Columnas de opiniónPeriodismo

Llamen al cucho

Por Andrés Felipe Giraldo L.

En la mesa de centro de mi oficina tengo el libro “El Testigo”, de Jesús Abad Colorado, en una edición bella, patrocinada por la Embajada de Noruega en Colombia, digna para adornar una mesa de centro. Sin embargo, como todos los que han visto y leído el libro, el contenido trasciende lo estético para incrustarse en las emociones más vulnerables y en los sentimientos más profundos. Jesús Abad tiene la virtud de que una imagen tenga el poder de contar la historia. Parece que el texto y el contexto se fusionaran a través de su lente. Es como un don que solo él tiene, y por eso su obra es tan potente que no hay investigador del conflicto armado en Colombia que no se vea avocado a recurrir a su material para encontrar en esas imágenes la sensibilidad que requieren los datos, de por sí fríos y descarnados. Pero no me quiero extender en el autor y su obra, que, como lo logran las buenas imágenes, hablan por sí solas.

Hay una fotografía tenebrosa, sobre la que no hay que decir mucho porque, como todas las fotos de Jesús Abad Colorado, habla por sí misma. Esa foto encabeza esta columna de opinión. Da escalfríos saber, en retrospectiva, que la operación a la que pertenece esa imagen hace parte de una actividad del Ejército y la Policía en la que fueron desaparecidos civiles inocentes y desarmados por parte de fuerzas estatales y paraestatales porque, también está comprobado, con pruebas, testimonios y hallazgos, que en esta operación participaron no solo policías y militares, sino que también hicieron parte (de esa arremetida violenta y cruel) paramilitares del Bloque Cacique Nutíbara de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Todo está documentado en el Centro de Memoria Histórica (que está siendo recuperado del fascioide negacionista del conflicto Darío Acevedo), en la Comisión de la Verdad, que acabó su trabajo hace poco, y de la propia Justicia Especial para la Paz (JEP), que adelanta las pesquisas para desentrañar la verdad de esta dura realidad ocultada durante tanto tiempo con oscuros intereses, que hoy se están quedando sin argumentos y sin vergüenza. Sobre todo sin vergüenza.

Hoy, casi 23 años después de la llamada Operación Orión, el Magistrado Gustavo Salazar de la Justicia Especial para la Paz (JEP), quien lidera el proceso de investigación para develar qué esconde el sitio conocido como La Escombrera en Medellín, define ese episodio macabro de nuestra historia textualmente como “… un conjunto de operaciones que se hacen desde el 2001 y particularmente desde marzo de 2002, hasta enero o febrero de 2003, la más importante es Orión entre el 16 de octubre y el 23 de octubre de 2002, en donde se consolida la presencia paramilitar en la Comuna (13 de Medellín)…”. Él logra que por fin emerja la cruda verdad de entre montañas de basura, agua, tierra y, por supuesto, escombros para encaminar las responsabilidades históricas, políticas, sociales y penales de esa masacre escondida durante más de dos décadas.

Esa siniestra verdad de la que hablamos es la que tanto duele, la que la sociedad de toda Colombia (pero especialmente la comunidad de Medellín), reclama con vehemencia. Lo hacen a través de las madres buscadoras de La Escombrera, que hoy, entre la esperanza, la indignación, la tristeza, la rabia y el dolor, gritan: “¡No estábamos locas!”. Siempre supieron que sus seres queridos estaban allí, enterrados, esperando que alguien con un mínimo de humanidad las ayudara a rescatarlos del olvido, del negacionismo de una porción de la sociedad radical, intransigente e indiferente, y del paso imparable del tiempo, que convierte los huesos abandonados en el petróleo del futuro.

Aún no tenemos los nombres de las dos primeras víctimas encontradas, porque no se han hecho públicos. Pero sí sabemos con certeza que eran un vendedor ambulante de 28 años de la Comuna 6 o 7 de Medellín y una joven lideresa deportiva de tan solo 20 años de la Comuna 13, víctimas de desaparición forzada y ejecución perpetradas en desarrollo de la criminal Operación Orión. No solo la que se llevó a cabo en octubre de 2002, sino la que ya se venía ejecutando en toda Medellín desde 2001. La pregunta obvia (que lanza como un clamor el Senador Iván Cepeda) es: ¿quién debe responder por este crimen de lesa humanidad?

