le salió una beca en una escuela de diseño en Barcelona. Desde entonces no ha vuelto más de un puñado de veces a Colombia. 

Mientras Alejandro terminaba de organizar todos los papeles necesarios para su viaje, tuvo que volver a Bogotá e insistió que teníamos que aprovechar para reunirnos. Nos vimos donde Javier, quien estaba a unos meses de terminar su especialidad en pediatría. Le vendió su alma al diablo haciendo turnos de más con tal de poder costearse un buen whisky. Con su cursilería e insistencia logró que entre los tres nos termináramos empinando la botella. Alejandro no lo toleró y quedó volqueteado en el sofá. Aún así, Javier insistió en que nos tomáramos unos cunchos más, que había que celebrar, bla, bla. Dentro de su borrachera se desbordó y se tornó inmamable a abrazarme y decirme todo lo que significaba para él. Me tocó esperar a que él también se jeteara para dejarlo en su cama y poderme ir. Por más borracho que fuera, me prometí que no volvería a sentarme a tomar con Javier y sus mariconerias. 

Alejandro estuvo más interesado en que nos mantuviéramos en contacto, pero a mí, honestamente, no me interesaba. Y pues sí, siempre se los dije: “Lo que no puedo conservar a la mano o lo que no me genere placer, mejor que se esfume”. Sé que se casó con una catalana porque su boda fue una buena excusa para irme de viaje un par de meses por el mediterráneo. En los primeros años nos llamábamos para celebrar el cumpleaños del otro, a veces en año nuevo, en fin. Eventualmente, sólo nos saludábamos por recados a través de Javier. Dentro de su ternura e ingenuidad, Javi se tomaba tan a pecho el “mándale saludos de mi parte” de Alejandro, que sentía la obligación de llamarme para pedirme que nos viéramos tan pronto colgaba con él.

Con tal de compartir un rato, él pasaba por mí cuando salía del hospital. Me hablaba de sus pacientes, de su infancia y sus sueños frustrados; todas esas cosas que nacían en su cabeza pero terminaban siempre atoradas en su inocente corazón. Él se tomaba el whisky, yo sólo fumaba y lo acompañaba. El hábito se hizo costumbre. Tan así fue que él terminó comprando un par de sillas plegables de bar y reorganizó la sala de su apartamento para poderlas poner mirando hacia la ventana desde donde se veían las luces del centro de Bogotá. Las sillas las separaba una mesita en donde sólo cabía la botella de Buchanan’s, un vaso, un cenicero y el paquete de Marlboro. Si al final de la noche yo terminaba llevándome los cigarrillos, la próxima vez que iba me encontraba una nueva cajetilla puesta sobre la mesa. Él supo hacerme compañía, aunque no dejara de restregarme que sólo nos veíamos cuando él me buscaba. Por más que era una persona que me toleraba y genuinamente se interesaba por mí, su emotividad me empalagaba. Eso y su forma incesante de preguntarme por Catalina cuando ya llevaba la lengua arrastrada me dejaron rápidamente seco.

Tan pronto terminé la carrera empecé a trabajar. Apoyaba en la edición de un periódico de poca monta de un conocido de la familia. Acepté el trabajo porque, aparte de ser una opción sensata ante el desvanecimiento del viaje, me lograba dar algo de credibilidad cuando se me diera el puesto dentro de la compañía de la familia. Con todo y todo, también aproveché para tomar distancia de Javier y su melosería. Y así, se empezó a organizar el futuro. A los pocos meses de que Catalina se graduó, conseguí un apartamento y nos mudamos juntos. Las cosas estuvieron bien, como siempre. Lo esperable no era lo lógico, pero terminamos comprometiéndonos.

La boda fue una de esas pocas veces que Alejandro volvió al país. Fue tan ostentosa que rayó en el mal gusto, aunque ambos la necesitábamos así. Fueron unos pocos años de una relación vertiginosa a la que ninguno de los dos le puso demasiado entusiasmo, pero que nos servía de polo a tierra frente a los miedos que no tuvimos las agallas para decirnos de frente. Y con la misma intensidad que arrancó, rápidamente se fue a pique. Aunque ella logró tolerar que metiera jovencitas a nuestra cama, yo no fui capaz de hacer lo mismo cuando ella me pagó con la misma moneda. Con tal de no volver a verle la jeta, pagué todo lo correspondiente al divorcio por la derecha. La única salvedad que hice fue que me quedara con el apartamento, al fin y al cabo, yo lo escogí. A la mañana siguiente de que ella se fue, recibí una llamada: era Javier. No pude terminar ni siquiera de vocalizar el saludo cuando él me interrumpió para decirme sin siquiera respirar: “No valés ni verga, hijo de puta” y colgó. A partir de ese mes, fue como si recuperara si no la tranquilidad, sí la costumbre, una costumbre que se parecía mucho al consuelo, un consuelo que se parecía mucho al vacío.

