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La isla: «The Whale» de Darren Aronofsky (2023)

Por Juan Francisco Florido

¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?

¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?

¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?

¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

JOHN DONNE: MEDITACIÓN XVIII

 Puede que no haya palabra más manoseada que «honestidad», en especial a la hora de escribir. Sobre todo, al momento de mostrarse a sí mismo como en realidad se es. Por mi parte, haré lo que esté a mi alcance para que el presente texto sea tan honesto como yo mismo, o lo que yo haya interpretado sobre la película de la que quiero escribir, me lo permita. Tengo la fortuna de haber visto «The Whale» de Darren Aronofsky hace un par de horas y creo que todavía conservo con algo de frescura las sensaciones que me generó, tanto físicas como emocionales.

Es muy difícil no aludir a la experiencia física en una película cuyo protagonista es un personaje con una obesidad llevada hasta el límite de la propia movilidad, mientras se cruza una sala de cine a oscuras que está inundada de chasquidos de maíz pira siendo masticado, tiene un suelo pegajoso como el chicle por la gaseosa y con el olor a papas fritas y tocinetas de paquete en el aire. No se entienda esto como una queja. Cuando se paga una boleta para ver una película, toda la experiencia de la sala viene incluida. Lo que no es muy común es la forma en lo que estas experiencias banales, aparentemente ajenas a la película misma, se complementan de una forma incluso algo dolorosa con la película que se ve. Después de todo, la cabeza puede interpretar, pero el cuerpo no miente. El cuerpo es verdaderamente honesto. Ya que hablo de honestidad, no puedo prometer que no va a haber «spoilers», pero haré el intento. Al menos evitaré aludir directamente a los hechos.

Brendan Fraser interpreta a Charlie, un profesor de literatura a distancia que padece de un sobrepeso tan agudo que casi le impide su movilidad y su desplazamiento. Es inevitable y obvio asociar el título al personaje. La dirección de la película y la interpretación del actor enriquecen tremendamente esta asociación evidente, sin mencionar el contenido de la misma. El actor cómico, acrobático y enérgico de los 90 y de los chistes ligeros logra llevar un tono de actuación totalmente opuesto a lo que se le conocía. Casi desde lo totalmente estático, una voz pausada de tono grave y profunda, mezclada con risas que se vuelven ataques violentos de tos y jadeos sonoros comienzan la construcción física de un personaje que, al desplazarse, cuando lo logra, parece una bestia rompiendo la superficie del agua y deseando desesperadamente conseguir aire. (No faltan las ligerezas y el sentido del humor, eso sí, en su justa medida. Después de todo es Brendan Fraser).  La pesadez, los ronquidos, la forma de comer y la enfermedad mortal que ronda constantemente, transmiten un dolor que va más allá de lo físico. Una carga literal y figurada que lo limita de absolutamente todo y que, a pesar de la afabilidad y ternura que posee, lo cohíbe de funciones corporales básicas variadas, pero nunca de comer salvajemente, como si luchara por la asfixia y el envenenamiento. El exceso de una satisfacción inmediata y desmedida existe para calmar el dolor de la existencia y de la soledad prolongada. El cuerpo no miente. No hay nada más honesto que el hambre, la gula, el sudor, el dolor y las lágrimas.

Sadie Sink, quien interpreta a Ellie, hija del protagonista, propone una actuación diametralmente opuesta. Si Charlie es una ballena, Ellie es una gaviota. No permanece quieta en ningún momento, responde a cualquier estímulo o provocación inmediatamente, es violenta, agresiva, amenaza para luego retractarse y no se detiene a pensar si hay o no consecuencias. Eso, sin mencionar que es indudablemente muchísimo más pequeña que su padre. La relación entre ambos personajes, especialmente desde sus cuerpos, muestra un vínculo roto, pero también causa mucha curiosidad al ver cómo existe un dominio violento desde la ligereza e ímpetu juvenil de una adolescente problemática sobre lo voluminoso y casi grotesco de un personaje consciente de lo que lo vuelve horrible a los ojos de otros y a los suyos propios.

Tenemos a una ballena encallada y a una gaviota violenta. Si se le suma a esta relación un apartamento del siglo XXI con acceso a internet, domicilios y redes sociales, aparentemente conectado al universo, pero ciertamente rodeado de un exterior abandonado, permanentemente lluvioso y oscuro en medio de algún bosque estadounidense, tenemos una isla a la que constantemente llegan y salen personajes. Todo ocurre ahí, mientras pasan sombras por las ventanas como si fueran depredadores marinos fugaces. Una isla semi desierta, pero lo suficientemente cómoda como para sentarse a morir, lejos de casi toda conexión humana. Faltará la compañía, pero sobrará la comida hasta debajo de la última piedra, como último remplazo a los vínculos humanos. El hambre es necesidad, pero la gula es una manera brutal de llenar un vacío. Brutal en todo el sentido de la palabra y sin la necesidad de ser un depredador.

Es cierto que el cuerpo no miente. Por naturaleza, no hay nada más honesto que el impulso. Tal vez, la referencia que se hace de la honestidad en la película esté aludiendo a eso mismo. Al impulso, entendido como lo que percibimos de inmediato y de forma genuina, como el olor y el sonido de la comida chatarra en el cine. A lo mejor, la honestidad en nuestros actos está medida por la distancia entre nuestros sentimientos y la forma en que los expresamos, o entre nuestros deseos y la posibilidad de satisfacerlos. Cuando iba saliendo del cine sentí una desazón espantosa por todo lo que en la película podía o no tener relación con mis vivencias personales. Debió haberme fascinado para dejarme ese hueco en el pecho. (Hambre no tenía). Pero en el camino de la sala a mi casa, pensaba si valía la pena expresar expeditamente cómo fue mi experiencia o tomarme el tiempo para organizarla. Me propuse ser tan honesto como pudiera al momento de escribir sobre la película y no sé si lo logré. Al menos, espero que el diálogo entre mi cuerpo, mis sentimientos y mi cabeza me lo haya permitido. Ya será el diálogo entre este texto y quien lo lea, lo que me ayude a responderlo.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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