Por Andrés Felipe Giraldo L.
La izquierda no la tuvo fácil para llegar al gobierno y mucho menos fácil la tendrá para consolidar un proyecto político de largo aliento.
Y no la tuvo fácil porque en época de revoluciones latinoamericanas y dictaduras impuestas desde los Estados Unidos desde los años 50s hasta las 80s, las élites colombianas tuvieron la astuta idea de hacer una repartija del poder escondidos por allá en los balnearios de Benidorm y Sityes en España, a hurtadillas y de espaldas al pueblo, con el pretexto de poner fin a la llamada “época de la violencia”, una pugna virulenta entre liberales y conservadores por el poder que duró desde la masacre de las bananeras en 1928 hasta la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, quien fue obligado por los cuadros políticos del país a asumir el poder en 1953, después de que una junta militar recibió un país desbaratado ante la dimisión y huida de Laureano Gómez, el candidato solitario del Partido Conservador que asumió la Presidencia en 1950, dado que mataron a Jorge Eliécer Gaitán en 1948, dejando al Partido Liberal (y prácticamente al país), sin liderazgos populares. Algunos analistas se opondrán a los límites históricos que estoy proponiendo sobre esta época, y está bien, porque en Colombia “la época de la violencia” realmente va desde la conquista hasta nuestros días. El resto son variaciones, evoluciones y matices de una violencia continuada.
El punto es que el llamado Frente Nacional, nombre que se le dio a estos acuerdos torticeros entre el fugitivo y autoexiliado Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo en 1957 para concretar la repartija del poder en Colombia, que abarcó las tres Ramas del Poder Público, excluyó de plano a la izquierda, en aquella época radicalizada en el contexto de la guerra fría y las dictaduras comunistas alentadas desde la Unión Soviética, China y una naciente Cuba que se expandían como pólvora en todo el mundo. Por su parte, la izquierda democrática que lograba llegar al poder por la vía de las urnas en América Latina, era burdamente depuesta por dictaduras militares patrocinadas por los Estados Unidos con la llamada “Operación Cóndor”, llegando incluso a tomas tan violentas del poder como la acontecida en Chile el 11 de septiembre de 1973, que terminó con la destrucción del Palacio de la Moneda y la muerte del presidente en ejercicio Salvador Allende, elegido por voto popular en 1970, mismo año que en Colombia se le robaban las elecciones al propio Rojas Pinilla, ya de civil y candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO), para entregarle el gobierno al conservador Misael Pastrana, en cumplimiento de ese acuerdo que condenó al país a 16 años en donde la democracia solo era un velo con el que se cubría el apetito burocrático y las ambiciones de poder de las élites liberales y conservadoras.
Esa exclusión política de la izquierda y de otras fuerzas alternativas llevó a la conformación de guerrillas campesinas y urbanas durante los años 60s y 70s que no vieron otra salida que las armas para llegar al poder, dado que las urnas se les habían cerrado definitiva y descaradamente. El resto de la historia, más reciente, evidenció como en los 80s y los 90s estas guerrillas fueron permeadas por el poder corruptor del narcotráfico desideologizando así un conflicto político que se volvió económico y carente de principios, degradando la violencia a su nivel más básico y ramplón, llevando a ejércitos irregulares completos a batirse entre la plata y el plomo en todos los rincones del país, unos defendiendo los intereses de los latifundistas, terratenientes y ganaderos del establecimiento llamados paramilitares, y otros que en el nombre del pueblo cometieron los más atroces crímenes entre secuestros, extorsiones, tomas y asesinatos que se hacían llamar guerrilleros.
Sin embargo, la Constitución de 1991 abrió de nuevo el espectro de la democracia para las fuerzas políticas de la izquierda, que vieron en esta Carta una nueva oportunidad para regresar a la contienda electoral y aspirar a los cargos de elección popular. Pero allí tampoco la tendrían fácil. El partido político que surgió de los fallidos acuerdos de paz con las FARC en los 80s, la Unión Patriótica (UP), fue sistemáticamente aniquilado con el asesinato de seis mil de sus militantes en todo el territorio nacional por parte de fuerzas oscuras del Estado y el paraestado, frustrando una vez más la capacidad política de la izquierda para aspirar al poder. Dentro de estas víctimas del genocidio político fueron asesinados dos candidatos presidenciales (Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa) y un vicepresidente del partido (José Antequera), todos a plena luz del día y en lugares concurridos. También fue asesinado el candidato de la Alianza Democrática M-19 Carlos Pizarro León Gómez, poco después de que terminara el proceso de paz con ese grupo guerrillero y en las vísperas de las elecciones de 1990, en donde también fue asesinado el precandidato liberal, Luis Carlos Galán, por las balas de un contubernio entre narcotraficantes, políticos y paramilitares que en esa época tiñeron de sangre la democracia ante la pasividad del Estado, puesto en jaque por el poder narcoterrorista de Pablo Escobar, lo que hacía aún más complejo y sórdido el panorama.