Llevaba más de una década de soltero de segunda mano cuando al salir de una reunión la secretaria me apartó:

—Lo llamaron varias veces.

—¿Qué quieren ahora? —respondí sin dejar de jugar en el celular.

—No, no tiene nada que ver con lo del consejo editorial —dijo ella logrando que yo levantara la mirada y continuó—: Que por favor devuelva la llamada. —Levanté la ceja y apreté la quijada de forma tal que ella sólo siguió hablando—. Llamó varias veces e insistió que era importante. Era un tal Alejandro, dijo que él y Javier necesitaban verlo. Aquí le anoté el número que dejaron.

Recibí la nota con la garganta en el estómago y me metí a la oficina. Fueron tantos años sin saber de ellos que ni siquiera se me habían vuelto a pasar por la cabeza. Terminé envuelto en una bruma de extrañeza dudando de si realmente esto me estaba pasando. Sentado y paralizado por el sudor frío en la nuca, sólo podía mirar el papelito con diez dígitos. Con la mano tembleque, llamé desde el teléfono del escritorio esperando que la llamada no conectara y fuera un número equivocado. Con cada tono de la llamada quería lanzarme por el balcón. 

—Aló —contestó un hombre.

—Buenas tardes… —respondí con un hilo de voz.

—Buenas tardes, ¿a quién buscas? —dijo él con naturalidad. Su familiaridad rompió con mi tímpano. Ya sin saber a quién buscaba, mantuve un silencio que rápidamente me fue arrebatado. 

—¿De verdad estás llamando desde un número privado?… Bueno, hijo de papi, como sea. Ando por Bogotá, Javier y yo queremos verte.

—Quiubo, Alejandro… ¿Usted desde cuándo está por acá?

—Vine a ayudarle a Javier con unas vainas, pero deja de hacerte el marica y responde la pregunta.

—Bueno, ehm… ¿Les parece si nos vemos el sábado para almorzar?

—¿A estas alturas del partido te dio por dejar de tomar los martes o qué? Veámonos hoy, ¿qué te parece? —dijo. Ante mi incapacidad para responder, sólo continuó—: Es sólo tomarnos unos tragos, no es más. ¿Te parece si llegamos a tu casa tipo ocho? 

—Bueno, hágale. Los espero —dije suspirando.

—Eso, perfecto… Ah, por cierto, que saludos de Javier —dijo él.

—Vale, que lo mismo. Ahora nos vemos —dije antes de colgar.

Nunca había sido de los últimos que salen de la oficina. Pero ese día no quería hacerle frente a la situación, no podía entender lo que estaba pasando. Llegué a casa y me fumé un paquete de cigarrillos de pie, apoyándome contra el alféizar de la ventana. Fueron las horas más largas de una sutil llovizna y ansiedad. Me metí a bañar faltando treinta minutos para que ellos llegaran. Ja, como si eso lograra menguar la tormenta que sentía o quitar el pisquero que tenía. 

Al abrir la puerta, encontré a Alejandro con su inmutable sonrisa conmovida. Más allá de estar ligeramente más bronceado y con esa barriguita a la que no habíamos logrado escapar, estaba igualito. Tuve que ajustarme las gafas, mas no me ayudaron a entender lo que estaba pasando. Él estaba empujando una silla de ruedas y en ella iba Javier. Emaciado, pero sonriente. Él estaba sosteniendo una botella de Macallan 18 años. Me saludó con una voz que estaba más apagada, que resonaba con la cánula que iba desde su nariz hasta una caja que Alejandro llevaba al hombro; un aparato que aparte de emitir un ocasional pitido, sonaba como Darth Vader respirando con tranquilidad. Cruzaron el umbral y sin saber qué hacer los seguí en un tenso silencio. ¿Qué hijueputas pasó?, ¿qué tenía Javier? 

