Por Andrés Felipe Giraldo L.
Las protestas que se han venido presentando en el país desde el pasado 28 de abril, y que pasados doce días aún no cesan, no solo se presentaron por esa malograda reforma tributaria que nació muerta, sino que reflejan el descontento popular ante un gobierno déspota que se ha dedicado a provocar a la sociedad desde el mismo día de la posesión de Iván Duque el 7 de agosto de 2018, ungido como el gran homúnculo de Álvaro Uribe Vélez por más de diez millones de colombianos en las pasadas elecciones presidenciales.
Cuando al fin se encendió una luz de esperanza pequeñita para poder vivir con un poco de paz, o al menos con un poco menos de violencia, el uribismo llegó al gobierno a arrasar con la ilusión de un país que lleva sumergido en el conflicto sus 200 años de vida republicana. Solo bastó escuchar ese discurso revanchista, cargado de odio y pueril de Ernesto Macías como presidente del Congreso en la posesión de Duque, para saber que se venía sobre Colombia, una vez más, la horrible noche.
Desde que el uribismo ganó por un estrecho margen el plebiscito de 2016 en contra del proceso de La Habana, su misión, como algunos de sus precandidatos lo prometieron en campaña, ha sido la de destrozar el proceso de paz. En el gobierno de Iván Duque, siendo consecuente con los deseos del líder de la secta y la mayoría de sus correligionarios, los nombramientos y las acciones de gobierno han ido en esta dirección y, directa o indirectamente, nos han sumido en una nueva ola de violencia, cada vez más profunda y despiadada, sin que ellos hubieren logrado todo lo que se propusieron, pero arrasando, como niños en pataleta, con lo poco que se había avanzado hacia el perdón y la reconciliación, dos palabras que no existen en el diccionario uribista.
Algunos de los nombramientos de Duque dejaron ver sus intenciones abiertas por despreciar a las víctimas y profundizar las causas estructurales de la guerra. Nombrar a Darío Acevedo como director del Centro Nacional de Memoria Histórica, a sabiendas de que el tipo es un negacionista del conflicto armado en Colombia, mandó una clara señal a la opinión pública sobre la nueva narrativa imperante del establecimiento, en donde se desconoce la tensión social provocada por el mismo Estado, y la explicación de la violencia se reduce a considerar como una amenaza terrorista todo levantamiento armado de las fuerzas populares. Los sucesivos nombramientos de ministros de defensa, legos en el conocimiento sobre la fuerza pública, pero embelesados con el control de tropas que superan más de 100 mil miembros activos, que creen que las armas son un juguete de coerción social y no artefactos diseñados para matar seres humanos, lo único que ha dejado es una estela de desolación y muerte en todo el territorio nacional, con un saldo trágico especialmente para los niños, de los que el último ministro de ofensa calificó como “máquinas de guerra”, deshumanizando totalmente el drama de estos pequeños que sin oportunidades en el campo son reclutados a la fuerza y condenados a cambiar los juguetes por fusiles. Es increíble que ese sujeto hubiera dirigido alguna vez el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Como si lo anterior fuera poco, la entonces ministra del interior, Alicia Arango, nombró al hijo del temible paramilitar Jorge 40 como coordinador de un grupo para atender a víctimas, sí, a víctimas, muchas quizá de su propio padre, sobre quien el pequeño vástago no creía que mereciera la sanción penal y social que corresponde, sino al que se refería como un héroe de guerra y perseguido político. Qué forma más canalla e indolente de burlarse de las víctimas. Para completar, el equipo encargado de destrozar la paz se consolidó con el nombramiento de tres consejeros presidenciales, con millonarios sueldos, que básicamente se dedican a lo mismo. Por un lado, el ignorante e indolente alto consejero para la paz, que ni siquiera sabe cómo opera la justicia internacional, Miguel Ceballos. Por el otro, con el pusilánime e irritable Emilio Archila, como alto consejero para el posconflicto, incapaz en muchos aspectos, pero sobre todo, para explicar por qué siguen masacrando desmovilizados. Y para terminar esta triada bien remunerada pero inútil, la alta consejera para los Derechos Humanos y Asuntos Internacionales, Nancy Patricia Gutiérrez, todavía con procesos abiertos por sus nexos con grupos paramilitares.
Así pues, el gobierno del inexperto y falto de carácter Iván Duque ha mandado al traste la única esperanza de paz y reconciliación que se le había abierto al país después de décadas y décadas de violencia, que si bien, derivaba de un proceso imperfecto y con algunas fallas que rozaban con la impunidad, al menos iba en la dirección correcta hacia la verdad y la reconciliación, que son en últimas los pilares de cualquier proceso de paz. Pero parece que a este gobierno no le interesa la verdad, especialmente esa verdad que compromete el rol histórico de los terratenientes, amangualados con los paramilitares y los políticos que hoy nos gobiernan, que además encuentran su más fiel representante en el líder máximo de la secta, Álvaro Uribe Vélez, que reúne las tres características.
