Por Andrés Felipe Giraldo L.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay representa un golpe letal para la estabilidad democrática de Colombia. Quienes fraguaron este homicidio sabían muy bien el efecto que esto podría generar. Buscar las motivaciones de este crimen en los porqués resulta un poco simplista e ingenuo, teniendo en cuenta que tienen muchas más implicaciones y efectos los paraqués, es decir, el propósito de consumar este delito y su intención.
Me explico: antes del atentado, Miguel Uribe no llegaba al 5% de preferencia para las encuestas de los candidatos presidenciales, y aún estaba muy lejos de las posibilidades de perfilarse como un candidato fuerte. Incluso, sus competidoras en el Centro Democrático, María Fernanda Cabal y Paloma Valencia, aseguraban que las encuestas que lo perfilaban como el candidato oficial de su partido eran pagadas y dudaban de su confiabilidad, al tiempo que reclamaban condiciones justas para la elección del candidato único, porque sentían que Miguel no estaba jugando limpio. Es decir, el caso de Miguel Uribe en este sentido no es comparable con el de Luis Carlos Galán, por ejemplo, quien estaba destinado a barrer en las elecciones presidenciales de 1990. Con Galán mataron a un futuro presidente, pero con Uribe Turbay asesinaron a un precandidato aún con mucho por recorrer y con posibilidades todavía remotas de ser presidente. Por supuesto, después del atentado su nombre se encumbró en las encuestas, algo predecible en un país políticamente emocional y mayoritariamente de derecha.
Pero en lo que no le ganaba nadie a Miguel Uribe Turbay, era en lo que representaba. Sin proponérselo, Uribe Turbay era el símbolo perfecto del establecimiento: Nacido en una familia presidencial, descendiente directo de su abuelo Julio César Turbay Ayala (expresidente de Colombia 1978 – 1982), hijo de Diana Turbay, una respetable periodista martirizada por el cartel de Medellín cuando él era apenas un niño, y nieto de Nidia Quintero, la gestora social más importante que ha tenido el despacho de la primera dama en Colombia (y sobrina de Julio César), Miguel Uribe Turbay encarnaba el delfinazgo perfecto digno de los linajes que solo ostentan pocos apellidos como los de él, los Lleras, los Santos, los Pastrana, los López, los Samper, los Gómez y otros cuántos que no superan la decena.
En otras palabras, con el asesinato de Miguel Uribe Turbay no asesinaron un futuro presidente. Asesinaron el símbolo perfecto de la aristocracia en Colombia. Uribe Turbay representaba a las élites dominantes. Su meteórica carrera política no se la debía precisamente a sus méritos ni a su inteligencia, sino a sus apellidos. Su aspiración presidencial estaba más ligada al derecho divino de los elegidos que lo acompañaba, que al respaldo popular de su candidatura. Quienes lo mandaron a asesinar sabían esto. No fue un crimen visceral ni ingenuo. No fue un crimen de odio, como lo quieren hacer creer. A Miguel Uribe Turbay no lo asesinaron por pensar distinto. Ni siquiera lo asesinaron por pensar. Lo mataron porque los determinadores de este crimen sabían perfectamente el efecto que esto podría causar. Y el efecto se transmite diáfano, claro y directo en lo que se percibe en los discursos de Álvaro Uribe y de su padre, Miguel Uribe Londoño, en las ceremonias exequiales, aún con el cadaver de Miguel fresco en el ataud.
Estos dos discursos fueron radicales y políticos. O para hacerlo más claro, fueron radicalmente políticos. Álvaro, se esforzó por deslegitimar, minimizar y despreciar el genocidio contra la Unión Patriótica (UP) durante las décadas de los 80s y 90s en Colombia, con la pretensión de hacer creer que el de Miguel era un verdadero crimen político, mientras que los crímenes contra la izquierda eran solo exageraciones sin fundamento. Entre tanto, Miguel padre aceitó la campaña para el 2026 sin disimulo, pidiendo de manera directa que se vote en contra del proyecto político que actualmente gobierna Colombia, insinuando, sin pruebas pero sin dudas, que el asesinato de su hijo fue instigado desde el gobierno nacional. Si los asesinos de Miguel Uribe Turbay pretendían unir a toda la derecha, la extrema, la moderada y el autodenominado “centro”, lo lograron. Nunca antes se había sentido tanto desprecio por la izquierda y jamás se habían hecho señalamientos tan directos contra un Presidente por cuenta del asesinato de un político. Durante el gobierno de Virgilio Barco Vargas asesinaron a cuatro candidatos presidenciales, tres de ellos de la izquierda, y jamás a nadie se le ocurrió culpar a Barco por estos crímenes. Durante el gobierno de Ernesto Samper asesinaron a Álvaro Gómez, y a pesar de la debilidad de ese gobierno, cuya campaña fue infiltrada con los dineros del narcotráfico, en ese momento nadie osó implicar directamente a Samper. Aunque luego, mucho después, se hayan tejido teorías en ese sentido. Solo ahora implican de manera tan directa y artera a un presidente con un asesinato de estas características, porque es la reacción fácil para una derecha pandita en los análisis, visceral en la respuesta, vengativa en las formas y, además, en plena campaña política.