Alejandro llevó a Javier hasta la sala.

—Ven, una pregunta: ¿en dónde puedo poner a cargar esta vaina? —Miré a Alejandro y sin decir nada le señalé la pared al lado del bar.

—Vale, gracias —contestó él. Después de conectar el concentrador de oxígeno, volvió hacia a Javier, le sonrió mientras asentía con la cabeza, lo que demostraba que la dinámica ya había echado raíces, pero fue interrumpido por Javier.

—Ve, esta mierda está al clima, ¿no podrías ir trayendo el hielo mientras me acomodo? —dijo al tiempo que me pasaba la botella de whisky.

—¿Estás seguro?, podemos correr el sofá y acercarte a una mesa para que no te tengas que levantar. —Sonrió sereno y negó con la cabeza.

—Sólo quiero sentirme humano mientras siga respirando, no me jodás y más bien trae el hielo —dijo. Creo que al verme consternado decidió rematar con—: ¿Y de cuándo pa’ acá vos tuteás?

—No me jodas tú, yo hablo como se me da la gana —le respondí antes de soltar una carcajada que los tres compartimos.

No lograba entender qué hizo que pudiéramos retomar justo donde habíamos dejado, tanto así que nos demoramos casi media botella hablando carreta y actualizando los pormenores de la vida. Cuando Alejandro se levantó a cacharrearle al sistema de sonido, fue que caí en cuenta de lo surreal de la situación.

—Venga, Javi. Ahora sí, cuénteme qué fue lo que le pasó —le dije con una valentía regalada por el trago, como cuando uno sabe que va a cagarla.

—Pues nada, mi hermano. Me casé y tuve dos hijos, una niña y un niño. Están lo más de grandes, vea —dijo mientras luchaba contra su propio peso intentando sacar su billetera del bolsillo trasero del pantalón. Era evidente que quería continuar hablando, aunque le faltara el aire—. Antes de que digas cualquier cosa, fresco, sé que no se parecen a mí, pero de lejos son lo mejor que me ha pasado. Él sueña con ser médico. A pesar de que le diga que no lo haga, que no vale la pena, él insiste. En cambio, ella es un poco más sensata y quiere dedicarse a las artes —dijo mientras me pasaba la foto—. Espero tú tengas hijos, pero tiene que ser pronto, ¿eh? Aún estás a tiempo, vi un montón de padres primerizos que son por lo menos diez años mayores que tú. Lo mereces… de verdad. En fin, tú cuéntame de ti.

—Espera, para. Tú sabes a lo que me refiero. ¿Qué te pasó, qué te tiene así? —repliqué inmediatamente mientras ponía la foto en el sofá al lado mío. Prácticamente ni la miré.

—Ve, ¿me regalas un cigarro? —dijo Javier intentando ocultar su descontento.

—¿De qué hablas, tú sí puedes fumar así? —solté cortante.

—Pues sí. Sólo que es mejor que apague esta mierda —dijo dándole un golpe casi cariñoso al concentrador de oxígeno—. Aunque, a decir verdad, no me molestaría terminar en átomos volando, ja, ja.

—¿Cómo se te ocurre que te voy a dar un cigarrillo estando así? —le respondí esta vez con dos piedras en la mano. Javi sólo se quedó mirándome con su triste media sonrisa. Él siempre superó en paciencia a Alejandro, quien respondió desde el fondo de la sala sin mirarnos:

—Sólo dale el hijueputa cigarrillo y no jodas más. —Al escucharlo me levanté de un brinco y miré a Alejandro absolutamente envenenado. Él sólo se volteó y se nos acercó despacio mientras me miraba—. Tú jamás te caracterizaste por entender bien las cosas, ¿no, marica? —increpó mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un paquete de mentolados y un encendedor que le entregó a Javier. 

Las piernas no me respondieron y caí nuevamente en el sofá. Mi cabeza estaba que se estallaba, sentía que se me iban las luces. Javier tomó los cigarrillos y puso uno en su boca. Con su mano izquierda ayudaba a la derecha que sostenía el encendedor y lo prendió. Levantó la candela hacia mí mientras yo lo miraba incrédulo. 

—No me dejés con la mano extendida, güevón. Si siempre ha sido de mal gusto, ahora peor —dijo él sonriendo con el cigarrillo sin encender entre los labios. 