De esta manera, podemos ver que lo que estalló en Colombia fue una olla a presión que venía hirviendo desde agosto de 2018, cuyas primeras grandes manifestaciones se dieron en noviembre de 2019, reprimidas, como no, por la barbarie del Estado, y cuyos coletazos quedaron en el aire por cuenta de la pandemia, que obligó a la gente a encerrarse con todo y su descontento popular. Pero casi año y medio después de las primeras revueltas y poco más de un año después del inicio de la pandemia, la gente no se aguantó más. Mientras el presidente se dedicó a hacer presentador de un programa de televisión, sin lugar a dudas el más malo y aburrido de la historia, en horario prime y sin brindar soluciones de fondo a los más afectados por la enfermedad y el encierro, el periodismo independiente se encargó de revelar en qué se invertía el dinero del Estado mientras la gente aguantaba hambre encerrada en donde podía. Por ejemplo, la burocracia internacional, que paga multimillonarios sueldos, copada en pagar favores políticos y militancias en redes sociales, despreciando a los funcionarios de carrera que se parten el lomo para ocupar cargos de quinta categoría en consulados y embajadas. Los dineros de la pandemia, destinados a los bancos que siguen incrementando sus utilidades mientras la gente común se cuelga en las cuotas y les embargan sus bienes. Y un paquidérmico y desordenado programa de vacunación que se viene implementando a los trancazos como uno de los más lentos del mundo, trayendo las vacunas a manotadas sin poder avanzar hacia la inmunidad que permita reactivar la economía.
Todas estas injusticias y arbitrariedades del gobierno se convirtieron en un polvorín social. La reforma tributaria, si bien generó mucha incomodidad en diversos sectores de la sociedad, solo fue una excusa oportuna para que la gente se lanzara a las calles a reclamar por sus derechos pero sobre todo a deplorar el pésimo gobierno de Iván Duque. Y mientras esto sucede, un delirante y peligroso Álvaro Uribe gobierna a través de pequeños decretos expedidos en Twitter apelando a doctrinas neonazis para incitar a la fuerza pública y a sus aliados para que disparen a los manifestantes desarmados. De eso las consecuencias no podrían ser más nefastas: Al menos 37 personas asesinadas y un número incierto de desaparecidos.
Al parecer, las cifras lamentables de estas jornadas de protesta serán un misterio, porque las entidades oficiales no dan la cara. Quizá en el 2030, cuando dios mediante esté un gobierno democrático en el poder, podamos saber cuántos muertos y desaparecidos dejó este régimen infame, tal como lo hiciera la JEP con las 6402 víctimas de los falsos positivos que dejó el Calígula criollo durante su mandato.
Y no puedo terminar esta columna sin mencionar el daño terrible que le hace a la democracia y al equilibrio de poderes que incluso los organismo de control del Estado estén también en manos del uribismo. El Fiscal Barbosa, la Procuradora Cabello y el Contralor Córdoba, se han amangualado para que el gobierno uribista pueda proceder con absoluta libertad, protegido y en complicidad con estas Entidades, que se han encargado de perseguir el disenso y de constreñir todas las libertades democráticas a través del chantaje y la extorsión judicial, garantizando además la impunidad para los suyos.
Sin embargo, podemos considerar como un triunfo popular que a este Uribe demente se le esté cayendo la careta, que cada vez se le vea más desesperado y corto de argumentos, desafiando a la prensa internacional con babaza en la boca y los ojos salidos, rememorando los instantes finales de un Hitler derrotado, encerrado en su búnker, esperando entre sus delirios un triunfo irreal mientras alistaba las pastillas de cianuro.
Si las elecciones colombianas sobreviven, lo que es bastante difícil teniendo en cuenta que el Registrador es otro notario de los intereses del uribismo, estamos presenciando la decadencia del régimen más vergonzoso que haya padecido la ya muy débil democracia colombiana. Ojalá este descontento popular se vea reflejado en las urnas y ojalá allí hagamos valer las muertes de nuestros muchachos masacrados por la fuerza pública en el ejercicio legítimo de la protesta. De lo contrario, el uribismo nos llevará al precipicio y desde allí nos dejará caer como país. Poco les importa. Ya, derrotados, están quemando las naves. Salvemos lo poco que queda.
Fotografía tomada del portal de Uniamazonía.
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