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El marco

Por Mauricio Andrés Cabezas Gómez

Él tenía un trabajo que le permitía realizar sus funciones desde casa. Ella trabajaba en una empresa en la que los jefes mantenían una mentalidad de la vieja escuela y les pedían a sus empleados, “muy cordialmente”, que trabajaran de manera presencial. Él tenía libertad para manejar su horario a su antojo, siempre y cuando cumpliera con los objetivos. Ella trabajaba de 9 a 6 con una hora de almuerzo; a veces trabajaba 1 o 2 horas extra. Él se despertaba todos los días a las 6, preparaba los desayunos y se iba al gimnasio. Ella se levantaba a las 6:30, tomaba el desayuno y una hora después salía para su lugar de trabajo. Él hacía una pausa a media mañana y daba un paseo por el barrio. Ella a las 10 de la mañana hacía las pausas activas que la empresa proporcionaba. Él preparaba su almuerzo con calma mientras oía las noticias. Ella tenía su lugar predilecto para almorzar, donde el almuerzo ya estaba listo, y no demoraba más de media hora en comer. Él tomaba una siesta de media hora. Ella se tomaba un café con los compañeros de la oficina. En días de juego, él dejaba de trabajar un par de horas para ver los partidos de su equipo favorito. Ella acostumbraba a agendar reuniones en la tarde. Él tomaba onces en su computador al tiempo que mantenía reuniones virtuales. Ella, a partir de las 4 pm, solo deseaba que el día se acabara lo más rápido posible. Él terminaba su trabajo y preparaba un té para estar listo. Ella aún tenía que recorrer varios kilómetros hasta su casa, en el mejor de los casos demoraba solo 1 hora. Él sabía a qué hora llegaba ella y siempre la miraba por la ventana del apartamento caminando hacia su dirección. Ella, una vez se bajaba del bus, dibujaba una sonrisa en su cara a la espera del ya repetido, pero nunca suficiente, encuentro. Él abría la entrada del apartamento justo en el momento en que ella salía del ascensor. Ellos, siempre, se fusionaban en un abrazo en el marco de la puerta.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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