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En algún punto del espacio tiempo de Bogotá

Por James Fredy Bernal Peña

 diciembre de 2020.

Pareciera como si los días se escurrieran con rapidez, en ocasiones ni siquiera se percata de ello. El trabajo no solo se vuelve un oficio, se convierte en un hábito. La luz del día es algún tipo de magia que se cuela por las ventanas de la oficina, un recuerdo que se deja pasar sin mayor importancia, pues es siempre de noche cuando se echa a andar por las calles; la brisa y la reducción del bullicio en las aceras únicamente significan que ya terminó un día más y que quedan menos horas para que comience el siguiente.

El frío de la noche se cuela como puñales que congelan sus dedos, pero aun así se resiste a dejar de fumar, su único consuelo desde que vive solo en una ciudad tan grande como Bogotá. Debe darse prisa, los buses comienzan a escasear; siempre pasa durante el mes de diciembre.

Justo al doblar la esquina, siente que su visión se nubla y un extraño mareo le invade, al tiempo que una ráfaga de viento sopla con fuerza en su contra. Con su cuerpo casi doblegado, vencido por la gravedad, decide apoyarse con una de sus manos sobre un poste. La ráfaga de viento termina por desvanecerse y con esta la sensación de malestar en todo su cuerpo.

No le da importancia, y aunque sabe que no hay una razón aparente para su desmayo, recuerda que padece de diabetes desde hace algunos meses, así que por precaución decide que es momento de comer. Sin más, se aventura a atravesar la calle que parece vacía y aprovecha la ausencia de carros para llegar seguro al otro lado.

Se siente un poco perdido y, tras girarse, encuentra el mismo lugar de siempre: una reja sobre la que está una escultura de un hombre con barba, quien en sus manos porta una hoz y un libro; ese hombre es San Pedro. Tras verlo, se siente más tranquilo y sabe que está justo donde tiene que estar: en frente del cementerio de la calle 26, muy conocido en la ciudad.

Un local es lo primero que ve, parece vacío, pero es lo único abierto a esas horas. Tras poner un pie en el lugar, cae en la cuenta de que el sitio se encuentra abarrotado de personas: hombres, mujeres y niños. Se escucha un barullo siniestro que llega con el aroma de la cerveza que se apila por botellas en las mesas.

Todos visten de traje, o al menos con las mejores de sus ropas. Sus rostros llevan la ironía de sus vidas: los ojos llenos de lágrimas y la sonrisa del recuerdo. Bien se sabe que la tristeza y la alegría viajan en el mismo tren.   

Una vitrina de madera es la barrera que separa al tendero de los clientes. El tendero sonríe abiertamente apenas lo ve:

—Uy, don, llegó el circo a la ciudad… 

James no sabe cómo responder a esto, solo se sorprende y sonríe amablemente, antes de preguntar:

—¿Por qué lo dice, vecino?

—Porque los únicos que tienen el pelo largo son los payasos del circo. Claro que con esas mechas largas usted no parece un payaso; más bien, un degenerado de esos, un marica. Y sabe qué, yo no le vendo a esos hijueputas degenerados… 

James se impresiona, se percata de que todos los clientes lo observan amenazantes y dice tratando de ignorar el comentario:

—Vecino, qué pena, ¿me regala un jugo néctar, por favor…? —El tendero lo mira y solo puede reírse.

—Venga, mijo, usted no es de por aquí, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice, vecino?

—Pues, mijo, yo no regalo ni mierda y no soy su vecino. Lo único que tiene néctar es el aguardiente, y eso se paga con plata, sardino…

James se queda en silencio y mira a su alrededor, piensa por un momento que lo están tomando del pelo y sonríe nerviosamente.

—Disculpe, véndame un jugo néctar, de esos que toman los niños.  

Aquello que fue risa se torna en un tono brusco y aquel tendero de bigote gigantesco y patillas, que le recuerdan a James al fútbol de los años setenta, se torna amenazante:

—Vea, pichurria, yo no sé qué será un jugo de esos, si quiere algo dulce tómese una gaseosa o un masato, también tengo chicha y guarapo, es lo más dulce que tengo.

—Ok, vale… está bien, véndame un masato…

James, con la bebida en sus manos, toma asiento en una mesa desocupada. Luego mira al tendero y procede a encender un cigarrillo:

—¿Le molesta si fumo?

—A mí me importa un culo si fuma o no, mientras me pague… ¿Este maricón de dónde salió?

—Tranquilo, vecino, no hay por qué afanarse.

—No, es que yo no me afano, maricón.

James no puede más y comienza a perder la paciencia, pero es ahí cuando una persona se acerca a su mesa y desvía toda su atención.

Luce un traje gris, de camisa blanca, de puños marcados y cuello recto. No usa corbata, lleva un cigarrillo en la boca y el pelo lacio bañado en aceite. Tiene un aire italiano en su presencia, pero no es más que otro indio mestizo de la capital.