Todos los sabemos. Y como todos lo sabemos, pues llamen al cucho. El cucho, como ahora le dicen sus aúlicos al expresidente Álvaro Uribe Vélez, para contraponerlo a las Madres Buscadoras de La Escombrera (las cuchas tenían razón), tiene una gran responsabilidad en La Operación Orión. Él mismo lo reconoce: “¡Yo di la orden!”, lo grita eufórico y sin sonrojarse frente a las cámaras y a las personas que le preguntaban por este macabro operativo, que dejó cientos de desaparecidos, no solo de las filas de las milicias de las FARC y el ELN, sino de muchos hogares que cometieron el terrible delito de vivir en una comuna sitiada por todos los grupos armados ilegales, y que no hacían más que sobrevivir esquivando las balas de los unos y de los otros tratando, vanamente, de sobrevivir entre fuegos cruzados. Muchos de estos desaparecidos eran inocentes y no tenían el menor antecedente. Al menos los dos cuerpos recientemente hallados eran de personas sin mácula en su expediente penal, e incluso el hombre padecía de una seria discapacidad cognitiva, que ya parecen los preferidos de los perpetradores que masacran inocentes. Solo hay que recordar a Fair Leonardo Porras Bernal, hijo de Luz Marina Bernal, víctima de los falsos positivos quien padecía un retraso que mentalmente lo tenía con las facultades de un niño de ocho años, según cuenta su propia madre. Malditos asesinos de personas en condición de discapacidad, indefensos, confundidos y asustados. Malditos.

Los negacionistas de la extrema derecha no son capaces de reconocer, sin el respectivo insulto y la respectiva amenaza, que ante esta realidad no queda más que hacer un acto de contrición y arrepentimiento. Sin embargo, prefieren sacar la calculadora de las fechas para exculpar al líder de su secta. La joven fue desaparecida el 30 de julio de 2002, cuando Uribe estaba a solo ocho días de su posesión y el hombre el 13 de octubre de 2002, justo en el marco de la Operación Orión, pero en una comuna diferente a la 13. Estos detalles, según la secta, exculpan al expresidente, porque “los datos no coinciden con la operación Orión”. Para las verdades el tiempo, decía mi padre. Y sí. Estos son apenas dos casos sobre los que hay que hilar demasiado fino para negar lo innegable. Pero seguirán emergiendo cuerpos de entre los escombros (ya aparecieron dos más), cada uno contando su propia historia, y a los negacionistas no les quedará más que unirse al coro de su mentor para decir con babaza en la boca y los ojos desorbitados “¡Sí, él dio la orden! ¡Y ojalá hubiera operaciones Orión por todo el país!” (como ya lo están haciendo) mientras acomodan los testimonios incontrovertibles y soportados con evidencias para hacerle creer a la opinión pública que esos muertos merecían su suerte. Ya lo hicieron con los mal llamados falsos positivos y lo volverán a hacer con los cadáveres de La Escombrera. Desde el “no estaban recogiendo café” hasta el “esos muchahos no estaban en actividades muy santas” hasta la macabra teoría de “los daños colaterales”, el neofascismo colombiano seguirá justificando los crímenes del gran colombiano, quien morirá impune, porque en Colombia la Justicia no es más que un anhelo sin rostro. 

Llamen al cucho. Pregúntenle si valió la pena tanta muerte. Pregúntenle si hoy tenemos un país mejor gracias a todas esas masacres que hoy sus fanáticos niegan o celebran con todo el cinismo que le cabe a un alma podrida. Pregúntenle si hoy se puede mirar a un espejo sin que la conciencia lo atormente cada vez que una madre se quiebra frente a él, si le pasó la menor brisa de arrepentimiento cuando el padre del cabo Raúl Antonio Carvajal, don Raúl Carvajal, quien se murió sin haber recibido un mínimo de justicia por la muerte de su hijo, lo encaró y le increpó por promover esta máquina de muerte infame de cambiar plata, permisos, condecoraciones y ascensos por muertos, pregúntenle si le sirvió de algo al país o a los familiares de las 6402 víctimas de esta fábrica de muerte. Llamen al cucho y díganle que Colombia hoy es una tierra de humanos que se odian entre sí por su actuar infame y criminal.

