Por Andrés Felipe Giraldo L.
Siempre he sostenido que la objetividad no es más que una pretensión metafísica sin arraigo en ningún ser humano. Y no lo digo como una manifestación arrogante, sino como una descripción de mi propio comportamiento que además puedo atribuirle a mis semejantes. Por eso procuro advertir sobre mis sesgos antes de opinar, porque no hay nada más subjetivo que una opinión. Decir que la opinión es objetiva oscila entre el oxímoron literario y el absurdo científico. Las opiniones son, por naturaleza y propósito, subjetivas.
Dicho esto, escribo esta columna para explicar a mis lectores por qué hago parte del proyecto político que en este momento gobierna a Colombia y por qué desempeño un cargo en el servicio diplomático, después de haber salido del radar laboral del Estado en 2016, cuando fui pagado con recursos de la Unión Europea para un proyecto anticorrupción en Colombia que no llegó a ninguna parte en ese momento, porque el Secretario de Transparencia de la época es de esos tipos que creen que hay opiniones objetivas. Pero esa es otra historia. Una historia con final feliz, porque el proyecto que él desechó hace ocho años, hoy, en un gran porcentaje, transita en el Congreso. En fin.
Creo que siempre he sido de izquierda. Una izquierda moderna. No creo en el comunismo porque creo que el libre mercado es inevitable desde que se inventó el trueque, que prácticamente nació con la especie. Intercambiar bienes y servicios hace parte de la supervivencia humana. Es decir, de antemano creo que de los tres principios de la Revolución Francesa, la igualdad, la libertad y la fraternidad, el más utópico es el de la igualdad. Sin embargo, sí creo que al capitalismo hay que hacerlo más humano, social y justo. En este sentido, soy lo que los del “centro”, esa ficción política creada por quienes tienen principios sociales hasta que les atacan sus privilegios particulares, llaman “de izquierda”.
Es así pues que todo lo que se presente como humano, social y justo, me convence desde el enunciado. Dicho esto, no pretendo hacer una exposición fanática y acrítica del Gobierno o de Gustavo Petro. Soy consciente sobre los inmensos peligros de promover el culto a la personalidad como para unirme a coros reeleccionistas u otros delirios. Pero sí quiero expresar con claridad qué me mantiene firme en las posiciones que promuevo desde hace años y que ratifiqué en la última contienda electoral para la Presidencia de la República, que por fin, después de muchos, muchísimos intentos, fructificó en las urnas. Bastantes veces acá he descrito esos intentos pasados por la sangre de muchos militantes que fueron asesinados por la mano oscura del establecimiento, otros tantos enviados al exilio, muchos encarcelados, y otros tantos desprestigiados hasta ser aniquilados políticamente. En Colombia siempre han creído que hay democracia porque hay elecciones. Y eso no es suficiente. Habrá democracia cuando se respeten los derechos y libertades que plantea la Constitución Política, pero eso aún no se ha materializado. Al menos no en muchos aspectos.
Para continuar con mi reflexión, debo decir, en primer lugar, que a pesar de todos los errores, equivocaciones, omisiones y desaciertos en los que ha incurrido el actual Gobierno, hay un valor que ha respetado con toda contundencia lo que, a mi parecer, garantiza la preservación del derecho a elegir y a ser elegidos en 2026. Ese es un magnífico punto de partida, porque es mucho más sano debatir con la esperanza de la alternancia y el cambio, que estrellarse contra las paredes ante regímenes que se perpetuan en el poder y que marchitan la democracia, con elecciones o sin ellas. En Colombia, desde el 19 de junio de 2022, cuando se llevó a cabo la segunda vuelta para las elecciones presidenciales, ya se estaba hablando de las elecciones de 2026. Es como si aquellos que por fin, después de siglos ocupando la Casa de Nariño, que perdieron en las urnas, se estuvieran preparando, mediante la combinación de todas las formas de lucha, para recuperar lo que les fue usurpado por un movimiento popular. A quienes siempre han ganado las elecciones solo les gusta la democracia mientras ganen. Si alguien les derrota, lo llaman “dictador”. Es lo que pasa en los juegos en donde el dueño del balón quiere imponer sus propias reglas. Pero yo no veo a un Presidente con la menor intención de perpetuarse en el poder por más que algunos de sus aúlicos lo tienten. Veo un tipo consciente de su finitud ejecutiva al mando de un país, con ganas, por supuesto, de lograr una sucesión adepta a su proyecto. Amarga fue la experiencia para Petro al entregarle el mandato de Bogotá a Peñalosa, quien lo primero que hizo fue botar todos los estudios del Metro subterráneo a la caneca, excepto las partes que le servían para legalizar financiaciones inmediatas de su propio sistema de transporte. El resultado de ese cambio es que a la fecha en Bogotá solo hay escombros, retrazos y problemas, después de ocho años de que Petro dejara la Alcaldía.