Su silencio me carcomía mientras Alejandro le quitaba la manguera de la nariz a su primo y apagaba la máquina. Ahora era a mí quien le faltaba el aire. Como pude, saqué un cigarrillo y me lo puse en la boca. Javier lo encendió mientras me decía:

—La vaina es que no logro prenderlo con la izquierda, nunca aprendí cómo hacerlo, entonces me toca con la derecha que está jodida —dijo para después encender su cigarro, se echó una calada y volvió a su cuento—: A ver, hace como unos seis meses empecé a tener debilidad del lado derecho —dijo soltando el humo por la nariz—. Naturalmente consulté a ver qué ocurría y resulta que tengo cáncer. La vaina es que es un cáncer de pulmón que pasó desapercibido y el primer síntoma fue precisamente este, por una metástasis que tengo aquí —dijo señalando con un dedo su sien izquierda. —A estas alturas del partido ya hay poco que se pueda hacer.

—¿Cáncer?, ¿cómo así?, ¿acaso hace cuanto empezaste a fumar? —respondí en una ráfaga.

—Nah, apenas empecé a fumar hace como un mes. Verás, no tuvo absolutamente nada que ver. Son cosas que pasan, y ya. 

—Pero, ¿cómo así?, ¿entonces por qué te dio cáncer de pulmón a ti?

—Pues… ¿Por qué no habría de darme a mí? La vida siempre ha sido una puta ruleta y sólo a medida que la vamos jugando es que sabemos pa’ dónde es que va la vaina. ¿Has oído hablar de Christopher Hitchens? —dijo mirándome mientras volvía a fumar. 

El marica es como si siempre hubiera fumado, a pesar de estar hecho mierda, le salía completamente natural. No podía sino mirarlo hipnotizado, adherido a cada sílaba que decía. Le respondí negando con la cabeza. 

—Bueno, fue un periodista inglés que saltó a la fama por haber sido un ateo acérrimo. El caso es que le dio un cáncer de esófago que lo mató. Ante su enfermedad, sus detractores aseguraron que eso le pasó por haber hecho enojar a Dios, algún tipo de justicia divina. Él, en su libro Mortalidad, les respondió diciendo: “A la pregunta estúpida de ‘Por qué a mí’, el cosmos apenas se molesta en contestar ‘¿Por qué no?’”. Entonces así te lo explico, ¿por qué no? —me dijo encogido de hombros.

Mientras intentaba organizar mis ideas, empezó el inconfundible bajo de Tiempo Pa’ Matar de Willie Colón. Nos quedamos oyéndolo un momento, admirándolo. Alejo se recostó en el sofá al lado de su primo y empezó a llevar el ritmo dándose palmadas en el pecho con los ojos cerrados. Nosotros dos seguimos fumando, mirándonos. Si bien la ansiedad se disipaba, yo aún intentaba darle sentido a todo lo que estaba pasando. 

—Pero, dices que hay poco que se pueda hacer, esto implica que algo se puede hacer, ¿no? —le respondí contrariado.

—Sí, y eso estoy haciendo. Fumándome un cigarrillo, oyendo salsita y hablando contigo, mientras puedo. Fumo porque puedo hacerlo. Quería ver qué tal era y realmente es una delicia —dijo con una sonrisa que rayaba en la malicia. 

—No creo que a tus hijos o a tu mujer les guste que lo hagas, ¿no?

—Pues no, no están de acuerdo, pero qué es lo peor que puede pasar, ¿que me de cáncer y me muera? —dijo antes de soltar una carcajada que lo atoró. Alejandro le pasó un pañuelo sin abrir los ojos, sin siquiera inmutarse, mientras Javier seguía riendo y tosiendo.

—Ahora sólo me queda tiempo, y pienso aprovecharlo como se me dé la gana. He decidido darle algún sentido a la tos, así sea fumándome unos cuantos chicotes y viéndome con mis amigotes —dijo sonriendo y haciendo una mueca güevona que inevitablemente se me terminó contagiando.

—Bueno, vale. Entonces, por los chicotes —dije en medio de una sonrisa al tiempo que alzaba el vaso.

—Y los amigotes, que no se te olvide —dijo Javier acentuando su sonrisa. Alejandro se incorporó para hacer que los tres vasos se tocaran. 