—Don Estanislavo, tranquilo, que yo respondo…

—Don Rubén, pilas que ese es como maricón…

—Tranquilo, hermano, que este man está como perdido…

Los dos se miran por algunos minutos, mientras James enciende su cigarrillo. El humo huele diferente y comienza a llamar la atención de las personas.

—¿Esa mierda de cigarrillo qué es? —pregunta Rubén. 

—Es de mentol, ¿por qué, vecino?

—Ah, jueputa, eso sí es como raro, hermano. Tenga, fúmese uno de estos, que son para varones.

—Gracias, así estoy bien… ¿usted cómo es que se llama?

—Soy Rubén, ¿y usted?

—Me llamo James…

—Uy, qué nombre tan bacano. ¿Y de dónde viene?

—Soy de aquí, de Bogotá.

—No, no me diga mentiras, aquí en esta ciudad no hay muchos mechudos…Usted debe ser extranjero… ¿Y cómo es que se llama?

—James.

—¿Yeimis…?

—No, James.

—Ah, Yeins, puta, siempre es complicado…

La conversación entre Rubén y James se prolonga por varias horas, las cervezas van y vienen. Ambos tienen algo en común, se llenan de familiaridad como si se conocieran. El reloj digital intriga a Rubén, quien hace muchas preguntas que James no duda en responder. Posteriormente, James pregunta: 

—Venga, don Rubén, ¿y usted qué hace aquí?

—Aquí, pues, hermano, hoy enterramos a mi papá…

—Uy, hermano, cuánto lo siento… ¿cómo se llamaba?

—Se llamaba como yo, Rubén Bernal Garzón…

—No me diga eso, don Rubén…

—¿Por qué?

—Así se llamaba mi abuelo… Rubén Bernal Garzón. 

Los dos se quedan en silencio, algo raro pasa y los dos lo saben.

—Uy no jodás. ¿Y su papá cómo se llamaba?

—Rubén Bernal Sierra…

—No puede ser, como yo…

Acto seguido, James toma un sorbo de cerveza, pero esta vez observa la botella que reza “Bavaria”; luego se levanta de la mesa y se dirige a un calendario que se encuentra pegado en la pared, un letrero en rojo dice “Pielroja” y marca la fecha: 05 de febrero de 1928. Después corre afuera del local para ver el letrero que sostiene el nombre de la tienda: “El mosco”.

James quiere ingresar nuevamente al local, donde Rubén lo observa con una sonrisa en los labios.

—Adiós, Yeinsito, nos vemos en el futuro… ¿De qué año vienes?

James recuerda que así le decía su papá cuando era niño.

—¿Papá? De 2020… —alcanza a murmurar, pero una ráfaga de aire le sorprende y le tira contra el suelo. Aunque intenta reponerse, no puede levantarse. Cuando todo pasa, se encuentra rodeado de personas que intentan ayudarlo.

—Señor, ¿está bien? —Pero él no responde, solo se incorpora y revisa el lugar. Todo ha vuelto a la normalidad, al menos todo es acorde con su tiempo.

James relata a su familia lo sucedido, pero solo recibe burlas, lo que para él fueron 5 horas en la Bogotá de 1928, apenas fueron 30 minutos en su realidad.

Con el transcurrir de los días, encuentra que existieron dos locales donde se bebía a la salida del cementerio de la 26: “El mosco” y “La Última Lágrima”. Como profesor de física decide aventurarse a darse una explicación lógica para lo que pasó, resumiendo lo contado en estas memorias:

“Después de este suceso llegué a la conclusión de que el tiempo no puede interpretarse como una onda, sino más bien como una constante.

Ahora, ¿cómo es posible el viaje en el tiempo? Depende de lo que consideremos como tiempo, ya que nuestro cerebro procesa la velocidad del sonido más rápido que la de la luz y, por lo tanto, debe ralentizar lo que vemos para que cuadre en armonía con nuestro entorno. Esto significa que lo único que está en armonía (cerebro, sonido y luz) es todo aquello que nos rodea en un radio de 26 metros, luego de ese límite, la realidad es diferente, así como también el tiempo.

¿Pero qué es la realidad? Es solo lo que nuestro cerebro interpreta como real. Lo que está más allá es solo la realidad de alguien más.

No puedo dilucidar qué pasó y cómo llegué a ese tiempo, pero estoy seguro de que compartí la realidad de mi papá, quien murió hace más de 26 años, por al menos 5 horas. Y aunque he intentado volverlo a hacer, solo he perdido mi tiempo.

Tengo un último truco que quiero probar, creo haber hallado la respuesta a mi pregunta, solo que no sé si pueda regresar a mi tiempo. A lo mejor solo sea un boleto de ida y no de vuelta.  

Si me están leyendo, solo quiero decirles algo: el tiempo no es una variable y se puede manipular a conveniencia… Si funciona, ustedes solo serán parte de mis recuerdos y vivirán en una realidad alterna que únicamente yo conoceré.

Descuiden, pensaré en ustedes de vez en cuando.

Disfruten su futuro, que yo disfrutaré su pasado.

Adiós, hasta pronto… 

James”.

Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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