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50

Por Andrés Felipe Giraldo L.

¿Quién te resume los cincuenta años de una vida? Cómo tomar todos estos días con sus noches, cómo describir los momentos, los lugares, los aromas y los sentimientos que trasegaron este cuerpo y esta alma durante un lapso que en mi infancia no era más que una quimera a la que solo llegaban los muy viejos. ¿Cómo ser viejo y no sentirlo? ¿Cómo ser viejo y aceptarlo? ¿Cómo aceptarlo y disfrutarlo? Quizás con la resignación con la que se mira a un espejo sincero, con plena conciencia y sin angustias, sin luchar contra la nieve de los años y sin ver las canas más que como pelo desteñido.

Me dirán que no, que no estoy viejo. Les diré que sí, que sí lo estoy, que mienten con ternura y que lo agradezco, pero que la vejez no me acojona ni me acongoja. Llegué a esta edad en un país en el que morir de viejo es un lujo reservado a quienes logran esquivar la muerte prematura que viene con la violencia en un país en el que la violencia es rutinaria y normal. Un país anormal.

De vez en cuando conmemoro mis años con escritos, pero llegar a esta edad tecleando en los recreos me abruma, me lleva a repasar el camino recogiendo los recuerdos con cuchara sin saber si llevan la cronología correcta, porque muy seguramente mi mente ubicará los hechos en momentos errados, en escenarios confusos, con contextos mentirosos, porque los recuerdos no son más que la imaginación ubicada en tiempos y espacios que quizás existieron, y a los que les agregamos nuestros propios ingredientes como si fuéramos ajenos a nuestro cuerpo, como si nos pudiésemos ver desde afuera, como si fuéramos los protagonistas de una película que nos sentamos a ver cuando en realidad la vivimos a los tumbos. Y además, escribimos el guion de nuestra propia vida en el pasado reconstruyendo nuestras memorias de una manera tan arbitraria que la realidad se ríe. Estas son las disertaciones que no sé explicar y que me cuesta entender. Deben ser los años.

Soy el menor de ocho hermanos y he compartido su vida desde la retaguardia de las generaciones. Los he visto envejecer como si yo no lo hiciera. Recuerdo sus 50 años como la graduación de todo lo que era la juventud para dar ese paso inevitable hacia lo que algunos llaman “la edad madura”, que no es más que un sofisma para perfumar el olor a viejo, ese que ya vivía en el olfato del doctor Juvenal Urbino, cándido personaje del Amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez que se mató tratando de bajar un loro de una rama: “Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez”. A ese olor me refiero.

Pues bien, ahora mis 50 años me marcan el derrotero de mi propia edad madura, un término que me aterra porque nunca quise madurar. Madurar implica asumir responsabilidades a las que siempre he rehuido porque a veces de la responsabilidad de uno depende el bienestar de alguien más. Gran parte de mi vida no he podido velar ni siquiera por mi propio bienestar. Entonces, ¿cómo asumir el bienestar de alguien más con este aburrimiento vital que me define? Es soltarle los controles de vuelo a un piloto dormido. He dependido de la responsabilidad de otros a quienes agradezco entrañablemente por haberme dado luz en los caminos oscuros por los que ha trasegado mi existencia siempre tan perdida. Escribo esto sin cinismo ni condescendencia, y mucho menos con culpas o remordimientos. Simplemente creo que es legítimo evadir las responsabilidades de lo que no podemos cumplir y cumplir apenas con esas responsabilidades que no pudimos (o no quisimos) evitar.

Entonces, no me acojona ni me acongoja la vejez que está por empezar, a mis 50 años, más allá de lo que lo ha hecho la vida en todas sus etapas. De hecho, creo que nací para ser viejo. Viejo, pero no maduro. Nací para ser viejo por el sosiego al que obliga la vejez. Quizás ya no tenga que luchar más contra mi gordura, mi pereza o mis malgenios que no serán más que una consecuencia natural del anquilosamiento que viene con los años. Quizás acepte con resignación que la edad no es solo un número, sino que es el desgaste natural del cuerpo amarrado por gracia de la gravedad al mundo friccionado con el cosmos, a una velocidad que nos hace imperceptibles para el todo. Somos un destello minúsculo entre dos extremos de la nada.