Se me citó nuevamente antes de que pasaran dos semanas desde que los recibí en mi casa. Aún estaba dándole un espacio en mi mente y en mi corazón a lo que había sucedido. Antes de que se fueran y se despidieran como siempre, intercambiamos nuestros números de teléfono actualizados. Quién lo creyera, eso fue idea mía. Estaba en otra interminable reunión en donde seguíamos revisando los estatutos cuando recibí la llamada:

—Alejo, ¿qué más? —contesté alegremente, saliendo de la sala.

—Ole, Javier murió. 

— Ay, jueputa —dije en un suspiro que me intentó arrancar lágrimas.

—Sí… Aquí estamos con todo el tema del velorio, esta vaina siempre es un mierdero. En todo caso, si quieres te esperamos mañana en el entierro. 

—No, no… No importa, podría ir hoy, ¿dónde están?

—No te preocupes, esto es una sola rezadera de rosarios. Tú que puedes, ahorrártelo. Si yo pudiera, créeme que lo haría —dijo algo belicoso.

—Ja, ja, tan marica, ¿me va ahorrar unos rosarios, pero me está invitando al entierro? —dije intentando acercarme a su tosca alegría. 

—Ni creas que estás libre de culpas. Te tocará tragarte aunque sea un pedazo de todo esto, ya sea viniendo o sabiendo que pudiste venir y decidiste no hacerlo. Tú verás.

—Claro que sí, allí estaré.

Dejé todo botado en el periódico y me fui emputado entre sollozos hasta el apartamento. Hice destrozos buscando entre las gavetas sin encontrar nada. Terminé revolcando los papeles de la universidad que aún guardaba en el closet del estudio. Allí fue donde encontré las únicas seis fotos que nos tomamos en la universidad con Alejandro y Javier. No podía creer que eso fuera lo último que me quedara de Javi. Todos los recuerdos, por más que los revivía, estaban permeados por la visión altiva y despótica desde la cual critiqué tanto a Javier. Pasé la tarde tomando un ron barato que estaba al fondo del bar. No me atreví a tocar la botella de Macallan que Javi había traído, pues antes de que se fueran, acordamos que nos la terminaríamos la próxima vez que nos viéramos. Ya inundado por la melancolía y el lamento, fue que terminé también desempolvando el álbum de la boda con Catalina. Consideraba que sería imposible que no tuviéramos una foto con ellos. Ahí sí me volví mierda. Encontré la única foto en la que Javier salía realmente sonriente. Estábamos en la recepción, después de la ceremonia y Alejo había echado un chiste. En la foto Javier miraba sonriente y de reojo a Catalina y ella, a su vez, me miraba a mí inundada de amor y expectativa. La realidad se tiñó de un sepia amargo a medida que pasaba una y otra vez las fotos mientras tomaba y fumaba en el piso de la sala. 

Me desperté torcido en el sofá. Tenía los ojos pegados, en mí aún se repetía un fragmento del sueño que tuve, que de a pocos desaparecía. Veía y oía a Javier cantando borracho y desentonado: “La juma de ayer ya se me pasó, esta es otra juma que hoy traigo yo”. Me tomé un par de rones intentando disolver el llanto que tenía atrapado en el cuello, con una cruda que no me daba tregua. Escogí mi mejor traje, me bañé y me fui en taxi hasta el cementerio. Aunque no soy supersticioso, podría jurar que la mañana también estaba de luto. Llegué y me puse a fumar lejos de los demás presentes. Me sentía indigno de estar allí después de revivir la manera despreciable en la que perdí contacto con quienes fueron el todo para mí, aunque me negara a aceptarlo. Empezó a llover, por lo que fui a escampar cerca del campanario. Al secarme las manos en el pantalón, sentí una arruga chamuscada por el pucho que encendió la tela. Estaba echándome madres cuando llegó Alejandro. Me saludó de abrazo, como muy pocas veces le permití hacerlo. Sin decir nada, recibió mis lágrimas en su hombro y no intentó despegarme de él en ningún momento. Cuando por fin logré recuperar mi compostura, me invitó hacia la capilla y caminó conmigo.

Una vez adentro me presentó a María Angélica, la viuda de Javier. A pesar de que era la primera vez que nos veíamos, me abrazó como si fuera un viejo conocido y me agradeció que hubiera ido. A su lado estaban sus hijos, el niño debería tener unos siete años; tenía a Javier en su mirada. 