Por supuesto que es legítimo querer avanzar en una misma línea política e ideológica después de 2026, pero sin violentar la Constitución ni sobornar congresistas alargando con artificios un mandato programado para cuatro años. El único que hizo eso no fue Petro. Ni es de izquierda. Por las dudas. Y en este sentido construir un proyecto político desde las bases que aglutine a la izquierda de Colombia es obligatorio, si no queremos volver a ser la eterna oposición. No me cabe duda de que hacia allí deben encaminarse los esfuerzos, no solo del actual Gobierno, sino de todos los militantes que quieren preservar un modelo de país sensible con las necesidades de los más necesitados y vulnerables de Colombia.
Por eso hago parte de este proyecto. Estoy plenamente enterado sobre mis restricciones para participar en política electoral, y por supuesto que no lo voy a hacer. Con dos demandas de nulidad contra mi nombramiento sería un tanto idiota. Lo que sí puedo hacer es intentar que la gente comprenda la magnitud de la responsabilidad histórica para trascender a las personas en función de las ideas. La izquierda en Colombia no es Petro ni el petrismo. Es un espectro amplio de pareceres y sentires que va mucho más allá de una persona. Es claro que Gustavo Petro encarna un liderazgo incontrovertible, pero la izquierda no ha nacido ni morirá con él. Pero con él sí pasó algo muy importante que sentó un precedente indeleble. Por primera vez la izquierda ganó las elecciones en las urnas y pudo gobernar. Me dirán que eso ya pasó antes con Alfonso López Pumarejo, que no era más que un liberal de las elites que reemplazó a los caciques de ciudad con los gamonales de pueblo. Pero esa es otra historia.
Hago parte de este proyecto porque creo en un futuro con vocación de gobierno perdurable, serio y respetable. Hago parte de este proyecto porque me alegra compartir labores en la función pública con tipos como Carlos Carrillo, Daniel Rojas, Luis Carlos Reyes e incluso con Cielo Rusinque, con quien tengo diferencias de carácter personal, lo que no hace que no reconozca su inteligencia y su entrega profesional. Honestamente, veo futuro. Creo que la izquierda en Colombia tiene madera. Creo que muchos hemos madurado y hemos sido capaces de superar el insulto fácil, la descalificación y la rabia para avanzar hacia la construcción de argumentos sólidos y propositivos, en aras de aportarle al país mucho más que críticas y resistencia. Y porque creo en el futuro decidí aceptar el llamado del gobierno para sumarme a la causa más allá de la retórica. Me han dado la oportunidad de estar en un lugar en donde tengo que mostrar mucho más que ganas. Acá, en este cargo diplomático, a más de 12 mil kilómetros de mi país, debo comprender que el servicio público no distingue ideologías políticas.
Por eso, muy lejos de casa he entendido que mi labor involucra a todos los colombianos y que mi puerta no pregunta por tus pensamientos, tus sentimientos o tus creencias. Mi puerta dice que está abierta para ayudarte solo porque eres colombiano y que ese es suficiente mérito para mí. Y me alegra ver a alguien que me habla en mi mismo idioma, que conoce lugares por los que he pasado, que ha tenido dolores y alegrías con la misma Selección a la que yo le hago barra. Acá he podido entender que cada forma de pensar tiene una historia que la valida o que al menos la explica. Por eso pendulo entre esta reconversión hacia sentimientos patrios que yo mismo me había castrado para entender que soy parte del presente del futuro en el que creo.
Entonces, cuando me preguntan que por qué hago parte de este proyecto, en el que no hago y nunca he hecho militancia política porque no pertenezco a partido alguno ni me debo a ningún político, respondo que este proyecto me ha hecho mejor persona, no solo en el sentido cándido del término, sino en atributos que van más allá de la bondad. Entiendo que el camino es difícil y que está plagado de intereses mezquinos y personas horribles. Pero creo que es posible. Después de 200 años de vida republicana un militante de la izquierda llegó a ser Presidente de la República. Después de 200 años me siento con plena responsabilidad de hacer bien mi trabajo porque represento en un lugar lejano del mundo los valores que se promulgan desde el Palacio de Gobierno en Bogotá. Por eso hago parte de este proyecto político, porque soy y siempre he sido más que un cargo burocrático. Soy y siempre he sido un soñador que escribe y que cree en el potencial de un pueblo que está aprendiendo a gobernar. Porque soy y siempre he sido un romántico de la política que por fin ve que sus utopías son posibles. Por eso hago parte de este proyecto político sin la menor intención de obtener votos porque el carisma de plaza pública y las sonrisas impostadas no son lo mío. Pero sí con la consciencia clara de que lo que haga aquí y ahora como funcionario diplomático redundará no solo en el bienestar de mis compatriotas sino en la credibilidad de lo que considero que es mejor acá para la sociedad. En otras palabras, soy y seré siempre quien luche por un país más digno. Soy, porque somos.
*Fotografía tomada del Archivo del Banco de la República.
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