Por Andrés Felipe Giraldo L.
La semana pasada el mundo se indignó con la imagen del policía de Minneapolis Derek Chauvin sometiendo con su rodilla al ciudadano afroestadounidense George Floyd hasta dejarlo sin vida. La rodilla de Chauvin presionó con fuerza el cuello de Floyd quien suplicaba pidiendo al policía que lo dejara respirar. Chauvin no escuchó, o mejor dicho, no quiso escuchar. Floyd no pudo luchar más, estaba esposado, reducido, tirado contra el suelo sin poder hacer nada. Primero se le fue la consciencia. Después se le fueron los latidos. Todos lo vimos.
Lo que más impresionó de este cuadro, aparte del desespero de Floyd mientras se quedaba sin aire, fue la cara de Chauvin, que trasmitía una serenidad aterradora, como si no comprendiera que una vida se le estaba yendo debajo de esa rodilla. El rictus de su cara proyectaba una soberbia infinita, como el que sabe que lo que está haciendo no está bien pero tampoco le importa, porque en el fondo considera que es lo correcto, lo que debe hacer, porque el uniforme no solo lo autoriza, además se lo exige. Y para rematar, su mano izquierda en el bolsillo del pantalón, así, casual, como si nada estuviera pasando.
¿Por qué Derek Chauvin se posó sobre la nuca de George Floyd sin que nadie hiciera nada? Porque pudo. Fue una cuestión de poder. Un poder al que se le suman una cantidad de ingredientes culturales e históricos que le soportan. Chauvin hizo eso porque pudo. El poder de una autoridad blanca sobre el estereotipo de un ciudadano que ha sido históricamente pisoteado, relegado y discriminado en los Estados Unidos. Un ciudadano negro cuyos antepasados hasta el siglo XIX fueron esclavizados y que hasta hace poco más de 50 años tenían los derechos absolutamente restringidos, porque no podían compartir el espacio con los blancos. La rodilla que acabó con la vida de Floyd es la rodilla de la inercia de la historia.
En Colombia la inercia de la historia no ha sido diferente. Hasta 1991 en Colombia rigió la Constitución de 1886, que era profundamente conservadora, confesional, centralista y homogeinizante; pensada para un solo tipo de ciudadanos y de ciudadanía, que omitía la diversidad y que se gestó sobre el presupuesto de que si Colombia debería escoger entre la libertad o el orden, lema del Escudo Nacional, se debía privilegiar el orden, en detrimento de las libertades.
Si bien la Constitución de 1991 avanzó en la dirección correcta para reconocer una sociedad plural y diversa, multicultural y pluriétnica, el fantasma de la Constitución del 86 sigue rondando la cultura y cooptando al Estado. Por eso no es casual que el actual gobierno, de corte profundamente conservador y reaccionario, quiera imponer a la religión como uno de sus bastiones de unidad, ignorando deliberadamente que Colombia es un Estado laico y que el gobierno en esas materias, como gobierno, debe ser neutral. El gobierno no es “el líder espiritual de la Nación” como forzadamente lo argumentó la ministra del Interior Alicia Arango para promover una jornada nacional de oración. Ese liderazgo no le corresponde al gobierno. Está en la Constitución: Ese liderazgo le corresponde a cada una de las iglesias en un país en el que se protege la libertad de cultos, como bien se lo recordara Maria Jimena Duzán a la ministra. No es casual que el presidente consagre el país a la virgen de Chiquinquirá y la vicepresidente a la virgen de Fátima, no a título personal, sino desde la investidura de sus cargos. La religión es supremamente funcional a la dominación y los estrategas del gobierno lo saben, porque saben además que detrás de ese gobierno subyace un fanatismo puro, en el que es común ver juntas la imagen de Jesucristo y la Álvaro Uribe con el fondo de la bandera de Colombia para defender al régimen, como si fuera una cruzada. O una fusión de todas, como el sagrado corazón de Uribe que adorna el estudio de Paloma Valencia.
Las religiones cristianas tienen como uno de sus principales presupuestos que quienes no profesen esas religiones primero, están equivocados y segundo, están condenados. Además, se maneja un mito incontrovertible, y es que todo el sufrimiento en la tierra, será recompensado en el cielo. Entonces, para muchos la pobreza, la desgracia y el abandono del Estado no son consecuencia de las violaciones contra sus derechos sino retos y pruebas de un Dios desafiante pero amoroso, que les recompensará tanta desdicha en una dimensión de la que nadie regresa. Muchos aceptan con resignación (y casi que con gratitud) esos “retos”. Las élites se frotan las manos al ver las iglesias llenas, porque allí adoctrinan a los pobres para que acepten su suerte y releguen sus derechos sin resistencia porque todo es voluntad divina. Las pirámides sociales rígidas, empinadas y excluyentes se sostienen firmes sobre miedos y mitos. Las religiones saben infundir muy bien las dos. Además, la política siempre se ha valido la religión para obtener sus réditos.
Así pues, en Colombia padecemos la inercia de la Constitución de 1886, que estableció de raíz una cultura y una estructura social por definición discriminatoria, al pretender que la sociedad colombiana era homogénea desde el punto de vista espiritual y cultural. Por eso vemos a funcionarios del Estado denigrando de los indígenas, personajes folclóricos de la farándula caribe comprando mujeres wayúu en vivo y en directo, diputados de Antioquia tratando con desdén al Departamento del Chocó, y ni hablar del trato que se le da a los ciudadanos venezolanos en Colombia a quienes muchos ven como verdaderos parias.
En fin, el poder que le dio la historia de discriminación de los Estados Unidos a Derek Chauvin para sofocar a George Floyd, es el mismo poder que se sigue paseando por las instituciones y por la sociedad con los rezagos de la Constitución de 1886 sofocando a la Constitución de 1991.
Es demasiado tarde para pretender incendiarlo todo cuando George Floyd ya está muerto. Solo había que armarse de valor para empujar a Derek Chauvin. Pero prefirieron filmar cómo se moría Floyd sin que nadie hiciera nada por él. Así Colombia se está convirtiendo en el espectador de su propia agonía y nos está costando empujar la Constitución del 86 para que por fin gobierne la Constitución vigente, la de 1991.
La rodilla de la Constitución de 1886 está sofocando a la Constitución de 1991 y no estamos haciendo nada. Quizás mañana saldremos a incendiarlo todo como sucedió el 9 de abril de 1948 cuando asesinaron a Gaitán. Pero la realidad es que en 1950 el ultraconservador Laureano Gómez era el Presidente, después vino una dictadura y después el Frente Nacional. Tenemos que ser más inteligentes que la violencia para salir de esta encrucijada. Tenemos que ser más inteligentes para empujar a Chauvin y no morir en el intento, para salvar la vida a Floyd. Tenemos que quitarle el poder a la Constitución de 1886 y las herramientas están ahí, en la Constitución del 91. Y no estar incendiándolo todo, creyendo que la violencia es el camino, llorando sobre las mismas cenizas de siempre.
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