—¿Tú eres el tío José? —me preguntó de buenas a primeras. Absolutamente perdido, me volteé a mirar a Alejo quien tomó la vocería.

—Sí, él es José —afirmó Alejandro.

—Pero, mamá, es mucho más feo que en las fotos —dijo el niño, mirando confundido a su mamá, quien alzó los hombros, amagó una amarga sonrisa y le replicó:

—Vamos, ya es hora de despedirnos de papá. —Simultáneamente lo tomó de la mano para llevarlo a la nave central, justo en frente del altar. Volví a mirar a Alejo. 

—Oiga, ¿él cómo sabe…? — pero me interrumpió.

—Ahora no. Ya podremos hablarlo, ya va a empezar la misa. 

La ceremonia la viví en medio de la inercia; a fuerza de costumbre inconsciente, me puse de pie y me senté como se me había enseñado hace tantísimos años en otras incesantes liturgias. Una vez terminó, recuerdos como fogonazos llegaban a mi mente mientras caminábamos al lote de Javier: las noches de whisky y cigarros, las tardes de pola y salsa donde Alejandro, las llamadas que ignoré o contesté de mala gana. Imágenes que se intercalaban con la cara de curiosidad del niño preguntando por quién era yo y el “no valés ni verga, hijo de puta” que Javier me escupió para después dejarme de hablar. Cuando ya se dispersaba la multitud y empezó la última tanda de abrazos, le hice un gesto a Alejo diciendo que me iba a fumar. Él me respondió sólo moviendo los labios: “Pero espérame, no te vayas a ir”.

Fumé viendo las copas de los árboles. Aunque ya había pasado el mediodía, unas mirlas no paraban de cantar. Iba a mitad del segundo cigarrillo cuando alguien me tocó el hombro. Una parte de mí esperaba que fuera Javier. Sacudiéndome de nuevo el sueño de aquella noche y lo irracional mi deseo, me volteé. Era Catalina. Tenía el pelo más corto que nunca; ya entrecano, aunque lo portaba con su innegable y rústica elegancia. 

—Hola, guapo. 

—Hola, Cata —dije soltando un suspiro que casi me quiebra. 

—¿Cómo has estado? —preguntó interesada, aunque me miraba de arriba a abajo. No podría explicar cómo, pero su mirada indudablemente había cambiado. Aunque seguía siendo la misma, me miró con tal desdén que me dejó completamente desnudo.

—Pues, viviendo, porque qué más, ¿y tú? —respondí con las manos sudorosas y un copetón estrujado en el pecho. He de aceptar que sí me imaginé cómo sería volver a verla, aunque mi fantasía no alcanzó siquiera a asomarse a lo que sería la realidad. 

—Bien, chiqui, todo bien. ¿Ve, me regalas un pucho? —dijo inmutable, pero sonriente, como siempre. 

—Claro, corazón —respondí. Le pasé los cigarrillos, pero me enredé intentando encontrar el encendedor. Cuando por fin lo hice y me apuré a acercarle la llama, ella ya estaba fumando. 

—Gracias, guapo —dijo, con su mirada opacada por el humo, mientras me devolvía la cajetilla y guardaba su encendedor. Nunca antes habíamos fumado en completo silencio. Aquel momento suspendido sólo empeoraba mi malestar. Ella no iba siquiera por la mitad de su cigarrillo cuando me plantó un beso a milímetros de la boca, dejándome un “cuídate, ¿sí?” antes de marcharse. La vi alejarse, esperaba que se encontrara con alguien que la acompañara, pero se fue fumando sola hasta que la perdí.

Las lágrimas me distorsionaban la vista. Alejo llegó y caminamos en silencio, me rehusaba a mostrarme así. La tristeza y la rabia se mezclaban, se cocían dentro de mí. No lograba entender nada. Pensé que íbamos al carro, pero él terminó sentándose en una banca a la que me invitó; yo me negué a sentarme. Su mirada la paseaba por las lápidas, los árboles y las fuentes.

—Cómo cambia la vida, ¿no? —dije incómodo, rompiendo el innecesariamente largo silencio. ¿Qué sería lo que hacía que él quisiera quedarse allí más tiempo? Alejandro se limitó a soltar un quejido, un esbozo de risa que no traía consigo alegría—. Los cementerios no son más que unos parques extraños, ¿no cree? —continúe, mientras sacaba otro cigarrillo buscando lidiar con la incomodidad. 

