Por Juan Francisco Florido
Asistir a teatro, enseñar teatro y hacer teatro durante la mayor parte de mi vida adulta me ha hecho ganar un desprecio gigante por el mundo de los niños o, mejor dicho, por el mundo que quieren construir para los niños. Puede que haya tenido mala suerte, pero han sido pocas las buenas experiencias que he tenido con el teatro infantil. Hace varios años, cuando recién me gradué de la academia, la pelea por un lugar de visibilidad fue especialmente dura. No estaba muy bien preparado para rogar por un trozo del presupuesto nacional y distrital y poder comenzar a construir. (Se puede decir que ha pasado el tiempo, sigo sin ser muy conocido y todavía me cuesta trabajo la gestión de convocatorias públicas para becas, premios y festivales, pero ando con menos torpeza que antes). La respuesta más común que vi entre mis contemporáneos y en la que lamentablemente yo también caí fue la realización de obras infantiles en la búsqueda de un mercado seguro y un público seguro: colegios, niños, mensajes positivos, moralejas, etc. Insisto. No se me malinterprete. No estoy diciendo que todo el teatro infantil sea malo. Hay excelentes grupos y obras. Pero no voy a olvidar nunca la vez que, mientras trabajaba en Chía, vi una obra tan triste cuyo único mensaje era la sexualidad, tocada de una forma tan condescendiente y obvia que ni siquiera delante de mis estudiantes pude ocultar lo aburrido que estaba. (Afortunadamente, no recuerdo ni siquiera el nombre del grupo). Así vi varias obras aburridas, estúpidas (lo digo a falta de otra mejor palabra), tristes, planas y repetitivas con mensajes obvios. El lugar común y la moraleja son tan fáciles y poco cuestionables que su ejecución no costaba ni energía ni esfuerzo. Pero se vendía fácil. Había punto extra cuando el mensaje incluía un alto grado de evangelización descarada.
Es un error entender lo infantil como lo fácil y lo idiotizante, por más que se le haya dado a la palabra esa acepción peyorativa implícita. Se «infantiliza» lo que supuestamente se quiere proteger, a cambio de lo cual, se le quita su capacidad de decisión y discernimiento, imponiéndole una noción de lo correcto y moralmente aceptable a quien creemos que no tiene herramientas adecuadas para hacerlo, todo enmarcado en la máscara despreciable de la supuesta preocupación por el otro. No suena muy distinto a lo que podría ser obligar, imponer o evangelizar. Sin embargo, el mundo no es unidimensional. (Plano tampoco, pero esa es otra discusión que no viene al caso). Los problemas que la vida nos presenta no se reducen a la decisión correcta o incorrecta. La vida suele ser mucho más compleja. Entender eso después de ser partícipe de la «infantilización» fue un golpe duro. Sobre todo, porque lo consideraba de fácil comercialización. Se infantiliza lo que creemos que no está a nuestro nivel y, personalmente, no tengo derecho de imponerle a nadie mi visión del mundo a rajatabla o endulzada, cuando muchas veces me he estrellado de frente con él. Seguir con esa noción de las cosas era aceptar implícitamente que yo era superior al público idiotizado al que me dirigía. En este caso, «nuestros niños».
«Nuestros niños» no son idiotas, ni seres inferiores mentalmente. Mucho menos, unidimensionales. El nivel de ternura, sentido del humor, empatía y crueldad al que puede llegar a ser capaz un niño va más allá de lo que un adulto formado, hecho y derecho tal vez puede siquiera aspirar. Por eso no se puede ser condescendiente con un niño. Si pusiera al lado de todas las obras infantiles que vi y realicé durante todos esos años a 31 Minutos que se transmitía por esas fechas –solamente por poner un ejemplo– me sonrojaría por tanta mediocridad. Citando a Álvaro Díaz y Pedro Peirano, creadores de 31 Minutos, lo solemne es lo mediocre vestido de etiqueta. Si en lo personal soy fanático de 31 Minutos es porque está lejos de ser condescendiente con su audiencia. Es más. Se burla descaradamente de ella y de tantas obras y programas «educativios» y embrutecedores que hastiaron tanto a niños y adultos, pero misteriosamente, se recuerdan con cariño.