Quienes ordenaron disparar contra Miguel Uribe Turbay sabían que esto iba a exacerbar aún más el odio de la derecha contra Gustavo Petro. Quienes hicieron esto sabían que era fácil capitalizar el discurso de “unir a Colombia” cuando Colombia se define como un país camandulero, arribista, elitista, discriminador y que por antonomasia odia a la izquierda, que es hereje y contraria a la moral católica heredada de una época colonial que tenemos tatuada en el ADN nacional como una impronta de identidad. Por eso no es extraño ver al grupúsculo de alcaldes de las ciudades más grandes de Colombia, hombres, católicos, blancos, heterosexuales, ricos y poderosos, tomándose la vocería del país en un congreso de industriales (los dueños del país) diciendo que son ellos los que representan a Colombia y no el presidente. Porque odian al Presidente. Y la muerte de Miguel configuró el telón perfecto para todo este show de banderas, canciones y sensiblerías que lo único que enmascaran es el deseo genuino de que la izquierda nunca vuelva a gobernar en Colombia, no solo porque Petro es un usurpador de los privilegios destinados para unas pocas familias en Colombia, sino porque la izquierda es una anomalía para la “gente de bien”, ese sofisma que se ha construido alrededor de esos colombianos que se creyeron el cuento de la homogenización nacional, que nos convierte culturalmente casi que en descendientes directos de los españoles, como si fuera un orgullo que debiéramos mantener a toda costa, aunque fueron nuestras indígenas las violadas. En otras palabras, nuestra sociedad de las tinieblas se siente orgullosa del conquistador violador y se avergüenza de la indígena violada. Esa Colombia que representan tipos como Carlos Fernando Galán, Federico Gutiérrez, Fuad Char y Alejando Eder, plutócrata, discriminadora y tremendamente corrupta, es la que nos quieren vender como “la unidad”. Porque la unidad claramente no incluye a la izquierda. A la izquierda, según ellos, hay que derrotarla, someterla, erradicarla y hasta destriparla, como dijo un payaso con ínfulas presidenciales en una emisora de la extrema derecha, sin que nadie le refutara ni le contrapreguntara.
El asesinato contra Miguel Uribe Turbay fue calculado para generar todo lo que está generando: especulaciones, conjeturas y teorías de la conspiración para vincular directamente a Gustavo Petro con este crimen. Personas deslenguadas y un poco perturbadas como Ingrid Betancourt se han atrevido a decir que Petro fue hasta Manta, Ecuador, para reunirse personalmente con las personas que contrataron a los sicarios. Cuánta bajeza. Pero que Ingrid Betancourt diga eso no es casual. Quienes ordenaron el asesinato de Miguel lo calcularon así. Cuando el recorrido es tan corto entre el cerebro y la lengua, como le pasa a Ingrid, estos hechos activan lo más mezquino de personas como ella, que son esencialmente mezquinas. El efecto del crimen de Miguel Uribe Turbay fue estudiado, analizado y predicho desde la sociedad de las tinieblas. Fue un crimen ordenado fríamente desde la sociedad de las tinieblas, una sociedad concebida como una logia secreta de bendecidos que controlan los hilos del poder en Colombia. Señorones que se pasean por los cócteles en las más altas órbitas de las élites nacionales verificando que todo se mantenga como se tiene que mantener. La sociedad de las tinieblas está controlada por mentes maquiavélicas y perversas que propugnan por un esquema feudal de grandes terratenientes, empresarios y políticos poderosos, capaces de mantener un status quo inamovible con unas desigualdades sociales tan marcadas que sea imposible cohesionar a las clases populares porque van a estar siempre sometidas a la voluntad de los amos.