—No todo ha cambiado, por ejemplo, tú sigues siendo un gran habla mierda. ¿Es que no puedes siquiera regalarte un momento para pensar, pensar de verdad? —dijo entre dientes, pero sin un asomo de rabia. Esperé un momento antes de responder, pensé en si debía irme, pero tenía asuntos pendientes por saldar. 

—Fue usted al que le dio por aparecer y decirme que nos viéramos. Mi vida estaba bien, normal, hasta que les dio por venir a revolcarme todo. Había hecho las paces con que Javier me mandara al carajo y usted no volviera a aparecer —dije luego de un momento.

—El mundo debe girar en torno a ti, porque si no, no valdría la pena que girara en lo absoluto, ¿no? Cuidado con lo que dices, no me molestaría darte una trompada si vuelves siquiera a insinuar que esto fue culpa de Javier.

—Alejo, no empiece, ¿acaso usted sabe cómo fue que me dejé de hablar con Javier?

—Sí, claro que lo sé. Pero eres tú el que no lo logró comprender. Mira, él era un hombre de matices, complejo, pero que siempre tuvo la capacidad de reconocer lo que sentía y vivirlo. Aunque eso significase tragarse una cucharada de mierda de vez en cuando, él lo asumía. En cambio, tú eres sencillo, por no decirte simplón. No puedes sacarte la cabeza del culo, y no pasa nada, así eres y está bien. Pero en este momento no puedes ponerte a jugar a ser la víctima, ese papelito sí que no te queda.

—No pues, perdonará. Porque parece que no logro comprender nada ahora mismo: la muerte de Javier, que su hijo me llamara por nombre propio, esta conversación, en fin.

Alejandro tomó un respiro y se acomodó en la banca con el brazo apoyado en el espaldar, aunque no dejara de verse tenso. 

—Mira, fuiste la persona favorita de Javier —continuó hablando—. Sé que suena infantil, pero tú sabes cómo era Javi. Eras el mundo para él, y lo que pasó fue que no logró tolerar darse cuenta de que andaba siempre mendigando por tu amistad. Con frecuencia me hablaba de que estaba arrepentido porque él hizo que se dejaran de hablar. Un buen tiempo mantuvo la esperanza de que tú aparecieras para preguntar qué carajo había pasado, pero no lo hiciste y ante tu silencio él decidió recoger los recuerdos que tenía de ti y construir su propia vida. Con respecto al hijo de Javier, no sólo es tu tocayo, de hecho, es tu homónimo, güevón. —El cigarrillo se consumió solo, no pude ni siquiera fumarlo. Tuve que sentarme, no pude mantenerle la mirada a Alejandro mientras él seguía hablando—. A pesar de que no hice sino decirle que no lo hiciera, Javier insistió que se debía llamar Ernesto José, en homenaje a ti. Llámalo como quieras, pero esa fue la forma que él encontró para que continuaras haciendo parte de su vida, cuando perfectamente pudiste haber muerto. Y nada, cuando su hijo fue creciendo preguntó sobre el significado de su nombre y Javier sin reparo le contó la historia, así fue que llegaste a ser el tío José, el de las fotos —Estaba atónito. Alejandro puso su mano en mi hombro y me dio un par de palmadas—. Sé que es un montón para digerir, y peor en este momento, pero tenía que decírtelo.

Mi mente era un torbellino indomable. Una parte de mí estaba agradecida con Alejandro por poner las piezas en su lugar, pero también me sentía iracundo con él por soltarme esto así. Al tiempo revivía en mi cabeza la última llamada de Javier. 

—Pero, si eso es verdad, ¿por qué simplemente me putió y desapareció? —dije apoyando los codos en los muslos. Pude ver que Alejandro imitaba mi postura mientras suspiraba, mas no me atreví a levantar la mirada del césped.

—¿Sabes Javier cómo conoció a Catalina? —preguntó él.

—Se conocieron mientras hacían la especialización, ¿no?

