Por Andrés Felipe Giraldo L.
Esta será mi casa, una alegoría de mi vida. Aún no la habito, como no habito el futuro. Ahora son ruinas, como ruina es mi pasado, pero el paisaje que circunda es hermoso, como percibo mi presente. Acá, a este lugar perdido entre montañas, por donde pasa una quebrada que susurra como un arrullo, traeré mis huesos viejos y mis esperanzas nuevas.
Esta casita está sola y perdida como yo. Se la está tragando la manigua y las paredes apenas se mantienen en pie. Las grietas atraviesan los muros desafiando a las puertas que se sostienen con cadenas y candados aunque ya no cuidan nada. Adentro solo reposan el tiempo y el abandono, una que otra olleta carcomida por el óxido y el moho que tapiza los pisos para treparse por las esquinas.
Parece solo una casa, pero es una historia. Una historia que no conozco pero que se puede oler en cada rincón húmedo, en cada baldosa desprendida, en cada trasto abollado tirado por el piso. Me puedo imaginar el ruido del aceite fritando un pedazo de carne de chivo, una melodía campesina a todo tiple, las gallinas recorriendo los corredores a toda prisa murmurando entre ellas cuál sería la del próximo sancocho. Los niños mocosos levantando piedras para jugar con los insectos en huida y el rechinar de la cama de unos esposos que hacen el amor mudo para no despertar a las criaturas.
Esta casa me trae el rumor de la vida de campo que me ha sido tan esquiva. Me puedo ver con un machete al cinto cortando la yerba del camino de la entrada, torpe y decidido, deshidratado pero contento. Las canas me han sorprendido con esta casa que me abriga como un hogar dispuesto a dejarse moldear con la experiencia del deseo de ser lo que siempre quise ser: un ermitaño escondido entre montañas, un viejo somnoliento al vaivén de una silla mecedora, un escritor de gafas de marco grueso perdido entre papeles y tinta plasmando esa vida de mentiras que solo sucedió en mi imaginación, pero que colmó con tanta avidez mi mente que arrasó los linderos de la realidad.
En esta casita podré gritar mis penas sin molestar a los vecinos, podré llorar con tanto sentimiento que no sabré diferenciar el ruido del agua corriendo con la caída de mis lagrimas por el surco de mis mejillas. En esta casa seré un fantasma más unido a la comparsa de los fantasmas que me preceden, de las vidas que acá pasaron y se fueron, de las tristezas hechas gente que ahora se unen a la melancolía de mis cataratas que nublan esas montañas en donde no sabré notar cuál es la neblina y cuál la bruma de los años.
Esta es mi casa derruida por los años en la que habitarán mis últimos latidos y mis últimas respiraciones. Puedo ver entre las grietas que se mete un rayito de felicidad para iluminar la sonrisa de mis últimos días. Veo la cola de ese perro gruñón echado a mis pies batiéndose como luchando contra su propia amargura. Veo mi cama sencilla, una mesita de noche y una vela para cuando se vaya la luz.
Entre estas paredes a punto de colapsar la soledad no me asusta. Por el contrario, siento que por fin estoy viendo el espejo de mi alma desnuda y transparente dispuesta a no sentir más vergüenza. Por fin encontré el refugio de mis anhelos desprovistos de remordimientos. Acá en silencio pediré perdón por todo el daño que hice queriéndolo o no, agradeceré a mis amores marchitos que germinaron en otros brazos y brindaré con vino tinto por esas ilusiones que solo fueron eso.
Mis manos escasamente han aprendido a pulsar teclas y esferos con mucha dificultad, pero ahora moldean con determinación esta estructura palmo a palmo para acoger ladrillos y cemento aunque el proceso sea lento y pesado. He encontrado mi lugar y mi tiempo, acá entre las montañas, bordeando la quebrada que acompasa mis pensamientos, sintiendo el viento frío que me refresca la memoria, palpando las flores que son lirios y delirios.
Acá habitaré abrigado con el fuego de una chimenea, la compañía de un libro de Bukowski y los aromas del campo en la noche. Acá procuraré tener un techo de cristal que me permita ver el cielo sin la luz de la ciudad para contar cada estrella del firmamento, tomaré mucho vino hasta embriagarme y escribiré hasta que la muerte me sorprenda con la pluma en la mano. Esta es la casita que me encontré entre las montañas tal como soñé el día que escribí que nací para ser viejo. Bordeando los cincuenta no esperaré más a esa vejez añorada e iré a su encuentro en esta casita campesina que me ha prometido acogerme en su regazo hasta mi última respiración. Encontré una casa entre montañas, encontré la paz del retiro, encontré la brisa suave de la inspiración y un refugio para mis tormentos. Encontré por fin mi muerte en paz y acá me sentaré a esperarla hasta que venga por mí. Ya no te tengo miedo, parca. Estoy en mi casa entre montañas en la que me quiero morir.
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