Este recuento, tremendamente simplificado y hasta ligero, es solo para ilustrar que la llegada de Gustavo Petro a la Presidencia de la República 31 años después de la expedición de la Constitución de 1991, marca todo un hito que hace apenas unas décadas parecía imposible para estas fuerzas de izquierda, históricamente relegadas para la democracia a punta de bala y acuerdos amañados entre las élites que bloquearon una y otra vez el ascenso de las fuerzas progresistas en el país. Muchos no alcanzan a dimensionar el logro histórico que representa que por fin un candidato de la izquierda haya llegado al Palacio de Nariño después de tanta sangre, segregación y eliminación sistemática de todo un segmento político que ha sido estigmatizado en un país por naturaleza godo, camandulero y dominado por un statu quo rancio, anquilosado y tradicional tremendamente ligado a los principios coloniales heredados de los españoles, que nos acostumbraron a la servidumbre feudal, el racismo y la discriminación como parte de nuestro ADN cultural. Por esto no es fácil frenar la inercia de la historia que nos ha acostumbrado a una pirámide social rígida dominada por los grupos económicos que representan solo unas cuantas familias que ven amenazados sus privilegios y que resienten terriblemente que se les quiten los negocios que han dominado a sus anchas acaparando la riqueza, el poder político y al propio Estado que les ha pertenecido durante los dos siglos de vida republicana que tiene este país.
Haber llegado por primera vez al gobierno es solo un paso, el primer paso, pero consolidar un proyecto político, social y económico de largo aliento que venza a las élites en Colombia es mucho más complejo y depende de una colectividad, no de un solo hombre. A Gustavo Petro se le debe esta gesta magnífica y consistente que lo llevó a la Presidencia y que construyó palmo a palmo con una carrera brillante que al final dio frutos. Pero la izquierda no puede ser solo Gustavo Petro ni se le puede construir un culto a la personalidad que eclipse nuevos liderazgos que le den continuidad no a un gobierno sino a una forma de concebir a un Estado más social, enfocado en las causas populares y que continúe un legado que ha sido muy difícil consolidar. Aún queda mucho de este Gobierno y por esta obra hay que jugársela con mística y dedicación, sobre todo cuando se nada contra la corriente de un establecimiento resentido y dispuesto a todo para recuperar el poder que sienten no cedido, sino usurpado. Por eso no es caprichoso que junto con el trabajo mancomunado que lleve a consolidar las reformas propuestas y con las que fue elegido este gobierno, emerjan nuevos liderazgos y se consoliden los actuales para dar la pelea electoral hacia el futuro, no solo pensando en el 2026, sino para las futuras generaciones. No quiero detenerme a proponer nombres porque habría un largo etcétera y muchas objeciones, pero sí quiero hacer hincapié en la necesidad que existe de organizar las fuerzas de izquierda en movimientos más cohesionados y estructurados, y que si bien no se debe perder la deliberación y el disenso propios de la democracia, si debe existir una mayor y mejor organización que agrupe a todos estos movimientos que hoy están dispersos y desorganizados.
La izquierda se debe unir en esta coyuntura para apoyar las reformas que propone el gobierno y que van en la dirección correcta para debilitar los monopolios que están acaparando la riqueza en Colombia a través de la administración de los recursos públicos que los han hecho privados, pero también debe pensar en la mejor gestión de esos recursos y esas potencialidades con ánimo de permanecer en el concierto político para consolidar tales reformas. En otras palabras, si la izquierda en Colombia no deja de gravitar alrededor de Petro y no proyecta nuevos liderazgos que tengan vocación para permanecer en el poder y ganar las elecciones, el actual gobierno no será más que una ilusión, cuatro años que no se volverán a ver arrasados por el huracán del establecimiento que tiene todo su poder mediático, empresarial y político empeñado en volver al poder para no soltarlo nunca más. Es tiempo de organizar las bases desde la formación de cuadros para no seguir perdiendo las elecciones con candidatos que surgen más de impulsos viscerales que de construcciones serias dentro de los movimientos y partidos. Es fundamental promover la formación política y ciudadana en torno de las grandes ideas de la izquierda que aviven el debate público.
No nos podemos dormir en los laureles. Petro termina su mandato en 2026 y (afortunadamente) ya no existe la reelección para poder continuar con su mandato. Por esto mismo es necesario trabajar duro no solo para ganar más elecciones, sino para construir un proyecto político, social y económico sólido que trascienda la coyuntura y que perfile a la izquierda no solo para ganar en las urnas sino para gobernar sobre planes de largo aliento que garanticen transformaciones sociales profundas y consistentes que no se van a lograr solo en estos cuatro años. Hay que despetrificar a la izquierda justamente para que el legado de Petro trascienda. Para esto hay que deponer egos, dejar los vicios de la política que ya se ven reflejados en los partidos de izquierda y abrir el espectro popular para que esto sea más que un impulso y se concrete en un proyecto de país. La izquierda nunca la ha tenido fácil en Colombia y tampoco lo tendrá. Pero es hora de mirar para dentro y reconfigurar las fuerzas del futuro para que esto sea mucho más que una somera interrupción de cuatro años de lo que hemos sido siempre. Este es solo el principio y así tenemos que verlo para poder seguir adelante por todas las generaciones que se necesitan para derrotar un sistema que ha oprimido a los más vulnerables durante siglos. Es hora de pensarse más allá de Petro. Urge hacerlo ya.
*Fotografía tomada de la página de la Comisión de la Verdad.
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