Mi padre, en una de sus tantas muertes, le dijo a mi mamá al oído, como para despedirse, “tuve una vida divina”. Para entonces ya pasaba de los 80 años, de dos infartos y de un EPOC que lo mantuvo pegado a una máquina de oxígeno durante más de cinco años. Sobrevivió un par de años más y siempre creyó que su vida fue divina. Yo no sé qué pensar de la mía. Sería desagradecido decir que no he tenido una buena vida. Además, sería injusto por todas las personas que se esmeraron para que yo estuviera bien, empezando por mis padres que evitaron a toda costa mis carencias y me dieron lo que pudieron con todo el amor que les cabía en su época. Pero debo reconocer que he sido constante y consistente en sabotear mi felicidad cada tanto, como si la felicidad me espantara. Y quizás lo haga. Me aterra que la felicidad es efímera y se reduce a momentos muy específicos que se van tan rápido como llegan. O al menos así la percibo. Lo que he sentido como “felicidad”, no es más que una emoción profunda y genuina que pronto se desvanece arrollada por otra emoción triste que tiende a ser más persistente en mi ser. Lo sé, ya me han diagnosticado con depresión y esto más que una filosofía es producto de una enfermedad con la que he lidiado desde que me conozco. Parece que de antemano le temo a la felicidad porque sé que me va a defraudar. Soy un pesimista vital rodeado de amor, de manos, de brazos y de abrazos que me han sabido abrigar en los peores momentos. Es probable que mi vida no haya sido divina porque la he llevado a jalones y a empujones como si me hubiera hecho algo malo. La vida no me ha tratado mal, yo he tratado mal a la vida.

Hago estas reflexiones con plena conciencia, sabiendo que un reloj en cuenta regresiva se me ha instalado en los días haciéndose sentir con uno que otro dolor, con uno que otro ahogo y con uno que otro olvido que me recuerda que mi eternidad se agota. No es que esté haciendo mi testamento, ni siquiera me estoy despidiendo, porque aún estoy lúcido y sin tanto esfuerzo me alcanzo los cordones para amarrarme los zapatos. Me ahogo, pero los alcanzo. Presiento con un optimismo inusual que aún me quedan algunas décadas de traslaciones, pero sigo siendo fiel al pesimismo que se empecina en recordarme que la cuesta se empina. Por eso no sé si entregarme a la inercia del tiempo y conformarme con eso que algunos llaman destino o resistirme a punta de voluntad para comprender la trascendencia de mi momento. Los 50 me han llegado con una indulgencia absoluta, como diciéndome que a pesar de todas mis predicciones fatalistas, tengo todo lo que necesito para apelar a mis decisiones sin excusas. Y esto me jode. Me jode porque es mucho más fácil presentar la excusa y autocompadecerse en largas diatribas contra la fortuna, sus causas y sus azares, que tomar alguna decisión, y a mí me gusta lo fácil. Me encantan las excusas. Las excusas son el escondite ideal para la voluntad que no se esfuerza. Quisiera tener las excusas, pero la vida en su infinita benevolencia o en su magnífica crueldad me las ha quitado. Me las ha quitado porque estoy bien.

Los 50 me llegan sin excusas, estoy pasando por un buen momento al que he llamado espejismo. No sufro del síndrome del impostor, porque de corazón creo que todo lo que me está pasando lo merezco. Pero este instante no me es ajeno a la sensación de que la felicidad es efímera y que dura poco. Y si ver el futuro antes me era difícil, verlo ahora borroso, cuando no traigo puestas las gafas, es más complejo aún. Porque el futuro se extingue. El futuro no es más que la vida que nos queda, y si uno llega a los 50, se da cuenta de que ya no queda tanto. Al menos no tanto como antes.