—No, Netico. No fue así. Ellos prácticamente se criaron juntos. De hecho, si la memoria no me falla, fueron al mismo jardín infantil en Cali. El cuento y el lío es que sus papás se hicieron amigos y terminaron metiéndolos a todo juntos: que el campamento de verano, que el coro, cuánta vaina se les ocurrió. Ellos dos tuvieron un romance infantil. No te puedes siquiera imaginar cuántas veces Javier me habló de que se dieron su único beso en la parte de atrás de un carro, cuando ninguno de los dos superaba los seis años. A medida que crecieron, se terminaron distanciando. Pero hubo una parte de Javier que nunca logró dejarla ir. 

Sin levantar la vista del suelo, saqué la cajetilla de cigarrillos y me puse uno entre los labios, Alejandro dejó de hablar y se quedó mirando fijamente la cajetilla.

—¿Quieres un pucho? —dije intrigado, nunca lo había visto fumar, pero nada hubiera sido raro a estas alturas.

—Sí, pero sé que te queda sólo uno. Fresco —dijo él. Le insistí acercándole la caja, él me rechazó con la mano y siguió con su cuento—. Años después, se encontraron estudiando medicina, cada cual en una universidad diferente. Si bien retomaron contacto, él jamás fue correspondido por Cata. La vida los juntó nuevamente aquí en Bogotá haciendo la especialidad. Javier decidió que, si aquí no se daba, seguramente era porque no debía ser. Al presentártela le hiciste más fácil su decisión, aunque esta fuera increíblemente amarga. Él decía que nunca antes la había visto más feliz y tranquila que cuando estuvo contigo. 

Empezó a lloviznar, pero ninguno de los dos nos movimos. Las gotas se sumaban y empezaron a acumularse, a deslizarse hasta gotear desde mi nariz. Por más que quería no pude callar a Alejandro, él le dio forma a todas esas situaciones que no entendía, pero tampoco tuve la intención de averiguar. Él siguió:

—Si bien no dejaba de ser agridulce, siempre apostó por ustedes, aunque no dejara de preguntarse por lo que pudo haber sido. Yo estaba con él cuando Catalina llamó a contarle de su compromiso, celebró hasta las lágrimas la noticia, y te puedo asegurar que todas ellas fueron de un absoluto júbilo e ilusión. Es por eso que reaccionó como reaccionó cuando supo que la echaste de la casa. Fue una nueva cucharada de mierda, pero así él logró entender que las relaciones rara vez son como uno quiere que sean. Fue el empujón que le abrió los ojos y le ayudó a soltar su orgullo, sus deseos. Y por fin dejó ir a la Catalina que tenía prisionera en su mente, una Catalina que sólo existió para él y que no le permitía a él vivir libremente. —Levanté la mirada, Alejo me miraba con cariño. Me sonrió y me arrebató el pucho. Se quedó en silencio un momento mirando los árboles, como que se puso a buscar en dónde estaban las mirlas—. Sabes, cuando yo venía, tomábamos whisky y él recordaba con cariño que fue gracias a ti que logró genuinamente alejarse de ella —dijo echando humo. No pude evitar esbozar una sonrisa, jamás imaginé compartir un cigarro con él. —Si no hubieras sido un careverga, él nunca hubiera podido darse la oportunidad de conocer a María Angélica. Ella simplemente hubiera seguido siendo su vecina, su conocida. Y Catalina… su quién sabe qué, pero nada que fuera real. Ese baldado de mierda fue lo que hizo que pudiera soltar a Catalina de una vez. Y nada, así él siguió adelante.

Nos quedamos en un extraño pero cómodo silencio. Por fin recuperé mi respiración, pero era como si inhalara fuego. Me dio una nueva palmada en la espalda, aunque, curiosamente, se sintió como si me estuviera consintiendo, conteniendo, consolando. 

—En fin, ya nada realmente puede cambiar, pero creo que Javier quiso contarte todo esto, aunque nunca supo cómo. Y nada, me dejó el mierdero y yo decidí pasártelo a ti —dijo Alejandro apagando el cigarrillo—. En todo caso, ¿quieres que te lleve a tu casa? —dijo mientras se incorporaba con una palmada en sus muslos y me regalaba otra amarga sonrisa.

—No, Alejo. Pero gracias… por todo —le dije al tiempo que extendía la mano. Con firmeza se despidió y se fue.

Me fumé el último cigarro que quedaba, no veía sentido en volver a casa. Esta vez, cuando volvió a empezar el aguacero, me quedé sentado en la banca. Enfriándome, absolutamente quieto.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

 

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