Por desgracia, en la actualidad se sigue usando el embrutecimiento y la mal llamada «infantilización» como método de educación y, peor aún, como método de censura e imposición estatal. Por un lado, es justo reconocer que las nuevas generaciones no han tenido ningún tipo de reparo en reevaluar muchas de las verdades y los conceptos morales que les han sido impuestos, y lo digo porque no es de mi interés entrar en el debate gastado y aburrido de lo «políticamente correcto» y de la «generación de cristal». Pero por el otro lado, endulzar el mundo (o pretender hacerlo) con el pretexto de lo correcto es una trampa idiotizante y tremendamente peligrosa. En el caso de la obra de Roald Dahl, la censura —porque no hay otra manera de definirlo– a la que quieren someter su obra está condicionada a esa condescendencia embrutecedora tan peligrosa a la que niños y adultos han estado sometidos. No se trata de cambiar su contenido. Se trata de cambiar palabras como «feo» o «gordo» y a cambiar referentes de las lecturas de Matilda como Joseph Conrad y Rudyard Kipling por su carácter colonialista, lo cual es francamente cómico cuando se sabe que la idea de esta censura proviene del Reino Unido. Podría ser mucho más interesante si se invitara a los niños a sacar sus propias conclusiones poco a poco, en lugar de censurar.
La obra de Roald Dahl tiene implícita mucha crueldad, por más que no deje de estar dirigida a un público infantil, lo cual la hace tremendamente entretenida. Lo mejor de Matilda y de Charlie y la fábrica de chocolates es ver cómo a personas genuinamente grotescas y desagradables se les devuelve, cuando menos, un poco de lo ruin y despreciables que han sido a lo largo del libro. Y mejor que eso: muestran sin asco la fealdad (o mejor dicho el lado grotesco, para evitar censura) de los personajes en todo su esplendor. No hay nada, pero absolutamente nada más satisfactorio para mí que ver cómo los personajes se vengan de los demás. Porque eso es lo que hacen. Se vengan. No castigan. Tanto Matilda como Willy Wonka lidian con una frustración enorme por vivir forzosamente en contacto con gente imbécil, malcriada y malintencionada, ya sean adultos o niños. En la película lo endulzan, pero Matilda fue concebido como un personaje vengativo. Es cierto que la idea de los niños que castigan a los padres, como se ve en la película, es muy atractiva, pero en el libro va mucho más allá. Lo mismo pasa con Willy Wonka que cierra su fábrica al ver que le están robando las ideas y después, al abrir las puertas, casi todos los ganadores de su concurso resultan ser niños mezquinos en toda la expresión de la palabra que acaban recibiendo castigos ejemplarizantes. No hay atenuantes en eso y, francamente, es muy satisfactorio. Los personajes son básicamente crueles y no por eso planos o alejados de los universos infantiles.
La infantilización es hipócrita y peligrosa porque suele ser herramienta de censura y en muchos casos, de restricciones aún mayores. Hipócrita por un lado porque se impone «por el bien del otro» al que no se mira como un igual y peligrosa por el otro porque da pie a prohibiciones que se han demostrado perjudiciales e inútiles. No es raro ver como la expresión «nuestros niños» se ha usado por personas que sin pudor han atentado contra las políticas públicas que protegen su alimentación y educación, para violar derechos básicos de las personas. En cualquier caso la censura es reprobable, por no decir despreciable. Pero donde hay censura y manipulación de la infancia, siempre habrá lugar para hipocresías más grandes, restricciones más salvajes y manipulaciones aún más peligrosas. Así como citando a Álvaro Días y Pedro Peirano, «lo solemne es lo mediocre vestido de etiqueta», sostengo que lo condescendiente es lo autoritario, pero endulzado.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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