Ese esquema feudal ha sufrido grandes fisuras durante estos tres años del gobierno de Petro, y la sociedad de las tinieblas no se puede permitir que estas grietas se profundicen hasta hacer colapsar la estructura que les ha costado construir durante más de dos siglos. Colombia es un país de dueños y los dueños del país han resentido tremendamente este gobierno de la izquierda. Los medios de comunicación tradicionales se han alineado para resquebrajar todos los días la gobernabilidad del Presidente sin éxito, porque a pesar del ambiente enrarecido, Petro sigue avanzando. En el Congreso no han sido suficientes los saboteos porque aunque las reformas no pasen, los temas que interesan al Gobierno se han tomado la agenda pública y se han abierto debates que antes se ocultaban para que la gente común no se enterara, por ejemplo, sobre cómo se enriquecen las EPS a costa de la precaria salud de los colombianos. A Miguel Uribe Turbay lo entregaron como una ofrenda, como un sacrificio ritual de la sociedad de las tinieblas para victimizar a una derecha carente de mártires y ávida de recuperar el poder. La sociedad de las tinieblas necesitaba un símbolo que la uniera, el nieto querido de un presidente que combatió con mano de hierro a la izquierda con un estatuto de seguridad que llenó los batallones de torturadores y torturados, una dictadura militar elegida con el voto popular de un país que envió a la guerra a sus campesinos sacándolos de sus parcelas con bombardeos desde los aviones del gobierno de Guillermo Valencia, el abuelo de Paloma, durante los años 60s.
La sociedad de las tinieblas, huerfana de poder, necesitaba enviar un mensaje poderoso a sus filas, necesitaba unirse urgente en torno de la sangre de uno de los suyos para llamar a la unidad, pero no la unidad de toda Colombia: Es la unidad de la derecha contra la izquierda, la unidad del poder del establecimiento contra un poder emergente popular, la unidad de los Galán, los Char, los Gutiérrez y los Eder contra Petro, la unidad de “nosotros”, los de derecha, la “gente de bien”, contra la izquierda zarrapastrosa que merece ser eliminada porque no solo no saben gobernar, sino que no merecen gobernar.
Mientras buscan a los asesinos de Miguel Uribe Turbay en el monte escondidos, la sociedad de las tinieblas se pavonea en los más altos círculos de poder planeando el próximo crimen político del que puedan sacar provecho electoral. Estos no son como el brutazo de Pablo Escobar que mataba por matar, movido por el poder exagerado del dinero fácil y la ira de sus propios instintos. La sociedad de las tinieblas es de hablar pausado y palabras refinadas. Maquina en oficinas de penthouse y pasa vacaciones en las islas griegas. Mientras en Colombia nos seguimos matando impunemente en nombre de unos valores tan disímiles como complejos, los miembros de la sociedad de las tinieblas se siguen lucrando del caos, la sangre y la muerte.
La segunda Marquetalia, principal sospechoso de este crimen, ya no es un grupo guerrillero. Ahora no son más que un cartel de narcotraficantes y una oficina de sicarios a la que puede acceder cualquiera con poder y plata. Si el origen del asesinato de Miguel se estanca allí en las investigaciones, este será un crimen más en la impunidad. Porque es posible que allí estén los asesinos materiales. Pero a los determinadores hay que buscarlos entre la sociedad de las tinieblas. Y tienen que buscarlos más por el resultado que pretendían lograr, este que estamos viendo en los discursos incendiarios de Álvaro Uribe y Miguel Uribe Londoño, en las conjeturas estúpidas de Ingrid Betancourt o en las parafernalias ridículas de los alcaldes; que por el acto mismo de asesinar a Miguel Uribe Turbay por su gran proyección política y por ser oposición al Gobierno de Petro. En este sentido, y espero que me entiendan, no mataron a un hombre. Mataron a un símbolo y no les importó que fuera padre, esposo, hijo, hermano o amigo.
A Miguel Uribe Turbay lo mataron por lo que representaba y porque el efecto de su crimen exacerbaría el odio contra Gustavo Petro y contra la izquierda en general. Esto es lo que haría alguien desesperado por recuperar el poder. Y la izquierda no tiene ese desespero, porque este es un poder que jamás había tenido y que no va a resentir perder. Lo resentirá el país, ese país que por fin se estaba sintiendo orgulloso de la indígena violada y no del conquistador violador. Pero el conquistador quiere recuperar lo que cree suyo. Y hará lo necesario para lograrlo. Aunque esto implique eliminar a uno de los suyos. La sociedad de las tinieblas es implacable, impune y vengativa. Ojalá la investigación disipe esas tinieblas. Es la única forma de llegar a la verdad y la verdad es la única forma de llegar a la paz. Parecerá trivial, pero no lo es. Aún no sabemos quién mató a Gaitán. Y eso nos trajo más de 70 años ininterrumpidos de conflicto. Que este no sea un nuevo comienzo del ciclo de violencia en Colombia. Que jamás ha parado. Jamás. Porque unos creen que la unidad del país solo es la unidad de ellos. Pero muy a su pesar, los demás también exisistimos. Y queremos seguir existiendo. Aunque no les guste. Porque, a pesar de soportar siglos de aniquilación, que la sociedad de las tinieblas niega con total cinismo, también somos Colombia.
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