Y ya que estamos en eso de “llamen al cucho”, le pido a la justicia, esa que se escribe con minúscula porque es timorata, ineficiente y servil al cucho, que lo llame de una vez por todas a rendir cuentas por todos estos crímenes sin miedo y con toda la contundencia que le corresponde a la majestad de la Justicia. Esa Justicia que se escribe con mayúscula y que no existe para ese cucho, que pone a temblar a todos los fiscales, jueces y magistrados que se atreven a investigarlo con cerros de pruebas, testimonios y evidencias. Administradores de justicia muertos del miedo, porque es que el cucho es un tipo tremendamente peligroso, al que súbitamente se le mueren los testigos que (bien pendejos), se les caen los helicópteros o se le atraviesan a las balas, que por accidente los silencian, sin haber llegado a rendir su testimonio final a un tribunal. La lista es enorme: Pedro Juan Moreno, Francisco Villalba, Carlos Enrique Areiza,  José “el Ñeñe” Hernández, y un interminable etcétera que garantizan la impunidad eterna para el cucho que, escasamente, llegará a un juicio del que seguramente saldrá absuelto o con el proceso prescrito por soborno a testigos y fraude procesal, el más venial de todos sus pecados.

Llamen al cucho pues y dejen de cubrir los murales que piden justicia de gris como si así taparan más los crímenes que ya la JEP está desenterrando. La extrema derecha cree que con pinturita gris se tapa la verdad. Qué paradoja. “Pinturita” le decían los fachos de Medellín a Daniel Quintero Calle y resulta que el que se merece ese mote verdaderamente es Federico Gutiérrez, que aplaude la pinturita con la que sus copartidarios quieren tapar la verdad. Y tiene el cinismo de decirles a las Madres Buscadoras de la Escombrera que “estamos de su lado” cuando todos sabemos que esa es una mentira infame y cruel, porque en sus dos mandatos no ha hecho sino entorpecer esas búsquedas, soslayar su lucha y tapar con pintura gris sus clamores que son los clamores de todos los que queremos la verdad sobre ese capítulo infame de la historia nacional que empezó en 2002 y terminó, a medias, en 2010. Gutiérrez siempre se ha burlado de las Madres Buscadoras. Que ahora no se monte al bus de la Justicia de la JEP que nadie le cree. Al menos nadie que no esté obnubilado por la infamia de esa secta llamada uribismo, a la que él, así lo niegue para ganar un poco más de votos, pertenece. Fico es negacionista hasta para negar a Uribe.

Esa foto que muestra a un paramilitar señalando las casas de los supuestos milicianos a los que debían ajusticiar en la operación Orión, paramilitar que ya ha sido identificado aunque los negacionistas digan que era un guerrillero, nos debe recordar todos los días que los abusos de la fuerza pública lo único que dejan es desolación y muerte. Que los Derechos Humanos no son mera decoración en el paisaje de la autoridad sino un principio fundamental de cualquier acción del Estado, y que los excesos lo único que dejan son madres llorando buscando a sus seres queridos y clamando por Justicia para que su dolor sea redimido al menos con un fallo que les dé la razón. Las cuchas no están locas. Las cuchas tenían razón. Y si van a llamar al cucho que sea para que una justicia digna le haga responder por todo este dolor. Si no es para esto, nadie tiene para qué llamar al cucho. Déjenlo envejecer al lado de sus nietos en total impunidad, qué más da. Seguramente si le llega la Justicia sus borregos seguirán matando en su nombre como los herederos de su legado criminal. Pero si no es para eso y solo para eso, mejor no llamen al cucho. Déjenlo morir de viejo en paz. Acá tenemos mucho por reparar. Y al cucho ya no lo necesita nadie, ni para bien, ni para mal.

Comment here