Por Andrés Felipe Giraldo L.
Querido Padre,
He escrito mucho sobre ti, pero desde que nos dejaste hace poco más de siete años, no te he escrito a ti. He hablado mucho contigo junto al árbol en el que reposan tus cenizas, allí, al lado del río que marca el lindero de la que fuera tu última casa. Desde que nos dejaste, por fin le he podido dar cara al Dios que le rezo, tan etéreo e impreciso, recordando tu rostro.
En estos siete años, mis hermanos y yo hemos llenado tu vacío hablando de cada anécdota, de cada enseñanza, de cada momento en el que estuviste ahí para darnos la fuerza que ya sentíamos agotada, brindando un apoyo lleno de cariño y dedicación por cada uno de nosotros, desde Carlos hasta mí, como si hubieras tenido ocho hijos únicos para atendernos y una familia extensa para unirnos, porque nunca nos negaste nada que pudiera darnos alas para volar, sin lujos, porque no había con qué, pero sin necesidades, porque en la nevera nunca nos faltó nada. Todo en una proporción tan justa, que la justicia se hizo parte de nuestras vidas de manera tan silvestre y natural, que notar la injusticia era apenas un trámite del sentido común.
Mi mamá ha recogido tus alas protectoras y se las ha puesto, especialmente conmigo, como si hubiese entendido nuestra última charla como una recomendación final. Ella supo que yo era tu preocupación más querida, porque jamás despegué, yendo de un lado a otro, enfrentándome a un sistema que me era infinitamente superior y con el que me sigo estrellando una y otra vez, como las moscas contra las ventanas cuando quieren huir, porque las luchas justas hay que darlas hasta el final. Y eso lo aprendí de ti, pero con muchas menos herramientas.
De ti también aprendí qué es la austeridad, el sentido del trabajo para tener cuánto queramos, pero sin pasar jamás por encima de los principios para obtener algo inmerecido. Era una fórmula simple que a mí se me convirtió en un mantra, la clave de la vida sencilla para andar ligeros de equipaje y así no resentir las pérdidas que no son más que ausencias temporales: Para subsistir no necesito más que un techo en mi cabeza y un plato en mi mesa.
Contigo comprendí que la muerte no es más que un paso necesario de la trascendencia, que quienes han dejado una huella profunda jamás se van de la memoria, que el vacío y el dolor pronto dan paso a grandes recuerdos, y que esos recuerdos son un tesoro invaluable, porque son como un manual para la vida que aún nos queda por vivir.
Cuando perdí mi empleo de esa época, como otros tantos, antes y después, pocos años antes de tu partida, fue un privilegio compartir contigo tus años de sosegada pensión. Aún puedo sentir el aire fresco en el balcón de Villeta en el que hablábamos de todo. Aún puedo sentir tu mano en mi cabeza consolándome cuando terminé definitivamente con Adriana, como ese mejor amigo que ya no tiene palabras porque siempre supiste que lo inevitable, para bien o para mal, es con lo que tenemos que lidiar. Porque fuiste para mí mucho más que un padre al que admiré profundamente. Tú fuiste mi “hermano del alma, realmente el amigo” en los momentos más difíciles, pero además dispusiste de todo cuanto me pudiera sacar del fango. Y me sacaste una y otra vez, una y otra vez, entre lágrimas y rabia me aferré a tu mano como el último anclaje que me quedaba a esta existencia que me ha sido tan amarga, porque la depresión se me incrustó en el alma para hacerse su inquilina más estable. Ahora solo le digo “la depre”, jamás ha pagado la renta, pero ya me acostumbré a ella y ella a mí, acepté que se quede mientras no haga ruido, mientras habite allí sin tocar nada y le pido que me pague con el llanto que necesito para drenar su morada de la tristeza que me inunda. Hemos acordado que no me hará daño. Y ella ha decidido remunerarme con inspiración. Al final no nos la llevamos tan mal. Quédate tranquilo viejo.