Entonces no soy más que una vida larga llena de dudas e inseguridades que llega a su cenit en un buen momento. Un buen momento que no me lo creo, del que desconfío, al que pico de vez en cuando con una varita para ver si de verdad está vivo. Llego a mis 50 sin excusas. ¿Ahora qué hago?

Es inevitable llegar a esta edad sin hacer balances. Repasar la estela que hemos dejado como un surco en nuestro devenir. Y noto que mi existencia son personas, personas que han vivido en mí, algunos como tripulación y otros simplemente como pasajeros. Soy mis hijos, que me han terminado de hacer. Soy mis padres, que me dieron las bases y el ejemplo. Soy mis hermanos y mis hermanas, que han sido la vanguardia de mi propia vida. Soy mi esposa, que es mi presente y mi futuro. Soy mis amigos, que con sus intermitencias (y las mías) siempre tiran una bengala en las noches más oscuras. Soy gente que me he encontrado en el camino, algunos que han dejado gratos recuerdos y otros que más bien parecen accidentes. Soy esas mujeres que compartieron la vida conmigo, que me enseñaron que el amor es eterno mientras dura, pero fragil como el espíritu en un día malo. Soy las palabras que me dijeron, las sonrisas que compartí, los abrazos que me dieron, las caricias que me tocaron. Pero también soy la rabia y la tristeza, también soy la soledad, también soy ese llanto que ahoga y la ira que aprieta los dientes. Y cómo olvidar el viento en la cara o la puesta del sol sumergiéndose en el mar o la montaña infinita o el desierto. Cómo no ser todo lo que soy y cómo no estar agradecido de haber vivido todo esto, a pesar de mí.

No encontraré las respuestas de lo que viene mientras escribo. No quiero redactar un manifiesto de buenos propósitos que después se me convierta en una carga porque aborrezco las responsabilidades. Solo vine a desatar mi alma como siempre lo hago, frente a un papel o frente a una pantalla que no son más que la contención de mis emociones. Vine a agradecerle a los días y a las noches por haberme traído hasta acá. Pero sobre todo, vengo a agradecerles a esas personas que me han hecho lo que soy.

Cumplo 50 años como si hubiera coronado una cima desde la que contemplo el Universo. Un Universo del que soy el centro, como debe ser, para mí y para cada persona. Porque si yo no existiera, nada de esto que me rodea existiría, al menos para mí. Somos el panóptico de nuestro propio Universo que llega hasta donde vemos, que trasciende hasta donde imaginamos, que nos contiene y lo contenemos.

Celebro desde la distancia junto con mi esposa Emily, extrañando a toda la gente que solo me puede ver a través de lo que escribo, sintiendo el vacío enorme de no poder abrazar a mis hijos, sabiendo que la felicidad es un rompecabezas al que siempre le faltan fichas.

Ahora solo me queda disfrutar este día que está más cerca del ocaso que del alba. Me quedan la mecedora y el balcón, una cerveza fría coqueteando con mis labios y una vista bonita. Me queda la mano de mi esposa que se posa sobre la mía para hacerme sentir con un suspiro que vivo en mis años pero también en los suyos, y también en el anhelo de lo que estamos por construir. Ahora, que los párpados se me vienen sobre los ojos y que mi barba se pinta de blanco, no puedo rendir mejor homenaje a mi existencia que ser feliz aquí y ahora. No importa que sea efímero y que se vaya a terminar. Mi forma de agradecerle a la vida y a las personas que han estado en ella es entregarme a la calma de este instante y brindar por todos desde acá. Gracias por acompañarme durante todos estos años. Gracias por hacerme lo que soy. Feliz cumpleaños a mí. Por fin.

*Fotógrafa: Emily León.

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