Te conocí papá. Te conocí más de lo que crees porque siempre te observé aunque tú no me vieras. Desde niño seguí el olor de tu pipa, no solo porque me encantaba, sino porque me causaba curiosidad la avidez con la que leías esos libros en el estudio, el frenesí con el que le pegabas a las teclas de esa vieja Remington, como si en cada texto redactaras una nueva Constitución para un mejor vivir, porque siempre pensabas primero en los demás. Y fue al ritmo de esas teclas que yo me enamoré de escribir. Sentadito, donde no me vieras, empecé a dibujar, tan mal, que al lado de cada dibujo escribía una explicación de lo que era, porque nadie me entendía. Así fui dejando de dibujar y empecé a escribir. Y al final, empecé a dibujar con letras. Y acá estoy, pintando para ti.
No quiero arruinar esta charla íntima hablando de tu vida pública. Solo quiero decir que quienes siguen hablando mal de ti jamás te conocieron, que quienes deslizan alguna suspicacia sobre tu proceder jamás vivieron la angustia que nosotros sí, entre amenazas y sufragios, que no entendieron nunca, que peor que esas amenazas, fueron los mil intentos que hicieron para comprar tu conciencia, porque siempre los devolviste con el rabo entre las patas, sin vacilar, con carácter, así eso nos costara la tranquilidad y el sosiego, a muchos de mis hermanos el exilio, y más amenazas… y más sufragios. Quienes siguen hablando mal de ti, inventando porquerías, suponiendo cosas, no son más que almas atormentadas por sus propias debilidades, que quieren amilanarme como si ser tu hijo me avergonzara, o como si hubiese un motivo para ello. La verdad me dan pesar. Tu semilla ha germinado entre quienes tuvimos ese inmenso privilegio de compartir contigo una vida o un instante. Tu velorio fue un desfile de recuerdos lindos de personas que se quedaron con lo mejor de ti, que era casi todo. A esas conciencias perturbadas no tengo mucho para decirles ya. Solo que tu memoria se defiende sola entre quienes realmente te conocieron. De mi parte, nada de odio, porque no soy bueno para odiar. Me da pereza. Pero nada de amistad. No se la merecen.
Bueno viejo querido, debo empezar mi jornada, debo seguir con la vida hasta que nos encontremos en ese lugar que definiste como “la nada”, que es la misma muerte. Porque la vida, padre, la vida es un destello fugaz, un chispazo, una llamarada que se extingue demasiado pronto para quienes no trascienden. Pero tu legado te ha hecho fuego padre, fuego que abriga y que calienta, fuego que ilumina y que guía. Por eso no importa que ahora vagues en el Cosmos, no hay cielo que detenga tu legado, no hay infinito que te limite en mi memoria, no hay recuerdo tuyo que no me dé fuerzas para seguir adelante. Esa charla que nunca tuvimos, viejito mío, la he tenido muchas veces junto al árbol de tus cenizas al que he llevado a mis hijos para hablarles de ti, para contarles que ha existido gente buena, gente buena como tú. Quédate tranquilo papá. Ahora me sobran fuerzas para cargar con mis dos hijos, me sobra ímpetu para salir adelante con esto, que es lo único que sé hacer. Seguiré siendo un “escribidor” como tú me decías, porque para ser escritor aún me falta tu inmortalidad.
Abrazo la tierra en la que reposas padre querido, abrazo a mis hermanos que son tu semilla, abrazo a mi madre que la has dejado como mi ángel tangible, abrazo tu legado perenne con el que me fajo a muerte contra quien sea que quiera pisotear tu memoria. Te abrazo viejo, extiendo mis extremidades hasta las estrellas y allí me fundo en tu regazo. Tú y yo sabemos quién fuiste en vida, quién eres en tu obra. Eso es suficiente. El resto no importa. Porque te amo viejo. Y mi amor no es gratuito. Hasta siempre viejito querido.
Tu hijo, tu siempre orgulloso hijo,
Andrés Felipe.
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